Las prisiones sin guardas ni armas de Brasil vistas por dentro

Un preso lee un diario de la Iglesia Universal en su celda en la Apac de Paço do Lumiar, una de las  50 prisiones de Brasil sin guardas ni armas donde más de 4.000 reclusos cumplen condena.
Un preso lee un diario de la Iglesia Universal en su celda en la Apac de Paço do Lumiar, una de las 50 prisiones de Brasil sin guardas ni armas donde más de 4.000 reclusos cumplen condena.Márcio Vasconcelos

El hombre que custodia las llaves viste camiseta y pantalón largo pese al bochornoso calor del norte de Brasil. Tiene mascarilla y una condena a 30 años de cárcel por homicidio. Con gesto formal, abre y cierra los portones de hierro a las personas autorizadas a visitar el ala de régimen cerrado de esta pequeña cárcel, ubicada en Paço do Lumiar (Maranhão). Cuando cierra el primero, abre el segundo. Después de que los visitantes se hayan ido, él se quedará del lado de adentro y, en unos días, otro recluso como él será el guarda de turno. Está en una prisión diferente, sin armas ni policías, pero oficial, donde presos condenados incluso por asesinato, violación o pederastia cumplen sus penas.

Elenilson Bruno, de 27 años, llevaba años en Pedrinhas, la cárcel más inhumana del Estado de Maranhão, cuando oyó hablar sobre este centro. “Un compañero de celda me contó que existía un buen lugar donde cumplir la condena, donde no había nadie armado. La verdad, no me lo creí”, rememoraba recientemente el joven, que cumple una pena de 24 años por asesinato, mientras guiaba a los visitantes entre las celdas con barrotes y el patio a cielo abierto. En cuanto reunió más información, contrató una abogada y presentó su solicitud. “El juez me preguntó si de verdad estaba dispuesto a salir del crimen, y si estaba arrepentido. Le dije que sí y Dios bendijo la decisión”. En este ambiente, donde la fe tiene un peso enorme, no bastan las palabras: se exigen hechos.

Fotogalería | Un día en una prisión sin guardas de Brasil

Tres años duró la espera hasta que en 2019 llegó a este centro gestionado por la Asociación de Ayuda y Asistencia a los Condenados (Apac) y pagado por el contribuyente. Son 61 internos supervisados por 19 empleados. Pero no se trata de un experimento: es un proyecto consolidado y en expansión que se aplica a 4.300 presos (el 0,5% del total) en 57 prisiones brasileñas. Un puñado, femeninas. Su máxima es “matar al criminal, salvar al hombre”. Tras sus rejas, más de 50.000 delincuentes han saldado sus cuentas con la justicia en las últimas décadas. Un sistema más cercano a los vanguardistas programas de reinserción que Brasil aplicaba hace un siglo que al actual abandono de buena parte de los penales.

Elenilson —bermuda, chanclas, camiseta con los colores del Flamengo de sus amores y leve tupé engominado— cuenta con orgullo que es el máximo responsable entre los reclusos de la gestión cotidiana de esta ala, la que alberga a los encarcelados por delitos más graves. Entre estos hombres que saludan con amabilidad tras la mascarilla uno está condenado a 113 años, otro a 57 años, otro a 54 años… detallará después Carlos Magno, el funcionario encargado de seguridad y disciplina.

“Nos han rescatado del mundo del crimen”, dice Elenilson solemne mientras se pasea entre los presos, a diferencia de lo que ocurre en otras penitenciarías, atestadas, controladas por el crimen organizado y escenario frecuente de motines y matanzas. Solo EE UU y China tienen más encarcelados que Brasil, donde incluso fiscales y diputados admiten abiertamente que su sistema penitenciario es una escuela de delincuentes.

Las diferencias con otras prisiones son innumerables: aquí comen con cubiertos, trabajan con sierras y otras herramientas, cada uno tiene su catre con ventilador, las celdas están impolutas, es obligatorio llevar las uñas cortas. Pero los internos —llamados recuperandos— tienen ocupados casi todos los minutos del día con un horario idéntico en todo el sistema Apac. A las seis, arriba, ducha. A las siete, oración. Siete y media, desayuno… trabajo, estudio, cocinar, barrer… A las diez de la noche, a la cama. Y silencio.

