Lo que nos roban los auriculares


El coronavirus, entidad insonora, ha cambiado el sonido del mundo y la orientación de nuestra escucha. ¿Dónde queda la atención flotante, que, como sugiere Freud, es el ingrediente para percibir los murmullos del inconsciente, lo que se dice entrelíneas o lo que nos manifiestan los silencios? ¿Qué le ocurre a nuestro espacio acústico ahora que la circunstancia requiere —más que nunca— que nos relacionemos con el ambiente y con otras personas en la distancia, y tenemos al cerebro enchufado a los auriculares como si fueran un cordón umbilical, irónicamente inalámbrico? Si bien nos enlazan con el exterior, también lo hacen con nuestra interioridad —como estetoscopio de nuestros pensamientos más íntimos— y, sin que lo sospechemos, somos todo oídos.

El sonido es una herramienta poderosa que ayuda a relacionarnos con nuestro ámbito. El filósofo y musicólogo Peter Szendy precisa que el oír ya siempre está implicado en el espacio. Oímos cosas a través del espacio, por medio del espacio. La experiencia de un lugar está directamente asociada con su arquitectura sonora. En su libro El paisaje sonoro y la afinación del mundo, el compositor y ambientalista Murray Schafer nota que cuando el sonido se percibe como un entorno es un paisaje sonoro. En un contexto ambiental, el paisaje sonoro nos ayuda a comprender la ecología acústica de un lugar: un bosque en el que se manifiesta una variedad de cantos de pájaros indicaría un ecosistema saludable, diverso.

Al leer este pasaje, el lector quizá ha percibido en su mente los sonidos que integran la marca sonora de su hogar —lo que hace que el paisaje sonoro de un lugar sea diferente de cualquier otro—. Tales sonidos nos gratifican porque nos hacen sentir de cierta manera y porque colorean la impresión que los demás tienen del sello sonoro de nuestro espacio personal. Pueden crear respuestas emocionales profundas, incluso viscerales, y es posible que el oyente ni siquiera comprenda conscientemente la relación entre el sonido y su reacción. Estas imágenes sónicas vívidas ilustran el poder del sonido como medio de comunicación capaz de transmitir significado, emoción, memoria y hechos a través del lenguaje o de la música —Gustav Mahler comentó una vez que lo más importante en la música no está en la partitura—.

El sonido y el habla ofrecen una plenitud e inmediatez que la visión no puede alcanzar. Su localización en nuestro entorno desempeña un papel esencial en la vida diaria. Los seres humanos —y la mayoría de los cuadrúpe­dos— confiamos en nuestros oídos cuando se trata de obtener información sobre espacios y objetos, derivamos seguridad. Nuestro cerebro tiene la capacidad de localizar la fuente y la dirección de un sonido, incluso en situaciones ruidosas. Los sonidos llegan a los dos oídos con diferencias de tiempo e intensidad y en el patrón de información. El cerebro compara la información y traduce las diferencias. Lo que está menos claro es cómo se las arregla para amalgamarla y generar una percepción espacial unificada. Masakazu Konishi, siendo entonces profesor de Biología del Comportamiento en el Instituto de Tecnología de California, descubrió en los sesenta que el cerebro de la lechuza combina señales auditivas relacionadas con la ubicación, no todas a la vez, sino mediante una asombrosa serie de pasos. Ko­nishi atribuyó dicha capacidad a la asimetría en la disposición de las orejas de la lechuza. Cuando observó a una de ellas con cámara de vídeo sensible a infrarrojos en una habitación totalmente oscura, le impresionó la velocidad y precisión con la que volvía la cabeza hacia un ruido —que localiza a su presa incluso en la oscuridad—.

Tan esencial como es percibir la ubicación de los sonidos es el enmascararlos. Para asegurarse de que un ratón pueda escuchar con agudeza a un gato que se acerca, su cerebro dispone de un circuito de cancelación de ruido que le ordena que corra y no preste atención al sonido de sus propios pasos. Como destaca Richard Mooney, profesor de Neurobiología de la Universidad Duke, en Estados Unidos, el cerebro aprende a apagar las respuestas a ciertos sonidos predecibles que generamos nosotros mismos. Según el investigador, este circuito funciona de manera diferente a los auriculares con cancelación de ruido, pero los resultados son similares. Los auriculares captan el ruido ambiental y producen sonidos que son imágenes en espejo de esas ondas sonoras para cancelarlas. De manera similar, el cerebro recibe una señal que indica a sus neuronas inhibitorias que cancelen selectivamente los sonidos que provienen de un movimiento determinado.

El uso de auriculares puede crear la sensación de que lo que suena está cerca, incluso aunque no sea el caso, o que estamos realmente inmersos en un espacio en particular, aunque los sonidos fueron grabados. Su doble acción de aproximar y alejar es una manera tecnológica de percibir y estar en el mundo que nos separa de las cosas y de las personas —particularmente en la actualidad, en que pasamos más tiempo en reuniones virtuales durante la pandemia—. Están diseñados deliberadamente para facilitar cambios rápidos entre diferentes estados de atención. Al interiorizar el sonido, permiten dar forma al entorno sónico y crear espacios potenciales de silencio y quietud, afirmando así la privacidad de nuestro campo sonoro. A pesar de su utilidad, el uso saludable requiere conocimiento acerca de los niveles de sonido seguros y cuándo tomar un descanso de su empleo.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.


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