Lo de menos es que se acabe el mundo

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La escena más turbadora de No mires arriba, la película de Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence que fantasea con la extinción del planeta debido a la colisión de un cometa gigante, se produce cuando un general de la Casa Blanca ofrece unas bolsitas de saladitos y agua a tres científicos, les cobra un pastón recolectando el dinero (“lo siento, aquí todo es más caro”) y más tarde ellos descubren que esos productos son gratis. Según avanza la película y se va acercando el cometa, el personaje de Lawrence se desahoga con quien quiera escucharla: “¿Qué tiene en la cabeza alguien así? ¡Un general de la Casa Blanca! Si además sabía que nos acabaríamos enterando”.

Pocas veces me he sentido más identificado con alguien que con la desconcertada Jennifer Lawrence, atónita porque sus compañeros no le den la misma importancia que ella a la desfachatez del general, o al menos la misma importancia que al fin del mundo. Sobre todo porque ambos asuntos tienen muchísimo que ver el uno con el otro. La coincidencia con el mundo real (o sea, la implicación directa de la gentuza con el apocalipsis) acaba ahí; al salir del cine puedes mirar tranquilamente arriba, que no habrá ningún cometa, pero a izquierda y derecha seguirá deambulando gentuza de la peor especie: aquella que hace el mal sabiendo que será descubierta sin importarle lo más mínimo, profesionales de la mezquindad, peña de comportamiento tan ruin que, al verla, tu único objetivo en la vida no es castigarla, sino entenderla. De ahí que Lawrence se pase la película preguntando “por qué”.

Por qué, en efecto. Hace cuatro años, un avión de combate de Estados Unidos dibujó un pene en el cielo (“las travesuras sofocantes e inmaduras de naturaleza sexual no tienen cabida en la aviación de hoy”, reaccionó un vicealmirante), y con ese pene dibujado en el cielo se fabricaron bolas de Navidad, como es natural. Una de esas bolas, la llamada bola-pene, la encargaron mis amigos Malu y Luis para su abeto. Pues bien, hace unos días organizaron una fiesta y la bola-pene desapareció de casa.

Un alto mando militar más pendiente de traficar con saladitos que de desviar un cometa; un invitado a una fiesta en casa ajena que roba una bola del árbol de Navidad con forma de polla; el tipo que desde hace meses, cada vez que publico algo, lo cuelga en su Instagram, le felicitan y dice “gracias, muy amable”. Toda esa gente comparte un rasgo en común peligrosísimo, que es que le da igual todo. Van ya a calzón quitado. Y yo, como Lawrence, confieso mi impotencia. No porque quiera condenarlos sino porque me obsesiona entenderlos.

Es el mal pequeño, el mal estúpido, el mal transparente y desacomplejado, ese mal que jamás avergüenza a quien lo comete sino a quien lo sufre. Estar con una persona solo en una habitación, que haya 50 euros en la mesa, levantarte para ir al baño, volver y que no estén; es decir, cuando el problema no es que te los quiten con más o menos habilidad del bolsillo, sino que te los levanten en la cara y pases tanta vergüenza que prefieras marcharte sin decir nada. La propia Lawrence experimenta esa sensación cuando denuncia en la Casa Blanca que un general trapichea con saladitos y la miran como si estuviese loca, porque no la creen o porque es una práctica censurable tan estúpida que no viene el caso. Pero, si uno lo valora justamente, es mucho más importante que cualquier fin del mundo. El cometa, por desgracia, no puede elegir.

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