La nueva ambición rubia del Partido Conservador británico adora la palabra “libertad”, el manual republicano estadounidense y cantar en karaokes temas de los ochenta. Despliega una extraordinaria destreza con las redes sociales, preconiza un retorno a la pureza ideológica de libre mercado e ínfimo intervencionismo estatal y, según ha escrito una antigua colaboradora, cuando se empeña en algo, lo único que la diferencia de un rottweiler es que el perro acaba soltando a su presa. Liz Truss, de 46 años, nacida en Oxford, ministra de Asuntos Exteriores y flamante responsable de la negociación del Brexit, tras la dimisión de David Frost, es comparada desde hace años por la prensa del Reino Unido con Margaret Thatcher y ella, extremadamente sagaz a la hora de identificar motores para propulsar su meteórica carrera, aprovecha cada oportunidad para alimentar el mito.
Si nada es coincidencia en política, menos en una formación como los tories, a la que nunca le ha temblado el pulso a la hora de consumar regicidios. Boris Johnson, hasta hace poco el chico de oro en las urnas, capaz de obtener desde la alcaldía de Londres —una capital tradicionalmente progresista— hasta victorias electorales inéditas en décadas para la derecha, ha perdido su esplendor y la estrella que más brilla ahora en el firmamento conservador es Truss, desde hace un año la favorita de la militancia, con un 82% de aprobación según ConservativeHome, el oráculo para entender lo que pasa en el partido.
Truss nunca ha ocultado su ambición, pero ha tenido la astucia de no mostrar abiertamente que su vista está puesta en el número 10 de Downing Street, una tentación a la que no se había podido resistir Johnson, el hombre que instigó su resurgimiento, después de que una cadena de errores tácticos como ministra de Justicia semejasen haber sentenciado su futuro hace cinco años. Cuando la carrera sucesoria para reemplazar a Theresa May en verano de 2019 comenzó, Truss había sido una de las aspirantes que las quinielas daban por hecho, pero la por entonces secretaria de Estado del Ministerio de Finanzas supo interpretar que su momento no había llegado y fue la primera en sumarse al caballo ganador que acabaría resultando la candidatura de Boris Johnson.
En cuanto asumió el timón, el nuevo premier recompensaría su lealtad con la cartera de Comercio Internacional, uno de los departamentos creados tras el Brexit para promover los centenares de acuerdos bilaterales con los que el Reino Unido aspiraba a demostrar que hay vida fuera de la Unión Europea. El cargo, en apariencia de menor envergadura política, dio alas a Truss para lucirse con una estudiada estrategia de imagen con la que reivindicó como suyos más de 60 pactos que habían sido fundamentalmente negociados por su antecesor, Liam Fox, pero sobre todo, le ofreció la plataforma para impulsar su perfil como adalid de la Global Britain (la “Gran Bretaña global”) y paladín del libre mercado. Su habilidad con las redes sociales, donde despliega una astuta mezcla de originalidad y humor con tintes institucionales, también le granjeó críticas entre sus propios compañeros de escaño, que renombraron las siglas en inglés de su cartera, DIT (Department for International Trade), como Departamento de Instagram de Truss.
A ella apenas le importa, puesto que sabe que su audiencia no está en los asientos verdes del Palacio de Westminster, sino en los afiliados del partido, responsables últimos de elegir al líder. Este desinterés en complacer a sus colegas no es tanto por displicencia, como por una conversión que, quienes la conocen, dicen que experimentó cuando decidió dejar de atender a lo que decían otros, especialmente el sector masculino, y centrarse en su instinto. Truss asumió la cartera de Exteriores a mediados de septiembre de manos de Dominic Raab, criticado por la caótica evacuación de Afganistán tras la llegada de los talibanes.
Su aproximación ahora, caiga quien caiga, es creer en sí misma por encima de todo y es precisamente esta renovada vocación, que flirtea con la retórica de los libros autoayuda, la que está detrás de su supersónico ascenso como la favorita del partido.
Padres de izquierdas
Su periplo ideológico es, de hecho, la historia de una abjuración, que arranca desde su propia infancia, pese a haberle granjeado el disgusto de su padre, que siempre se ha negado a hacer campaña por su hija con la vana excusa de tener que “cortar el césped”. Y es que mientras sus progenitores, ambos profesores, eran de izquierdas y la llevaban de niña a manifestaciones antinucleares y en contra de Thatcher, Truss se convirtió a la causa más libertaria cuando estudiaba en la Universidad de Oxford, donde desarrolló una veneración casi religiosa por la apertura de mercados, la reducción de la influencia del Estado sobre la vida pública y la libertad como insignia de todas sus decisiones (una de sus dos hijas incluso se llama Liberty).
Con tan solo 21 años, se unió al Partido Conservador en 1996, uno de los periodos más difíciles para una formación a punto de ser arrollada por el Nuevo Laborismo encarnado por el por entonces altamente popular Tony Blair. Este hecho, que refleja lo poco que siempre le ha influido el ruido ajeno, la prepararía para algunos de los escándalos que protagonizaría años después, como la relación extramatrimonial de 18 meses que mantuvo con un diputado tory, también casado, hasta 2005. Su matrimonio, a diferencia del de su amante, sobrevivió, pero la resiliencia de su unión no fue suficiente para evitar la furia de los electores de su circunscripción de South West Norfolk, cuando un lustro después, el año que Truss logró su escaño en Westminster, descubrieron el affaire.
Afortunadamente para ella, la historia apenas se recuerda, a diferencia de su discurso en el congreso anual conservador de 2014, cuando condenó con un exceso de drama que el Reino Unido importase dos tercios del queso que consume. Su histriónico “Esto.Es.Una.Vergüenza” (‘This.Is.A.Disgrace’, en la versión original) la ha convertido en carne de meme de internet y sigue siendo utilizado en la actualidad como argumento para cuestionar la verdadera capacitación política de Truss, el gran talón de Aquiles que le imputan sus críticos.
A su favor, la ministra de Exteriores tiene que si hay algo para lo que ha demostrado aptitud es para reinventarse, no solo a su propia causa (”In Liz We Truss”, parafraseando con su nombre el lema de Estados Unidos “In God We Trust” [En Dios Confiamos], se ha convertido en un eslogan en un sector de los conservadores), sino a la que convenga a su carrera. Su apoyo a la continuidad en la Unión Europea en el referéndum de 2016 apenas le ha pasado factura, quizá porque fue menos ideológico que estratégico: excompañeros de Gobierno la recuerdan hace cinco años dividida en torno a qué opción respaldar, ya que su deseo era meramente estar del lado ganador.
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