Las peores familias

Una pintada contra Juan Carlos I, el pasado mes de febrero en Barcelona.
Una pintada contra Juan Carlos I, el pasado mes de febrero en Barcelona.Manuel Medir / Getty Images

A falta de una Constitución escrita, los británicos tienen La Constitución inglesa. A juzgar por la frecuencia con que es citado, el libro de Walter Bagehot (1826-1877) mantiene una peculiar vigencia. Además de gestionar sus negocios y dirigir la revista The Economist, Bagehot intentó explicar en su obra magna cómo se estructuraba el complejo corpus institucional del Reino Unido. Fue él quien afirmó que la Monarquía representaba la faz digna del poder, destinada a recibir el respeto de la población, y que el Gobierno constituía la otra cara, la real, la eficiente, la sometida a escrutinio.

Bagehot escribió: “Por encima de todas las cosas nuestra realeza debe ser reverenciada, y si uno empieza a hurgar en ella no puede haber reverencia. Su misterio es su vida. No debemos permitir que en la magia penetre la luz del día”.

Pero en la introducción a la segunda edición de La Constitución inglesa, Bagehot escribió también esto: “Las peores familias son aquellas cuyos miembros nunca se dicen lo que realmente piensan; mantienen una atmósfera de irrealidad y viven en una atmósfera de malestar reprimido”. Aunque pudiera parecerlo, el constitucionalista victoriano no se refería a la familia real del Reino Unido, ni la de entonces ni la de ahora, ni a ninguna otra familia en un sentido literal. Hablaba de “familia” como metáfora de la sociedad y recomendaba a los estadistas la máxima transparencia al explicar a los ciudadanos asuntos tan complejos y generalmente insatisfactorios como los tratados internacionales.

La sociedad española, encabezada por sus estadistas (si hubiera alguno) y su clase política, parece haber decidido convertirse en una de esas “peores familias” de Bagehot. El problema esencial está ante nuestros ojos: el español más relevante del último medio siglo, Juan Carlos de Borbón, rey de España como Juan Carlos I, impulsor del tránsito de la dictadura a la democracia y hoy rey emérito en el exilio (otro Borbón en el exilio), es acusado de delitos gravísimos. Pero simulamos que no pasa nada y repetimos como un mantra lo de “dejemos que la justicia haga su trabajo”.

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Por supuesto, la justicia debe hacer su trabajo. Como los representantes políticos de la sociedad deben hacer el suyo. No vale la excusa de que hay cosas más urgentes ni la de que hablar del asunto reabrirá el espinoso debate sobre monarquía o república. Los silencios y complicidades de la Transición abonaron la corrupción masiva de las décadas siguientes (un fenómeno del que, según las investigaciones judiciales, participó con entusiasmo Juan Carlos I); los silencios y complicidades de hoy gestarán otros monstruos en el futuro.

Tampoco vale eso de que “la lección está aprendida”. ¿Por quién? Somos todos quienes debemos saber qué ocurrió y aprender de lo que funcionó mal, para que no se repita. La Constitución obliga al Gobierno (no al actual Rey) a dar explicaciones. Con su silencio, el Gobierno no da prueba de prudencia, sino de endeblez: tanto de la coalición PSOE-Podemos como de las alianzas parlamentarias que la sostienen.

Por esa endeblez coyuntural dejaremos la podredumbre colectiva bajo la alfombra, hasta que no soportemos el hedor. “Hicimos lo que pudimos”, dicen, legítimamente, quienes hicieron la Transición en difíciles circunstancias. ¿Qué diremos nosotros?

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