Como mucha gente, me esperaba lo peor de la comisión sobre lo ocurrido en el Capitolio 6 de enero de 2021: discursos largos y monótonos, teatralidad y grandilocuencia por parte de los políticos, y muchas declaraciones de oídas. A lo que hemos asistido, en cambio, ha sido a algo hipnotizante y aterrador. Los sospechosos de rigor, cómo no, buscan tres pies al gato en los detalles —pero nunca escarban en los puntos cruciales, como el deseo de Donald Trump de participar en un asalto armado al Capitolio, y nunca lo hacen bajo juramento, lo cual resulta revelador—, y en los medios de comunicación algunos les siguen vergonzosamente el juego. Pero, siendo realistas, ya no cabe duda de que Trump intentó invalidar los resultados de unas elecciones legales, y cuando todo lo demás falló, alentó y trató de instigar un ataque violento contra el Congreso.
Dejaré que los expertos determinen si las pruebas deben conducir a una acción penal oficial, y en particular si el propio Trump debe ser acusado de conspiración sediciosa. Pero ninguna persona razonable puede negar que lo que ocurrió tras las elecciones de 2020 fue un intento de golpe de Estado, una traición a todo lo que Estados Unidos representa. Todavía oigo a algunos comparar este escándalo con el Watergate. Es como equiparar una agresión con lesiones a una infracción de tráfico. Los actos de Trump fueron, con diferencia, lo peor que haya hecho nunca ningún presidente estadounidense.
Docenas de personas pertenecientes al Gobierno de Trump o próximas a él tenían que saber lo que estaba pasando; muchas seguramente tenían conocimiento de primera mano de al menos algunos aspectos de la intentona golpista. Y, sin embargo, solo unas cuantas confesado lo que saben. ¿Y qué hay de los republicanos del Congreso? Casi con total seguridad, muchos, si no la mayoría, son conscientes de la magnitud de lo ocurrido. Al fin y al cabo, el asalto al Capitolio puso sus vidas en peligro. Así y todo, 175 republicanos de la Cámara votaron en contra de crear una comisión nacional sobre la insurrección del 6 de enero, y solo 35 lo hicieron a favor.
¿Cómo podemos explicar este abandono del deber? Es probable que, incluso ahora, los fervientes adoradores del “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” constituyan una minoría entre los políticos del Partido Republicano. Casi con toda certeza, por cada Lauren Boebert o Marjorie Taylor Greene hay varios Kevin McCarthys, arribistas pero no locos, devotos servidores del partido más que fanáticos. Sin embargo, el ala no loca de los Republicanos, con tan solo un puñado de excepciones, ha hecho todo lo posible por evitar cualquier rendición de cuentas por el golpe fallido. Lo cual me ha hecho pensar en la naturaleza del valor y en cómo las instituciones interceden por el valor… o la cobardía.
Los seres humanos pueden ser increíblemente valientes. Como vemos a diario en las noticias de Ucrania, muchos soldados están dispuestos a resistir bajo mortíferas descargas de artillería. Los bomberos se lanzan a los edificios en llamas. De hecho, la policía del Capitolio fue heroica en su defensa del Congreso el 6 de enero de 2021.
Estas demostraciones de valor físico no son corrientes. La mayoría de nosotros nunca sabremos cómo habríamos actuado en semejantes circunstancias. Pero si el valor físico es poco frecuente, el coraje moral —la disposición a defender lo que uno cree que es correcto, incluso ante la presión social para ajustarse a la norma— lo es aún más. Y de coraje moral es de lo que lo que los socios de Trump y los miembros republicanos del Congreso carecen de manera tan palmaria. ¿Es algo que tiene que ver con la pertenencia a un partido? No podemos saber cómo reaccionarían los miembros de la formación rival si un presidente demócrata intentara un golpe similar, pero esto se debe en parte a que semejante intento resulta más o menos inconcebible. Porque, como los politólogos vienen señalando desde hace tiempo, las dos formaciones son muy diferentes, no solo en sus políticas, sino también en sus estructuras institucionales.
El Partido Demócrata, aunque quizá esté más unificado que en el pasado, sigue siendo una coalición flexible de grupos de interés. Algunos de estos grupos son loables, otros no tanto, pero, en todo caso, la flexibilidad deja margen a los demócratas para criticar a sus líderes, y si así lo deciden, adoptar una posición de principios.
El Partido Republicano es un ente mucho más monolítico, en el que los políticos compiten por quién acata con más fidelidad la línea del partido. Antes, esa línea estaba definida por la ideología económica, pero en los tiempos que corren consiste más en un posicionamiento en las guerras culturales, y en la lealtad personal a Trump. Hace falta mucho coraje moral para que los republicanos desafíen los dictados del partido, y quienes lo hacen son excomulgados a la primera de cambio.
Una excepción confirma la regla: la sorprendente postura a favor de la democracia de los neoconservadores, esos que nos regalaron la guerra de Irak. El suyo fue un pecado terrible que no se debe olvidar nunca, pero durante los años de Trump, mientras la mayoría del Partido Republicano se postraba a los pies de un hombre que a todas luces era detestable, casi todos los neoconservadores más destacados se pusieron decididamente de parte del Estado de derecho.
¿De dónde viene esto? No creo que sea un insulto al coraje de estas personas decir que los neoconservadores fueron siempre un grupo aparte, nunca asimilado del todo por el monolito republicano, cuyas carreras descansaban en buena medida en su reputación fuera del partido. Presumiblemente, esto les da mayor libertad que a los republicanos comunes para actuar de acuerdo con su conciencia. Por desgracia, siguen quedando los demás. Si los demócratas son una coalición de grupos de interés, actualmente los republicanos son una coalición de locos y cobardes. Y es difícil saber qué republicanos representan el mayor peligro.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2022. Traducción de News Clips
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