Los bárbaros cabalgan de nuevo en la mente de un exsoldado ciego

Es la hora nona, las tres de la tarde, del 20 de junio de 451 en los Campos Cataláunicos. Atila ordena a sus hombres formar y da comienzo la batalla. La caballería de los hunos aumentada con jinetes sármatas, se abalanza, carga tras carga, sobre el contingente de romanos, alanos, sajones y burgundios. Mientras, los ostrogodos de Valamiro se precipitan sobre los visigodos de Teodorico. Vuelan jabalinas y venablos. Se llega al cuerpo a cuerpo con lanza, scrama ―la daga goda― y espada… Cubren el cielo como letal granizo los proyectiles de las hondas y las flechas en la tormenta del combate. La sangre desborda el riachuelo que atraviesa el campo de batalla. El hombre que describe la lucha como si la estuviera viendo ―aunque, paradójicamente, es ciego a causa de un terrible accidente con explosivos― es el historiador y exmilitar profesional José Soto Chica (Santa Fe, Granada, 49 años), autor de ensayos y novelas en los que revive de manera realista la guerra de la antigüedad tardía (o una escena de cama de la reina Govinda). Soto Chica también fue herrero y trabajó en una fragua, lo que le otorga asimismo una perspectiva curiosa, digna de Sigfrido y Conan, para hablar de los tiempos de hierro. Entre sus obras figuran Imperios y bárbaros, la guerra en la edad oscura; Los visigodos, hijos de un dios furioso (ambas en Desperta Ferro) y El dios que habita la espada, ganadora del último premio de narrativas históricas Edhasa.

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¿Cómo logra parecer que es un testigo presencial? “Es como lo siento”, explica tras sus grandes gafas oscuras de moderno Homero. “Alguien dijo que somos más hijos de nuestras frustraciones que de nuestras virtudes: yo tengo la particularidad de que no veo, así que intento ver la historia en mi mente, y describo esas imágenes. Trato de convertir mi carencia en ventaja y poner en lo que escribo aquello que me gustaría ver. En realidad, si puedes describir el pasado es porque de alguna manera lo ves”. ¿Por qué esa pasión por los bárbaros? “La antigüedad tardía, la época de las invasiones, es un tiempo de crisis y de cambio, y las crisis y cambios siempre son muy atractivos para un escritor. Nunca sabes hacia dónde podía haber ido la historia, es muy interesante. Y es un mundo crepuscular que tiene un cierto sentido romántico. Los bárbaros son los otros, los que están fuera del imperio, el lugar que ofrecía seguridad y prosperidad. No querían destruir Roma, buscaban incorporarse a su esfera”.

'La entrada de los hunos en Roma' (1887), por Ulpiano Checa.
‘La entrada de los hunos en Roma’ (1887), por Ulpiano Checa.

De la aureola de salvajismo de los bárbaros, uno de cuyos iconos es el famoso cuadro La entrada de los hunos en Roma, de Ulpiano Checa (portada de uno de sus libros), dice el escritor que “seguimos siendo víctimas de la visión romana del mundo, ese cliché es lo que querían que creyéramos los romanos. Para ellos, los bárbaros eran irracionales; culturalmente es cierto que estaban a años luz y que no tenían historia hasta que se encontraron con Roma o, como dice San Isidoro, hasta el momento en que los romanos pusieron a prueba su valor contra ellos”. El santo historiador lo decía concretamente de los godos. Soto Chica tiene una querencia especial por los visigodos. “Crecí como historiador con Bizancio, Persia y el primer Islam, pero es cierto que me interesan mucho los visigodos, que son en realidad un pueblo creado por Alarico, originariamente una banda guerrera, los visi, los brillantes, dorados occidentales, que amalgamaba distintas tribus godas pero también otros guerreros germanos, alanos, gépidas, sármatas… No hizo otra cosa Alarico que crear un pueblo y humillar a Roma”. Pronuncia la frase el escritor con el tono profundo de un bardo de Cimmeria.

Tras saquear Roma en el 410, los visigodos se llevaron los tesoros y trofeos sagrados de la ciudad. “Ese tesoro, que incluía la Mesa de Salomón y otros objetos del ajuar del templo de Jerusalén llevados por Vespasiano y Tito, pasó a ser parte de la identidad nacional visigoda; les aseguraba continuidad con las hazañas de Alarico y de alguna manera los hacía herederos de la propia Roma”.

Soto Chica, en sus tiempos de casco azul en la guerra de Bosnia en febrero de 1995.
Soto Chica, en sus tiempos de casco azul en la guerra de Bosnia en febrero de 1995.

