Los bajos fondos de Madrid donde quedaron atrapadas 10 menores explotadas

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Son más de 700 folios de literatura en la que se encuentra lo peor del ser humano. Escenas que se desarrollan en algunos lugares del sur de la capital, en Vallecas, San Cristóbal y Villaverde, profusamente descritas ahora en el sumario de la Operación Sana, tras la detención de 37 adultos y la liberación de 10 menores, varias de ellas acogidas en residencias públicas de la Comunidad de Madrid. Las palabras descarnadas de las niñas transmiten la facilidad con la que habían naturalizado sus adicciones, los abusos y la delincuencia con la que convivían. A través de sus relatos se atisba una forma de esclavitud moderna en la que no hacen falta siquiera cadenas ni barrotes. La instrucción lleva a preguntarse cuántas menores pueden seguir ahora mismo en esa situación.

Los policías de la Unidad de Familia y Atención a la Mujer describen sin adjetivos en sus diligencias cómo son y se comportan los habitantes de este submundo. TP1 (Testigo protegido 1) es una niña de 14 años que está acogida en una residencia pública y se escapa con frecuencia. El padre de TP1 abusa de ella y vende los servicios sexuales de su hija a terceros. La madre de TP1, que vive separada, conoce la situación porque lo declara a la policía cuando le preguntan, pero no se ha molestado en denunciarlo. El primo de TP1 es amable con ella, pero también es testigo de todo cuando sucede, quizás no ha conocido otra cosa. Ese es el núcleo familiar de la menor, de TP1.

Las 10 menores liberadas tienen un perfil parecido, víctimas del desamparo. Los educadores y funcionarios asisten a un sistema impotente y sin medios para remediar la situación. Saben lo que pasa y conocen el proceso: eliminan su voluntad con la droga y la dependencia las convierte en esclavas modernas: todas tienen su móvil, todas acceden a redes sociales. En las redes conocen a otros jóvenes, que se convierten primero en presuntos novios y luego en dueños. Es un itinerario vital lleno de trampas.

La red se extendía en poblados y narcopisos, pero también en el mundo virtual. Según las investigaciones, el Instagram o el número de teléfono de las menores pasaba de unos a otros de modo que cuando querían sexo, les bastaba un clic para saber dónde encontrarlo. Sabían que una simple mención a que tenían droga era suficiente para que las niñas, a las que ya habían acostumbrado a la cocaína, acudieran. “¿Dónde estás? Dime pa’ mandarte taxi”, escribe un detenido de 23 años a una menor de 14. Ellas no tenían la capacidad de negarse. “¿Dónde estás? Ven a mi casa sin falta prepárate, cámbiate”, le espeta Metralla, otro de los cabecillas a una de las menores. Tras esto, envió un Uber de uno de los pisos de la red hasta su casa, en la que tenía instaladas varias cámaras de seguridad. La red también instaló dispositivos como este en la entrada de otros locales usados para la venta de droga, como medida de precaución.

Las declaraciones de las menores liberadas sorprenden por la naturalidad con lo que habla de las peores experiencias. “Estaba como de moda acostarse con ellos a cambio de droga”, cuenta una de las niñas, con ese lenguaje típico de las adolescentes. Los policías están acostumbrados a moverse en estos límites, pero esta operación ha destapado la realidad con la que conviven muchos menores diariamente. Una de las víctimas entregó en confianza a los investigadores del caso una carta de cinco folios en los que trataba de poner en orden sus pensamientos, tras casi un mes alejada de las compañías que le habían llevado a los abismos. En un gesto que denota una timidez infantil, pidió a los policías que lo leyeran en la comisaría, no delante de ella. “Tengo 15 años y mi vida ha sido un desastre”, comienza la misiva.

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Estanco al que consiguió llegar una de las menores para pedir ayuda.
Estanco al que consiguió llegar una de las menores para pedir ayuda.JUAN BARBOSA

En el sumario constan las llamadas de auxilio que de un modo u otro realizaron las menores. Una le envió a una educadora social una foto de su ojo morado durante una de sus fugas, pero cuando la trabajadora trató de convencerla para que regresara no supo más de ella. Fue encontrada por la policía unos días después abrazada a uno de los detenidos en la operación. A otra de las chicas que se fugaba de casa la localizaron en un piso okupa sentada en las piernas de un adulto al que ella se refería como su “novio”. Otra escribió a un familiar desde el teléfono de Kalifa, otro de los detenidos, en el que le pedía que la fuera a recoger porque estaba en un poblado chabolista “muy mal”. Este familiar la buscó durante varias horas hasta que la localizó junto al Kalifa. La liberación era temporal: no les importaba entregar momentáneamente a las chicas, porque sabían que acabarían volviendo a ellos. “Yo no era así, todo comenzó cuando conocí al Kalifa, él me enganchó a la droga”, asegura una de las menores.

