Sonaba la ranchera Volver por unos altavoces gigantes cuando a Juana Medina le avisaron que el presidente ya estaba cerca. Medina, su esposo y sus dos hijas se habían pasado toda la noche viajando en autobús desde Columbus, Ohio, donde emigró hace 13 años de Guanajuato, para llegar a tiempo este martes a Washington y recibir a Andrés Manuel López Obrador. Como ella, unos ochenta mexicanos, y algún turista curioseando entre la muchedumbre, esperaban a la sombra de los monumentales jardines del National Mall, una especie de paseo de los hombres ilustres pegado a la Casa Blanca, a que el mandatario se presentara por allí después de reunirse con el presidente Joe Biden. Sobre las cuatro de la tarde llegó López Obrador y para sus seguidores fue como si acabara de aparecer el quinto Beatle.
Los policías y el servicio secreto de la Casa Blanca tuvieron que esmerarse a fondo para conseguir hacer un círculo seguridad a los pies del monumento de Martin Luther King. Allí le esperaba el hijo del histórico defensor de los derechos civiles para las fotos y los saludos protocolarios. Pero al terminar, el presidente mexicano decidió avanzar unos pasos fuera de la sombra del busto gigante del líder afroamericano e hizo una de las cosas mejor sabe hacer: un mitin improvisado. Bajo un sol de plomo, el mandatario se lanzó durante más de media hora a repasar, sin papeles ni guion, unos doscientos años de la historia compartida entre México y Estados Unidos. Uno de sus temas favoritos.
Empezó con un aforismo -”la historia es la maestra de la vida”- y una advertencia: “No todo en la relación con EE UU ha sido agravio”. Después citó a Abraham Lincoln “porque se hermanó con el mejor presidente de nuestro país, Benito Juárez”. Abogado, indígena y, por cierto, exiliado en el Estados Unidos del siglo XIX, el primer presidente liberal de México es uno de los máximos referentes históricos de López Obrador, del que se siente heredero y continuador dentro de la fuerte carga simbólica que envuelve al gobierno de Morena.
Juárez ha pasado a la historia por su defensa de la soberanía frente a la invasión de 1864. Un presidente republicano contra un monarca francés, Maximiliano, que en realidad era el archiduque de Austria. Su reinado duró apenas tres años. Aupado por las ambiciones americanas de Napoleón III, acabó fusilado por el ejército mexicano con el apoyo implícito de Lincoln, que temía que la expansión imperialista siguiera hacia el norte del río Bravo.
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Después llegó el turno de Franklin Roosevelt y Lázaro Cárdenas, seguramente el segundo mejor presidente de México para López Obrador. El general Cárdenas fue el artífice de la expropiación petrolera de 1938. Una “decisión definitiva para la soberanía de México”, dijo el actual mandatario. Y que básicamente significaba quitarle el jugoso pastel a las poderosas empresas estadounidenses que controlaban el negocio.
El papel de Roosevelt, que acababa de resucitar al país tras el crack del 29 con su exitosa política de inversión pública, no fue fácil. “Pero en vez de atacarnos como querían las empresas fue respetuoso y mantuvo su política de buena vecindad” recordó López Obrador en relación al viraje no intervencionista de la política exterior estadounidense con respecto a América Latina. Una decisión donde también pesó el delicado equilibro internacional del momento, a las puertas ya de la Segunda Guerra Mundial.
El conflicto también sirvió para justificar otra de las conclusiones de López Obrador: “La política respetuosa de Roosevelt dio sus frutos y México secundó la guerra contra las potencias del eje”. De las cenizas de la guerra salió además la mayor regularización de migrantes en Estados Unidos, conocida como programa bracero. Entre las décadas de los cuarenta y los sesenta, más de cuatro millones de mexicanos entraron a trabajar en el campo y en la minería ante la ausencia de mano de obra estadounidense en la posguerra.
Hoy EE UU también está creando puestos de trabajo a toda máquina con tasas nacionales cercanas al pleno empleo. El presidente mexicano aprovechó para contarle a sus paisanos que durante la reunión en la Casa Blanca que acababa de tener con Biden había propuesto una especie de nuevo programa bracero. “Porque son otros tiempos pero hay que regularizar de esa manera a los migrantes de hoy. Porque hace falta trabajo pero a veces se niega”.
Cuando llegó a esta parte ya iba por la casi media hora de discurso. Entre el sol, la emoción y el traje oscuro con corbata, López Obrador sudaba debajo de Luther King. “No sólo se requiere capital para las empresas, también hace falta fuerza de trabajo”, dijo levantando el puño derecho mientras se secaba la frente con el izquierdo. Para terminar, se acordó también del defensor de los derechos civiles, cuyo nieto escuchaba atento y a la sombra las palabras del presidente mexicano ayudado por un traductor. “Estamos aquí para declararnos seguidores de su doctrina que se resume en una sola frase: no a la violencia”.
Una bandera que suele defender López Obrador para tratar de distanciarse de la política de seguridad de sus predecesores, la conocida como guerra contra el narco. El recurso del pacifismo es, en todo caso, más bien retórico ya que este Gobierno ha militarizado aún más las labores policiales y, aunque los registros de homicidios bajaron levemente año pasado desde los máximos históricos, en México se sigue asesinando de media a más de 90 personas al día. Aún así, el mandatario se afanaba en citar a los profetas de la no violencia: “Como Luther King, como Gandhi…” A lo que una señora del público añadió: “¡Y como usted, presidente!”.
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