Las lecciones de Afganistán: el cambio de estrategia de la política exterior de Washington

Las lecciones de Afganistán: el cambio de estrategia de la política exterior de Washington

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La retirada de Afganistán fue más una desbandada que un repliegue logístico. Atropellada y caótica, también dejó un reguero de sangre: 13 marines muertos en un atentado del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas inglesas) en el aeropuerto de Kabul, mientras miles de desesperados afganos trataban de abordar un avión para huir del infierno. También fue una apuesta inquietante, por el agujero negro que volvía a abrirse en Afganistán, de nuevo bajo el yugo de los talibanes; la crisis más grave de la Administración de Joe Biden, que siete meses antes había comenzado su andadura con brío. Pero la sucesión de acontecimientos en la escena internacional, y en la doméstica, ha permitido relativizar el desastre de aquella retirada, de la que se cumple un año. La muerte del líder de Al Qaeda Ayman al Zawahiri, el 31 de julio pasado en Kabul, es el broche simbólico que cierra ese capítulo embarazoso y, con él, el regusto amargo de una guerra perdida, de 20 años de esfuerzos para volver a la casilla de salida.

Los logros de la Administración de Biden en las últimas semanas ―a la cabeza de todos ellos, la ley de Reducción de la Inflación― han hecho olvidar un abordaje que estratégicamente pareció ciego: muy pocos vieron el avance talibán, minimizado una y otra vez por el Pentágono. De ahí salió la primera lección, bien aprendida. Meses después, la inteligencia estadounidense acertó a calibrar a tiempo la amenaza de Rusia sobre Ucrania: a diferencia de lo sucedido en país centroasiático, la Casa Blanca hizo sonar todas las alarmas, conformando la respuesta de la comunidad internacional. Tal vez esa fuera la primera lección práctica, sobre la marcha, del desastre afgano.

El embarazo público de aquella salida precipitada no ha impedido que la Administración de Joe Biden, que a finales de julio lanzó un “mecanismo consultivo” o de colaboración con Afganistán para velar por la difícil situación de las mujeres y las niñas, diese el volantazo estratégico que prometía: adiós a las guerras eternas, bienvenida la confrontación directa con China, aunque por otros medios que los usados por el expresidente Donald Trump. Una confrontación estratégica, apoyada en el viraje de su política exterior hacia el eje del Indo-Pacífico, como se denomina en EE UU la amplia región suroriental de Asia. Apenas dos semanas después de la retirada de Kabul, EE UU anunciaba una alianza estratégica con el Reino Unido y Australia, el pacto AUKUS, acrónimo correspondiente a los nombres en inglés de los tres países. Su objetivo era, en primer lugar, proporcionar submarinos nucleares a Australia, en detrimento de Francia. Pero la apuesta era más ambiciosa: reconfigurar el juego de equilibrios regionales y globales en torno a China por medio de ese partenariado de seguridad estratégica, para defender conjuntamente sus intereses y frenar la ambición expansionista de Pekín.

Milicianos talibanes rezan en una colina de Kabul, el 10 de agosto.LILLIAN SUWANRUMPHA (AFP)

Incluso antes del capítulo afgano, todo, o casi todo, en la política exterior de la Administración de Biden gira en torno a China. Tanto, que la reciente visita a la región de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y como tal tercera autoridad de EE UU, incomodó a la Casa Blanca, por socavar meses de ardua diplomacia en la región frente a China. Incluso aspectos de política interior, como la aprobación de la ambiciosa ley Chips, para desarrollar la fabricación estadounidense de microprocesadores y, por extensión, el I+D+d de la industria militar, tiene como objetivo declarado contener a China, además de reducir la dependencia estratégica de su industria (algo que quedó de manifiesto durante los primeros compases de la pandemia). La respuesta de Pekín al viaje de Pelosi, unas maniobras con fuego real en el estrecho de Taiwán, confirmó a la Administración de Biden en uno de sus temores: que Pekín pueda replicar en la isla la invasión de Ucrania por el Kremlin.

