Emigrar para abortar


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“Estaba cocinando en la casa de la familia en la que trabajaba cuando mi pequeña me llamó y me lo contó. Me dijo: ‘Mami, me hicieron esto’. Yo casi me desmayo. No paraba de repetirle: ‘Pero si sos una niña, si solo tenés 13 años. Sos una niña…”. Lo que Marta, quien habla, no se atreve a pronunciar fue una violación. Un desconocido agredió a su hija cuando volvía de comprar el pan en Zulia, el departamento venezolano donde residía, y la niña, Lucía, quedó embarazada antes de cumplir los 14. Para cuando la madre llegó a la casa, la joven “ya se había duchado” y la esperaba con fuertes dolores vaginales y lágrimas que hasta hoy, más de un año después, no cesan. Ambas, actualmente vecinas de La Gabarra (Colombia), prefieren utilizar nombres ficticios para proteger su identidad.

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Marta no fue a trabajar al día siguiente de conocer el episodio de violencia sexual que vivió su hija. Se metió con ella en la bañera y la limpió durante un buen rato. “Yo solo le pedía que se olvidara de todo eso. Y pensé que podría, pero no fue así”. Meses después, cuando ya supieron de la gestación, Lucía intentó ahorcarse con una cinta en la habitación de su casa. “Mi cuerpo estaba cambiando, me sentía sola. No quería tener eso dentro. Pensaba que yo no tenía edad para cuidarlo y no iba a poder salir a la escuela ni nada”, narra entre sollozos, en la intimidad de una habitación de hotel en La Gabarra, en el Norte de Santander, adonde emigró.

El aborto no era siquiera una opción en Venezuela: es ilegal y está penado con condenas de seis meses a dos años de cárcel. Y de hasta tres años para el practicante. “Nos hablaron de una chica que los practicaba clandestinamente, pero yo no quería perder a mi hija en el intento por nada en el mundo”, cuenta Marta. Según estimaciones de Human Right Watch, el 13% de las muertes maternas en el mundo se atribuyen al aborto inseguro. Son entre 68.000 y 78.000 fallecimientos anuales evitables.

En Venezuela, el Gobierno no da a conocer las cifras oficiales al respecto. Este solo reconoce que las interupciones voluntarias del embarazo (IVE) sin garantías son la tercera causa de mortalidad materna. Según el último informe de Mujeres al Límite de 2019, por cada cuatro partos, se produjo un aborto. Entre agosto y diciembre, fueron unos 15 diarios, de los cuales un tercio eran a menores de 12 años. En Colombia, el aborto es un derecho en tres causales (malformación del feto, riesgo de vida para la madre y abuso sexual).

Magdymar León, coordinadora de Asociación Venezolana para una Educación Sexual Alternativa (Avesa) critica por un lado la falta de acceso a métodos anticonceptivos y, por otro, el marco jurídico “tan restrictivo”: “Nos llegan reportes aún muy frecuentes de mujeres que lo siguen practicando introduciendo objetos punzantes por la vagina o bebiendo brebajes tóxicos”. Vannesa Yubisay Ana Rosales-Gautier, una de las activistas latinoamericanas más reconocidas en este ámbito, con casi una década en activo añade, mediante una entrevista telefónica: “Lo mejor es que las mujeres que lo necesiten, acudan a una organización feminista. Todo lo demás es mercado negro y pastillas vencidas o falsas”. Otra de las opciones para las que “se lo pueden permitir”, incide León, es emigrar para abortar. La pandemia frenó en cierta forma esta vía, pero la paulatina vuelta a la normalidad ha vuelto a reactivarla.

Me preguntaron si quería tener el bebé y yo le dije que no. Que lo que quería era estudiar

“Yo solo quería salir de ahí”, repite con un hilo de voz Lucía. Y eso hicieron. Ambas cruzaron la frontera de Zulia (Venezuela) al corregimiento de La Gabarra (Colombia) con la intención inicial de criar al bebé lejos de las calles que le recordaban una y otra vez el horror. En enero, con casi cinco meses de gestación, llegó a las consultas móviles de Médicos Sin Fronteras (MSF) para realizarse una prueba de embarazo. A la doctora Diana Jaramillo le sorprendió, pues era evidente la gravidez, pero pasó consulta con ella, “que llegó aterrorizada y avergonzada”, recuerda. “Me preguntaron si quería tener el bebé y yo le dije que no. Que lo que quería era estudiar”, dice la niña. Jaramillo activó entonces todos los protocolos para derivar su caso a los servicios públicos de salud colombianos. En menos de dos semanas, Lucía ya estaba de vuelta a La Gabarra, con acompañamiento psicológico y psiquiátrico hasta hoy. Y sin un hijo no deseado, fruto de una violación.

El boca a boca y la clandestinidad

El proceso de Lucía se llevó a cabo en Bogotá. MSF solo realiza IVE farmacológicos hasta las 12 semanas de gestación. Todo lo que supere ese periodo requiere de un procedimiento quirúrgico que solo se realiza en el Hospital de La Victoria, en la capital. La estadía y el traslado corrieron a cuenta de MSF y, el aborto en sí, lo asumió la Administradora de los recursos del sistema general de seguridad social y salud del estado colombiano (Adres).

