La reacción en contra de los excesos de la globalización que recorre el mundo y el color rojo que está pintando al continente con regímenes de tendencia popular actualiza la eterna pregunta: ¿es posible el sueño bolivariano de una Latinoamérica unida o articulada al menos en torno a la defensa de intereses comunes? Por lo general la respuesta es negativa. Ausencia de liderazgos, rivalidades históricas, diferencias culturales, Gobiernos políticos disímbolos, fragmentación geográfica y, sobre todo, el peso del poderoso vecino del norte. Estados Unidos se ha asegurado de imponer su tutelaje para que la unidad del continente ignore el predominio de su identidad latina. Y nada lo ilustra mejor que el hecho de que la sede de la OEA nunca haya podido salir de Washington.
No obstante, dos nuevos factores desempolvan la vieja aspiración. Por un lado, un contexto internacional que obliga a todos los países a replantear su relación geopolítica y económica con el resto del mundo. El lema de campaña de Donald Trump, America First (en donde América no era precisamente el continente), por no hablar de su hostilidad contra los latinos, las guerras comerciales, la crisis derivada de la pandemia, el conflicto ruso ucraniano y su efecto en las redes de suministros, apuntalan una dolorosa premisa: en momentos de crisis las potencias ven primero por sí mismas. Lo vimos con las vacunas, ahora con los combustibles, los chips, las tecnologías, los bienes estratégicos y se teme que lo mismo suceda con la escasez de cereales y otros alimentos que se avecina. La trasnochada noción de “autosuficiencia”, volvió a ser puesta de moda justo por potencias que la habían satanizado durante el ascenso de la globalización. Sin renunciar a la interdependencia comercial y los mercados mundiales, es evidente que cada país necesita explorar alternativas locales o regionales frente al riesgo de convertirse en víctima de las cadenas de suministros interrumpidas.
Por otro lado, por primera vez en muchas décadas la mayor parte de los países latinoamericanos comparten gobiernos asociados a un populismo de izquierda, lo cual propicia puntos de vista emparentados y liderazgos relativamente empáticos entre sí. Es el caso de Argentina, Perú, El Salvador, Bolivia, México, Honduras, Chile y muy probablemente Brasil y Colombia en las elecciones de este año (además de los tres satanizados: Venezuela, Cuba y Nicaragua).
Tampoco es que los vestigios de un sueño bolivariano den para imaginar una nueva OEA, como en algún momento lo sugirió el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador. Pero las posibilidades de afrontar juntos retos comunes están a la vista. Lo vimos tibiamente en la coyuntura de la pandemia, cuando Argentina y México trabajaron conjuntamente para fabricar vacunas AstraZeneca o el acercamiento entre Bolivia y México para explorar vías para la explotación del litio sin perder soberanía frente a las empresas trasnacionales. Los dos casos fueron facilitados por la relación personal entre los propios presidentes.
Lo cual nos llevaría a preguntarnos si existen condiciones que vayan más allá de estas colaboraciones puntuales, que muy probablemente irán en aumento. Ojalá, pero difícilmente hay condiciones para nuevos o relanzados organismos panamericanos; el multilateralismo y sus burocracias no están a la orden del día. Sin embargo, hay una conciencia creciente de que los confines nacionales no alcanzan para defenderse de las fracturas de la globalización. Frente a la probable escasez de alimentos, por ejemplo, Brasil (cuarto exportador en el mundo) podría ser el “granero” latinoamericano, pero su potencial ha quedado lastimado porque más del 40% de los fertilizantes que utiliza proceden de Rusia y Ucrania. México acaba de hacer inversiones importantes en esta materia; podría acelerar el proceso y aportar algo de los suministros que ya no llegarán al continente.
Debemos asumir que no estamos frente a una crisis de corto plazo; el mundo se dirige a una globalización en versión 2.0, en la cual los países tendrán que hacer la mejor combinación posible entre apertura y autosuficiencia estratégica. Habría que comenzar a dar los pasos que permitan hacer una diferencia en tres o cinco años para fortalecer el control de daños frente a las emergencias. Estados Unidos, Inglaterra y ahora el resto de Europa están tomando medidas en esa dirección tras la volátil situación de los últimos tiempos.
No se trata de desenterrar muertos de las viejas tesis tercermundistas. No se requieren discursos pomposos ni crear organismos de siglas imposibles. Simplemente reaccionar sin ingenuidades y con absoluta practicidad al hecho de que ante la crisis las potencias actúan en su estricto beneficio. La posibilidad de que Andrés Manuel López Obrador, Lula da Silva, Alberto Fernández, Gustavo Petro y Gabriel Boric presidan los destinos de México, Brasil, Argentina, Colombia y Chile (por mencionar los principales y de cumplirse los pronósticos electorales), abre posibilidades de explorar entre pares y amigos alternativas conjuntas respecto algunos rubros estratégicos. Esto no significa que México dé la espalda a su vital proceso de integración con Norteamérica, o que Brasil, Chile y Argentina sacrifiquen cuotas del mercado internacional que tan trabajosamente han conseguido. Pero sí entender que no se puede ser rehén pasivo de las veleidades de los mercados o, peor aún, de los humores del inquilino de la Casa Blanca.
En la próxima Cumbre de las Américas, que habrá de celebrarse en junio en Los Ángeles, California, estos temas serán el elefante rosa del que no se hablará dentro de las salas de conferencia, entre otras cosas porque el anfitrión preferirá ceñirse a la agenda “democracia y migración”, señalada de antemano. Pero en los pasillos y lobbies de hotel estos serán los temas de conversación. Y si no aquí, en cualquier otro lado, siempre y cuando tomen conciencia de que los vientos bolivarianos han soplado de nuevo.
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