Tras años de jornadas ociosas en otras prisiones, llegar aquí puede ser una conmoción para los condenados. Los nuevos pasan 90 días metidos en un taller trabajando con las manos, construyendo maquetas para despejar la cabeza y centrarse. Manejan herramientas que son armas en potencia. Absolutamente todo está regulado. Ver la tele requiere rellenar un formulario con todos los detalles del programa o partido deseado. Lavar la ropa y el menaje absorbe tiempo de placer. Tienen culto evangélico, misa católica y canto. Tres días por semana pueden hacer una llamada telefónica de seis minutos. También hay ocasión para un vis a vis con sus parejas o un baño de luna en el patio, que es tenderete y cancha de fútbol. Tienen una celda de cuarentena para los recién llegados en pandemia.

Disciplina y confianza son los pilares del método ideado en los setenta por un abogado y periodista católico ya fallecido, Mario Ottoboni. Al principio le movía el afán de evangelizar a los reclusos. Después ideó una metodología que combina el compromiso de la familia, ayuda jurídica y sanitaria. La Apac ha exportado su receta a países como Chile, Corea del Sur, Hungría o Noruega.

La antropóloga Karina Biondi estudia la población carcelaria desde que su marido fue encarcelado y absuelto. Antes de la pandemia dirigió un programa académico con sus alumnos de la Universidad Estatal de Maranhão en esta cárcel de las afueras de la capital, São Luís. Afirma que “es un método que recomienda el Ministerio de Justicia porque es visto como muy eficaz. Es más barato y la tasa de reincidencia, menor”.

El ahorro obedece en buena medida a la ausencia de guardias armados. Cada uno de estos reclusos cuesta unos mil reales al mes (160 euros), la mitad que en el régimen ordinario. Y la reincidencia se desploma al 15% frente a la media brasileña (80%) e internacional (70%), según Apac.

La disciplina cotidiana es tan exigente como larga la cola para entrar. Este centro tiene 135 reclusos en lista de espera. La antropóloga explica que “la selección es muy rígida. No cualquier preso es apto. Es un régimen muy estricto que recuerda a Alcohólicos Anónimos… un día más lejos del crimen”, dice. A pesar de que, al lado de una prisión común, este centro puede parecer un paraíso, el compromiso que exige de los internos y de sus familias es tal que son habitualmente los condenados a penas más largas quienes están dispuestos a invertir la voluntad necesaria para acceder a ellos. De vez en cuando, algún condenado pide regresar a un penal donde solo tendrá una hamaca y comida infame, pero sin esta frenética actividad.

Ninguna de estas prisiones ha tenido un motín. Y las fugas son escasas, pero las hay. El centro visitado por este diario a finales de enero se ha visto sobresaltado por dos huidas; una en octubre, otra el sábado de Carnaval.

Maranhão, el segundo Estado con mayor cantidad de cárceles de este tipo, mantiene su apuesta pese a la doble fuga, como explicó el gobernador Flávio Dino a EL PAÍS. “Son casos aislados y restringidos a un centro. Con el 99% de los internos no hay problema. Las otras Apac son tranquilas y no presentan complicaciones de este tipo. Seguimos creyendo en el modelo. Tanto, que abriremos una Apac femenina con 40 plazas y construiremos otras dos nuevas con 164 plazas cada una”. Dino, que fue juez, sostiene que “el cumplimiento de la pena debe ser individualizado”, sin mezclar a un ladrón con un miembro de una organización criminal. El mandatario, que se enorgullece de los programas de trabajo remunerado y educación para presos, recuerda que acaba de inaugurar una prisión de máxima seguridad.

Sergio, un ganadero de 46 años condenado a 15 años de prisión por tráfico de drogas, asegura que le quedan dos años para salir, aunque su pena no habrá terminado para entonces. “Vine porque pensé que este era un lugar mejor para prepararme para volver a la sociedad”, cuenta en un español aprendido con su esposa, boliviana. Gracias a estar en régimen semiabierto, fabrica adoquines y cobra por ello.

Las fugas en Paço do Lumiar han sido un golpe demoledor. Ayolanda da Silva, encargada administrativa del centro, dice que recuperandos y empleados están psicológicamente destruidos tras la segunda huida. La confianza voló por los aires.

Para Elenilson y sus compañeros, esto significa perder actividades que habían ido ganando con compromiso y responsabilidad. Premios y castigos con el fin de prepararles para el momento de la verdad: el día en el que otro preso les abrirá los dos portones de hierro para no regresar nunca.


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