Desde 2018 hasta finales de agosto de 2021, 262 mujeres han interrumpido así su embarazo en el Municipio de La Gabarra, con la mediación de MSF. De los cuales, 19 fueron referidos. “La mayoría se entera por el boca a boca”, explica Jaramillo. “Muchas llegan a Colombia y a consulta sabiendo exactamente lo que quieren y otras descubren que tienen esa opción acá”.

Sin embargo, aún siendo legal interrumpir el embarazo en Colombia, cada vez más las mujeres son criminalizadas y condenadas por hacerlo. Aunque el número de judicializaciones no es constante, desde 2008 hay alrededor de 400 al año, un 320% más que en 2005. Así detalla el informe Criminalización por el delito de aborto en Colombia, hecho por la Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres e investigadores de la Universidad de Los Andes.

La asociación venezolana Avesa, que lleva casi cuatro décadas defendiendo el derecho de las mujeres a elegir sobre su propio cuerpo, señala que aún hace falta un gran proceso de sensibilización global. “Hay que educar a la población, religiosa y no, para que entienda que se trata de un tema de derechos humanos. Prohibir el aborto es vulnerar los derechos de todas nosotras”, lamenta León. Para Rosales-Gautier el problema empieza desde el mismo rechazo a abrir el debate en muchos países como Venezuela: “Cuando ni siquiera el Instituto Nacional de Estadísticas maneja una cifra oficial sobre la cantidad de mujeres que abortan en el país, te das cuenta de lo grave del asunto. Lo que tenemos enfrente es un organismo legislativo que no quiere dejar atrás sus creencias impuestas. Eso es el abandono del Estado”.

Al menos 262 mujeres se han beneficiado de la interrupción del embarazo en el Municipio de La Gabarra con MSF, desde 2018. De estos, 19 han sido referidos

Cuando regresó de Bogotá, Lucía inició un proceso terapéutico individual y otro junto a su madre, quien aún no se perdona haber ido al trabajo ese día. “Son pacientes muy comprometidas y con mucho interés de encontrar alternativas”, cuenta Lina Quintero, psicóloga de MSF que atendió a Lucía. “La cohesión entre ambas ha facilitado el proceso para reconocerse como una superviviente, más allá de como víctima”. Pero las secuelas de este “caso exitoso” son inconmensurables. Las pesadillas y el insomnio se turnan cada noche; y la depresión y el miedo le impiden disfrutar de la independencia de una niña de su edad. Salir a la calle sola es uno de los pequeños logros a celebrar.

A pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido varias veces de que las prohibiciones no frenan los abortos, la despenaliación sigue siendo una asignatura pendiente en la lucha por los derechos de la mujer en Latinoamérica y el Caribe. En Haití, República Dominicana, Nicaragua, Honduras y El Salvador está prohibido bajo cualquier excepción. Guatemala, Venezuela, Perú, Paraguay y Costa Rica son los países con las legislaciones más restrictivas y solo lo permiten en caso de que la vida o la salud de la embarazada corra peligro. Pero, a veces, la burocracia y la falta de garantías para los propios practicantes condenan también a este segundo grupo a la clandestinidad.

También en España, donde el aborto es libre y gratuito hasta las 14 semanas de gestación, hay más de diez provincias en las que no es factible y hospitales en los que una parte de la plantilla se declara objetora de conciencia. La modificación de la ley que prepara el Gobierno para enmendarlo ha vuelto a poner sobre la mesa el hostigamiento que sufren las mujeres frente a las clínicas que lo practican. Esta misma semana hay convocadas en ocho ciudades del país encuentros de voluntarias para rezar frente a las consultas.

Aunque Lucía denunció la violación, las autoridades venezolanas nunca siguieron con su caso. “Yo tampoco quise volver a intentarlo para que los vecinos no estuvieran hablando”, reconoce. De hecho, en Zulia nadie sabe de la decisión que tomaron: emigrar y abortar. Ellas no lo han contado. El único apoyo de Lucía ha sido su madre. “A mi me llegan los comentarios de lo que la gente dice por allá. Ellos piensan que mi hija ya parió. Pero ahora no queremos darle explicaciones a nadie de nada. No es problema de ellos”, zanja Marta. Ni siquiera piensan en volver a Venezuela, en La Gabarra nadie conoce su pasado. La culpa y la vergüenza siguen acompañando el proceso de la interrupción voluntaria del embarazo en muchas mujeres. La activista venezolana Rosales-Gautier lo achaca a “todo lo que no está alineado con el patriarcado”. “Pero esa dinámica está cambiando. Cuando todo el mundo tenga conciencia de que esto es un debate abierto, podremos hacernos la pregunta del millón: ¿Cómo hacemos que las mujeres dejen de morir por esta causa evitable?”, lanza. La pregunta que ronda la cabeza de Lucía estos últimos meses es otra: ¿Cuándo podré volver a la escuela?

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