Lo dijo esta semana el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, lo saben los activistas que trabajan sobre el terreno y lo repite siempre que puede Oscar Leeser, alcalde de El Paso (Texas), la ciudad más afectada de este lado por la última crisis de la frontera entre Estados Unidos y México. Hasta están de acuerdo algunos republicanos: “El sistema de inmigración estadounidense está roto”.
Pronunciadas con desánimo, como excusa o con intención de atacar al oponente, esas siete palabras encierran en un país enormemente polarizado un debate antiguo que esta semana ha resucitado con las imágenes de miles de migrantes tocando desesperadamente la puerta sur de Estados Unidos.
El último intento de arreglar ese problema llegó el jueves con el final del Título 42 —una medida sanitaria impuesta por Donald Trump en 2020, que se tradujo en más de 2,8 millones de devoluciones en caliente en los 40 meses en los que estuvo en vigor— y la apertura de una nueva era en las relaciones migratorias con México. Para sustituir esta norma, la Administración de Joe Biden ha aprobado un programa para reforzar el viejo Título 8, que ahora rige en solitario y que endurece las condiciones para pedir asilo al contemplar, entre otras consecuencias onerosas para quienes sean deportados, un plazo de cinco años durante el cual no pueden volver a intentar entrar en suelo estadounidense.
La idea de Washington es “ampliar las vías legales para ingresar en el país”. Entre las nuevas medidas, destaca el desvío de todas las solicitudes a una aplicación para móviles en la que los migrantes deben pedir asilo antes de llegar a la frontera; la apertura de un centenar de centros de procesamiento en origen repartidos por el continente americano; o el acuerdo con España y Canadá para hacerse cargo de algunos de los que obtengan el asilo.
Al presentar su plan, Mayorkas culpó al Congreso de la última crisis migratoria, que no ha parado de empeorar desde otoño pasado y que ha registrado esta semana un pico, con más de 11.000 detenciones diarias. Son las consecuencias, dijo Mayorkas con un notable talento para echar balones fuera, de “mantener un sistema de inmigración anticuado y fracturado durante más de dos décadas, pese al acuerdo unánime de que necesitamos desesperadamente reformas legislativas”. También achacó la falta de recursos a la gangrena del Capitolio.
Muchos de los migrantes que esta semana deambulaban por las calles de El Paso cargaban unos documentos que les permiten moverse libremente por el país, atestiguan que han comenzado su proceso para obtener asilo y son la prueba definitiva de que algo no funciona. En el léxico de la frontera, a esos papeles les dicen Notice to Appear (NTA) o aviso para aparecer, porque incluyen una fecha en la que la persona debe presentarse ante el juez de migración para que revise su caso. Al venezolano Exel Pérez, por ejemplo, le dieron una cita para finales de 2025 en Nueva York. Y no es ni de lejos el plazo más largo: la media de las citas de los NTA supera los cuatro años y a veces llega hasta los 10.
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SuscríbeteUnas personas cerca de la puerta 42 del muro fronterizo en Ciudad Juárez el 12 de mayo.Luis Torres (EFE)
“Eso provoca que muchos nunca se presenten ante el tribunal”, explicó el miércoles Blake Barrow, director del albergue Rescue Mission for El Paso, con capacidad para unos 200 migrantes. “Se quedan viviendo en Estados Unidos, callados, y si no cometen ningún delito, puede que no los deporten nunca. Acaban escurriéndose por las rendijas del sistema”. Solo el 18% de los que comenzaron el proceso cumplieron con su promesa de volver a aparecer, según datos del primer trimestre de 2023 recopilados por el Departamento de Justicia.
La razón de que los plazos sean tan dilatados tiene que ver con que toda la carga recae sobre unos 650 desmoralizados jueces repartidos en 68 tribunales y tres centros de adjudicación en todo el país. Esos magistrados se encargan de revisar la mitad de las solicitudes de asilo pendientes, que, según la Universidad de Siracusa, marcaron en 2022 un récord histórico con 1,6 millones (la otra mitad las canalizan los funcionarios de los Servicios de Ciudadanía e Inmigración de los Estados Unidos). Con toda probabilidad, esa marca quedará pulverizada al final de año.
“Faltan jueces y faltan funcionarios de asilo”, opinó este viernes en una entrevista telefónica Andrew Selee, presidente del Instituto de Política Migratoria, organización no partidista con sede en Washington. Selee, que considera que la frontera sur ha sido bajo el Título 42 “más porosa de lo deseable”, no espera demasiado del Capitolio: “Son incapaces de legislar sobre lo importante. Solo se ponen de acuerdo en asuntos inofensivos, como paquetes de infraestructuras. Eso es debido la enorme polarización que domina todo. No deja de ser paradójico: los estadounidenses ven con mejores ojos la inmigración que hace 10 años, pero el enfrentamiento ideológico neutraliza ese sentimiento positivo”.
¿Servirán de algo las últimas medidas de Biden? “Son un buen punto de partida, pero no arreglarán el problema”, afirmó Selee. “Tal vez logren que bajen los números. Y eso es peligroso: parecerá que es un problema resuelto, pero la gente en sus países de origen seguirá sintiendo que no tiene alternativa y comenzará a venir de nuevo”.