No todas escapaban de sus centros, algunas lo hacían de sus propias casas. Una madre denunció ya en 2019 las desapariciones de su hija, en las que sospechaba que iba a consumir droga con adultos a los poblados chabolistas de San Cristóbal. En esa declaración ante la policía, relató que la chica (17 años) había empezado a cambiar tras “un encuentro con una mujer en una parada de autobús de Legazpi”. Tuvieron que pasar casi dos años para entender que ese relato y los nombres que esa mujer facilitó en su denuncia encajaban con los que proporcionaron varias menores en el transcurso de la Operación Sana, que comenzó en abril de 2021.

Esta investigación habla también del vacío al que se enfrentan los padres que ven la caída en picado de las adolescentes. La madre de una de las víctimas intentó retener a la fuerza en casa varias veces a su hija para evitar que volviera a consumir. “Mi familia no me entiende”, dijo la menor a los policías. Esta mujer llegó a ir a las chabolas en busca de su pequeña y averiguó dónde estaba de boca de otra menor ahora también liberada por la policía: “Te la han metido primero a despachar droga y ahora, como consumía mucho, la tienen ahí abajo, donde las mandan prostituirse para sacar dinero”. Otra familia llegó a mudarse desde Guadalajara, donde residía, a una casa en Villaverde, donde escapaba su hija, para “estar más cerca de ella” en un esfuerzo desesperado por recuperarla. “Mi hija no es la persona que era antes, ayúdenme a recuperarla, que alguien la saque de este peligro”, llegó a suplicar esta madre a los agentes.

Una de las niñas relata que, en pleno confinamiento, cuando tenía 16 años empezó a fugarse de casa y acudir al distrito de Villaverde con sus amigas. En concreto a uno de los polígonos en el que las empresas de bricolaje y saneamiento conviven con poblados chabolistas, iglesias evangélicas y naves abandonadas que se han convertido en refugio del narcotráfico a pequeña escala. En sus calles, a plena luz, las prostitutas pasean por unas aceras llenas de desperdicios. Cuando no están, permanecen en ellas las sillas de plástico o mimbre en las que esperan nuevos clientes, hasta que regresen. Ella sabía que en los pisos a los que acudía se traficaba con droga y así fue como entró en contacto con la cocaína. Allí conoció al Ñoco, el primero que se la dio a probar, un chico “con la mano torcida por un machetazo”.

Él le pidió que llevara la droga encima, consciente de que las consecuencias para un menor son mucho más laxas si les pillan. Cuando la menor perdió uno de estos alijos al asustarse al ver a la policía fue su perdición. “Me dijo que tenía que trabajar para él para devolverle todo. Cuanto tú pierdes una cosa así, te sientes con un peso en la mente que te va atacando todo el rato”, cuenta ella a los investigadores. Sus palabras reflejan el miedo si se enteran de que está hablando con los agentes: “Mandaría a alguien a hacerme daño para no mancharse las manos”.

En una ocasión fueron los propios padres de una menor los que organizaron una batida para encontrarla y cuando lo hicieron se vieron rodeados por varios miembros de esta red que les increpaban para evitar que se la llevaran. Una y otra vez, las menores volvían a escaparse en una espiral sin fin. El listado de los modos en los que las hallaron es infinito: dormida al raso en la puerta de una chabola, en un piso okupa somnolienta con dos adultos, deambulando por la calle… Los agentes sabían, por desgracia, dónde podían localizarlas.

Uno de los poblados derruidos en los que operaba la red que explotaba a menores en Madrid.
Uno de los poblados derruidos en los que operaba la red que explotaba a menores en Madrid.DAVID EXPOSITO

Y, mientras todo esto sucedía en algunas calles de Madrid, tanto la Fiscalía de Menores como la Dirección General de Infancia, Familias y Natalidad tuvieron constancia en agosto por la policía de la situación de vulnerabilidad de al menos una de las niñas, cuyo deterioro se hacía más y más evidente a ojos de todos los funcionarios cada vez que volvía al centro de menores. Ella misma lo decía: “Estoy viviendo al límite, no voy a acabar bien”, le confesó a una de sus educadoras.

Los fiscales informaron a la policía de que el régimen cerrado en estos centros solo se aplicaba a menores condenados y la Administración no la transfirió a una residencia especializada hasta un año después de que comenzara a escaparse de su centro. Cuando todo se destapó, la Comunidad negó incluso en redes sociales que las menores fueran tuteladas, a pesar de que los responsables de sus centros habían estado presentes como tutores legales en algunas de las declaraciones de las menores.

La Operación Sana ha sido la actuación policial más importante desarrollada en Madrid en los últimos años porque describe lo peor de sus bajos fondos, esa mezcla de delincuentes de bajo nivel, miembros de bandas, raperos sin escrúpulos y clientes adultos que buscan satisfacerse con menores y, lo que es peor, saben dónde encontrarlas. Un Madrid negro que no consta en las guías.

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