No es que la amenaza del terror islamista haya dejado de preocupar a Washington, como demuestran las sucesivas operaciones antiterroristas desencadenadas en Siria y Afganistán. La hidra yihadista amenaza aún los intereses de EE UU en lugares tan remotos como Somalia, donde Washington tiene previsto desplegar fuerzas adicionales para neutralizar a la franquicia local de Al Qaeda. El terrorismo interior también gana enteros en la lista de preocupaciones del Ejecutivo, como demuestran las conclusiones del comité de investigación del asalto al Capitolio y la oleada de amenazas al FBI por el registro de la mansión de Donald Trump en Florida. Así que, sin perder de vista el polvorín de Oriente Próximo, abriendo el compás hasta Afganistán, la Administración demócrata admite sin ambages que la principal causa de sus desvelos es China y, por extensión, el nuevo eje del mal China-Rusia-Irán, aliados de conveniencia ante la guerra de Ucrania.

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En una reciente reunión a puerta cerrada de los responsables de la unidad antiterrorista de la CIA, recogida por la agencia AP, quedó claro que la lucha contra Al Qaeda y otros grupos extremistas seguiría siendo una prioridad, pero que el dinero y los recursos de la agencia se destinarán cada vez más a atajar las amenazas políticas, económicas y militares que plantean tanto China como Rusia, con el factor volátil de Irán como incógnita de la ecuación. Las diversas agencias de inteligencia han emprendido un giro silencioso, trasladando a cientos de agentes a la cobertura de China, incluidos muchos que antes trabajaban en antiterrorismo. La principal agencia de espionaje planea abrir dos misiones u observatorios específicos sobre China. En palabras del número dos de la CIA, David Cohen, la prioridad es “tratar de comprender y contrarrestar” al gigante asiático.

La guerra en Ucrania ha subrayado también la importancia de Rusia como objetivo estratégico. Estados Unidos usó información desclasificada para adelantar los planes de guerra del presidente ruso, Vladímir Putin, antes de la invasión y lograr la movilización diplomática de la comunidad internacional en favor de Kiev. Tanto China como Rusia han demostrado su capacidad para interferir en elecciones extranjeras y orquestado campañas de espionaje cibernético y corporativo. La invasión rusa de Ucrania es un precedente inquietante en torno al que han cerrado filas los halcones del Congreso, tanto republicanos como demócratas.

Pero no todos parecen apreciar el viraje. En declaraciones al diario The Wall Street Journal, el incombustible Henry Kissinger, que fuera secretario de Estado e instigador, entre otros, del golpe de Estado en Chile en 1973, dice ver una peligrosa falta de propósito estratégico en la política exterior de EE UU. Kissinger acaba de publicar un libro sobre liderazgo y advierte sin ambages de que su país se halla al borde de una guerra con China y Rusia: “Por problemas que hemos creado nosotros mismos, no tenemos ni idea de cómo resolver ni adónde van a llevar”. El halcón republicano denuncia una falta de liderazgo con visión estratégica, si bien no limita sus críticas a la actual Administración, que a finales de julio presentó un “mecanismo consultivo” EE UU-Afganistán para incrementar la colaboración, sobre todo en lo relativo a las mujeres y las niñas.

Quedan incógnitas de calado como Irán, protagonista recurrente de sobresaltos y potencial factor desestabilizador tanto en la región del Golfo como a consecuencia de su programa nuclear y su apoyo a milicias chiíes en Irak. También Turquía, con manos libres en el noroeste de Siria y sus maniobras desestabilizadoras en el Mediterráneo oriental, y a la que el comité de Exteriores del Senado tiene en la mira, al plantearse el eventual bloqueo de la venta de 40 cazas F-16 a Ankara.

Pero, pese a las variables que escapan a todo control, las de Irán en primer término, el éxito de la operación que mató a Al Zawahiri prueba la capacidad operativa del Pentágono sin necesidad de pisar el terreno. Cierto que los críticos subrayan la posibilidad de que Afganistán se haya convertido de nuevo en refugio de yihadistas, pero el golpe de gracia a Al Qaeda demuestra que EE UU sigue siendo el policía del mundo.

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