Lorca sale de la fosa


Empecemos por el final. Ese final que todos conocemos bien: Lorca es fusilado en una noche sin luna de agosto de 1936. Las lágrimas se desbordan después de una hora y media larga de función y el público estalla en un aplauso emocionado. Cierto que la representación de la que hablamos es la de la noche del estreno en Madrid —el pasado jueves, en el Teatro Español— y el patio de butacas estaba lleno de amigos, pero lo mismo ha pasado en las ciudades por donde ha girado este espectáculo desde que se estrenó el pasado noviembre. Puede gustarte mucho o poco la obra de Lorca, sentirte más o menos sensibilizado con la memoria de los desaparecidos del franquismo o incluso no estar de acuerdo con la intención política que atraviesa sin disimulo la obra, pero lo que ocurre en el escenario está por encima de todo eso: teatralmente es impecable y por eso los espectadores se emocionan, más allá de confluencias ideológicas.

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Hablamos de Una noche sin luna, el texto que Juan Diego Botto empezó a idear hace tres años como un recital de poemas de Lorca y ha acabado siendo un monólogo interpretado por él mismo, que recorre los últimos años de la vida del poeta. Pero no es un biopic al uso, pues no pretende recrear todo lo que le ocurrió en este tiempo, sino presentarlo como un espejo del presente a través de una artimaña dramática muy eficaz: Botto lo hace salir de la fosa donde está enterrado (“donde me tenéis abandonado”, dice en un momento de la función, aunque sin rencor) para que él mismo nos cuente episodios de su vida y los comente (a veces recreándolos) como si los estuviera recordando ahora. Como si quisiera hacernos su propia interpretación de lo que ocurrió, mirándolo con los ojos del presente. Evidentemente, ese Lorca que habla hoy tiene mucho del propio Botto y el actor no lo oculta. Al revés, juega con ello: a veces no se sabe quién de los dos habla. Pero precisamente gracias a esa identificación (casi transustanciación) que se produce entre el personaje y su intérprete, muchas de las palabras que el poeta escribió o pronunció hace casi un siglo suenan como si hubieran sido dichas ahora. Resuenan con fuerza sus escritos e ideas sobre la censura, la literatura, el teatro, la educación, la nación.

La otra gran virtud del espectáculo es la exploración que hace Botto de la personalidad de Lorca. Un Lorca vital, alegre, con un gran sentido del humor, seductor, comprometido con sus ideas. El actor se mete al público en el bolsillo, lo encandila con un personaje encantador, de manera que cuando llega el momento del fusilamiento la pena no es ya solo por aquel Lorca que vivió un siglo atrás, sino por el que hemos conocido sobre las tablas a lo largo de la función. Un personaje de carne y hueso, más allá del mito. De ahí la emoción.

La intención política del espectáculo es evidente y no se oculta. Más de una vez Botto incide en ello con escenas que interrumpen desde el presente el relato sobre la vida del poeta. Por ejemplo, cuando simula que un espectador le abronca desde el patio de butacas por el sermón ideológico que nos está echando. Hay mucha ironía ahí, por supuesto, pero no desentona: la situación está claramente inspirada en La comedia sin título, la obra teatral que Lorca dejó a medias cuando fue asesinado.

Sergio Peris-Mencheta dirige con elegancia y sutileza el espectáculo, dejando todo el protagonismo al texto y al actor. La escenografía de Curt Allen Willmer, una especie de tablao de madera lleno de polvo de cuyo subsuelo Botto va extrayendo objetos y elementos de tramoya, como si estuviera desenterrando lo que nunca debió quedar enterrado, acompaña el fin último del montaje, confesado por el propio intérprete durante Una noche sin luna: un ejercicio de memoria necesario para saber quiénes somos.

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