La inacción legislativa en Washington no es precisamente nueva. La última ley de calado sobre el tema se aprobó en 1986, con Ronald Reagan en la Casa Blanca. El líder republicano, que venía de gobernar California, un Estado fronterizo, deportó a 3,5 millones de personas entre 1985 y 1987, pero también dio papeles a otros tres millones, un tercio de los cuales eran trabajadores agrícolas.
Cuatro años después, George Bush padre sacó adelante otra ley de menor alcance. Así que los mecanismos de las migraciones contemporáneas, tan influidos, según los expertos, por la disrupción de la pandemia como por la generalización del acceso a la tecnología y por el uso de las redes sociales, siguen rigiéndose por textos concebidos cuando ni siquiera existía internet, ni motivos para migrar o para aceptar migrantes como el cambio climático o el envejecimiento de la población estadounidense.
El último intento de una reforma ambiciosa fue de Barack Obama, cuyo gusto por la expulsión le valió el mote de Deportador en Jefe. Bajo su mandato, también crecieron las detenciones de indocumentados que llevaban varios años en el país, a veces décadas. Su reforma nunca fue aprobada, pero consiguió en 2013 el sí de 68 senadores de ambos partidos.
La respuesta está en Trump
Hoy sería impensable un apoyo de ese alcance. ¿Por qué? Como en tantas preguntas aquí formuladas, la respuesta está en Donald Trump. Su retórica contra la inmigración caló en amplios sectores de la población blanca, alimentada por una explosiva mezcla de rabia y miedo, y empujó al ala moderada de su partido a posturas extremas con un tema con el que atacan sin descanso a Biden por “abrir la frontera” a la entrada de criminales y traficantes de fentanilo. El asunto migratorio promete ser uno de los ejes de las elecciones de 2024.
Fotografía aérea muestra a cientos de migrantes junto al muro fronterizo en El Paso (Texas), el 9 de mayo. Jonathan Fernandez (EFE)
Con sus bravatas racistas, Trump también consiguió hacer creer al mundo que fue durante sus cuatro años en la Casa Blanca cuando se levantó el muro a lo largo de 1.123 de los 3.200 kilómetros de la frontera, cuando en realidad ha sido un trabajo colectivo, que empezó Bill Clinton por San Diego y El Paso. Un agente llamado John, con 24 años de experiencia patrullando el sector de El Paso ―430 kilómetros entre Texas y Arizona que en esta crisis se ha llevado la peor parte con 265.000 interceptaciones desde octubre, un 136% más que en el año fiscal anterior― explicó el jueves que con el tiempo y el devenir de los presidentes esa valla fue cambiando: “Cada vez es más alta, y los materiales, mejores”, añadió.
El inquilino actual de la Casa Blanca hizo campaña como todos sus antecesores desde Reagan: con grandes promesas de arreglar el problema migratorio. Y sus mensajes calaron en el electorado latino. Después, anunció en su primera semana en el cargo su intención de regularizar a millones de indocumentados. No es solo que el bloqueo republicano se lo haya impedido; es también que tras un arranque en el que firmó tres decretos para revertir las decisiones de su predecesor, ha preferido evitar un asunto espinoso, que no ha estado entre sus prioridades en sus más de dos años en el cargo. El tema no es cómodo ni siquiera entre los demócratas, enredados en lograr la cuadratura del círculo: humanizar la gestión migratoria al mismo tiempo que muestran mano dura. Mayorkas definió bien esa disyuntiva en su comparecencia: “Somos un país de inmigrantes, pero también de ley”.
La gran aportación de Biden a la agitada historia de la frontera llegó esta semana entre las críticas de ambos lados: demasiado blando para unos, demasiado duro para activistas como Mónica Ramírez, presidenta de la organización Justice for Migrant Women. “La Administración de Biden pide constantemente a los inmigrantes que usen vías legales, pero los que aspiran a llegar a Estados Unidos carecen de las herramientas para entender cómo transitar esas vías”, explicó en un correo electrónico Ramírez. “[Las políticas de Biden] Se enfocan demasiado en crear maneras para que los migrantes se integren como fuerza de trabajo, sin permitirles convertirse en ciudadanos. Además, es un diseño que ha favorecido tradicionalmente a los hombres, lo que ha contribuido a que crezca el porcentaje de mujeres indocumentadas. El sistema de inmigración está roto desde su inicio, porque nunca estuvo pensado para favorecer a los más vulnerables”.
El alcalde de El Paso (1,5 millones de habitantes) compartió este viernes con sus recetas para arreglar un problema que se remonta al menos hasta los años de Dwight Eisenhower (1953-1961), que deportó a 1,8 millones de inmigrantes, en su mayor parte mexicanos, en la Operación —racista desde el nombre— Espaldas Mojadas: “El Congreso tiene que hallar la manera de entenderse. Porque este es un problema nacional, no solo de los cuatro Estados de la frontera. Convendría mejorar la colaboración con los países de origen y aligerar los procedimientos, sobre todo, el de obtención del permiso de trabajo. Llegan a nuestras calles deseosos de ganar dinero de un modo decente, ¿por qué no permitírselo?”.
Para Selee, en realidad, bastaría con hacer las cuentas: “Por un lado, tenemos una enorme escasez de empleo y las vías legales para entrar en el país claramente no están a la altura de esas necesidades. Es un asunto económico, pero también demográfico: la estadounidense es una población que envejece rápidamente”, añade.
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