¿Qué fue antes en Soto Chica, el militar o el historiador? “Primero me interesó la historia, luego fui militar y luego historiador, y luego novelista y también historiador. Trato de sacar partido de haber visto guerras y combates. Mi primer libro de niño, a los siete años, fue una edición juvenil de la Anábasis de Jenofonte. Y desde entonces para mí la historia siempre fue algo vivo. Crecí como lector en la biblioteca de mi pueblo, la lectura siempre ha sido esencial en mi vida. De hecho, mi madre al enterarse de mi accidente lo primero que preguntó tras saber que viviría fue: ‘¿Podrá volver a leer?’. Explica el escritor que a los 18 años quería ser objetor de conciencia, pero hizo el servicio militar para no decepcionar a su padre. Lo realizó en la Brigada Mecanizada XI en Badajoz. Y a resultas de la experiencia decidió hacerse militar profesional. Antes había sido herrero. “A los 17 años dejé el instituto y me puse a trabajar en una fragua en mi pueblo, fueron tres años muy bonitos. Ser herrero es ser un poco mago. He forjado muchas cosas, no espadas, pero sí algún cuchillo”.

De enero a abril de 1995, Soto Chica estuvo de voluntario en Bosnia como casco azul con la Agrupación Extremadura. “Fue muy enriquecedor, y a la vez un choque: no se parecía en nada a lo que creía que era una guerra, sin épica ninguna, terrible y desagradable. Recuerdo entrar en Mostar y ver toda aquella destrucción absoluta, y los niños que te desgarran el alma. La guerra es una porquería. El gran fracaso colectivo del ser humano. Muchos milicianos llevaban cetmes, construidos por nosotros: la guerra te quita la inocencia”.

El accidente con explosivos

Soto Chica regresó a su base de Cerro Muriano (Córdoba), y allí sufrió el accidente. “Fue en el campo de maniobras. Yo hacía de artificiero, desactivaba y levantaba explosivos. Un teniente muy joven que no tenía que estar allí ―no había hecho el curso de explosivos― cometió una serie de errores que condujeron a una explosión inesperada. Yo estaba detrás. Él murió de una forma espantosa. Tres kilos de trilita, una brutalidad. Se le cayó al suelo el cebo y al acercarlo a la mecha explotó. A mí la explosión me arrancó una pierna de cuajo y la vista. Había explosivo para hacer saltar un coche a 40 metros. Tardaron cuatro horas en darnos asistencia. Yo estuve luego 14 días en coma. Pero a los seis meses ya estaba en la universidad”.

¿Cómo es sufrir una experiencia así? “Al alcanzarte la explosión sientes como si te recorriera un calambre brutal. Pensé que había pisado un cable de alta tensión. Luego pánico. Notas que te vas, y quieres volver adentro de ti, desesperadamente. Al principio no podía gritar, cuando logré hacerlo fue una liberación”. El escritor apenas mueve los labios. La oscuridad tras las gafas parece absorber toda la luz de la tarde en el bar. “Cuando me incorporé vi que no estaba la pierna sino jirones y hueso astillado. Hubo una segunda explosión. Parecía un ataque. Sentía un miedo atroz, te quieres agarrar a la vida. Una debilidad extrema tras el corrientazo”. ¿Dolor? “Al principio no, solo el miedo. Luego viene. Lo que te descoloca de verdad es el miedo”. ¿Supo que se había quedado ciego? “Sí, desde el principio, tenía la cara muy dañada. Me reventaron los globos oculares. Llevaba el subfusil Zeta cruzado sobre el pecho y se dobló completamente contra mi cuerpo. Hubo otros soldados heridos, en total 10, uno perdió el pene y los testículos, otro también la vista”.

Después de algo así, uno se pregunta cómo el escritor puede hablar de ello y llevarlo con tanta naturalidad. “No lo sé, un médico me dijo: ‘Puedes hacer dos cosas, ser un problema para los demás o no’. Cuando quedas así, mutilado, dependes para siempre de la gente y yo no quería ser un coñazo amargado”. Tenía 24 años.

Combate de romanos y bárbaros en el sarcófago Ludovisi, en Roma.
Combate de romanos y bárbaros en el sarcófago Ludovisi, en Roma.

Es raro que alguien combine con tanta fortuna historia y novela. “Para mí la historia es vida y ha de ser interesante, si solo es erudición puedes hacer algo insoportable; en España hemos hecho mucha dejación de la divulgación, que requiere capacidad narrativa. El paso a la novela es natural: si te gusta la historia le pides algo más, saber por qué Leovigildo tenía esa capacidad de ser implacable, ese algo más te lo permite la novela, como hago en El dios que habita la espada”.

Al preguntarle cuál es su episodio histórico favorito, su gran momento, se le ilumina el rostro, marcado con pequeños puntos donde aún conserva bajo la piel fragmentos del explosivo. “La aparición del emperador Heraclio en el 622 ante sus tropas, el último gran ejército de campaña del Imperio romano, junto al lago de Nicea, con el calzado negro militar y no con las botas púrpuras, para mostrarse como un soldado más que iba a conducirlos contra los persas desde primera línea. Heraclio, que vencerá en la batalla de Nínive, empuña como estandarte la sagrada Cristopolia o Mandylion, el Santo Rostro de Edesa, impreso milagrosamente, como la Sábana Santa. Un día se le tendrá por el primer cruzado, el recuperador de la Vera Cruz, y el mayor héroe de Europa, más que el rey Arturo o el Cid, y todos los monarcas se querrán descendientes de él, incluido Felipe II. Heraclio ante sus tropas, ¡qué escena!”.


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