Hasta la aciaga tarde del pasado día 3, Alberto Casero se podía considerar uno de los parlamentarios del PP más aplicado en las votaciones. Antes de saltar infelizmente a la fama por el error que permitió al Gobierno sacar adelante la reforma laboral, Casero solo sumaba dos equivocaciones sin trascendencia en dos años de legislatura, menos, por ejemplo, que las nueve de su jefe, el secretario general del partido, Teodoro García Egea, y a un abismo de su compañero Celso Delgado, el diputado más fallón del Congreso, con 65 deslices contabilizados. Casero arrastrará para siempre la cruz porque se lio con los botones para votar el día más inoportuno, pero eso no lo convierte en una excepción: dos de cada tres de los 424 parlamentarios que están o han pasado por la Cámara desde enero de 2020 la han pifiado alguna vez.
Un análisis sobre 2.971 votaciones públicas llevadas a cabo en el pleno del Congreso desde el inicio de la actual legislatura revela que el error al votar es moneda corriente, sobre todo en el PP, que suma más de un tercio (670) de los 1.789 contabilizados por EL PAÍS. El PSOE presenta un número sustancialmente más bajo, 139, inferior incluso a los de Unidas Podemos (257) y Vox (210), con muchos menos miembros en sus grupos. La estadística ha registrado como equivocaciones todas aquellas veces en que un diputado vota diferente a su grupo sin que haya expresado que esa divergencia obedezca a una posición política o a una cuestión de conciencia. El error puede ser por una confusión con los botones para votar, una mala lectura del texto que se somete al pleno o un malentendido al interpretar las directrices del grupo. Más del 90% de esos deslices se han registrado en votaciones telemáticas, que han sido las más corrientes desde la explosión de la pandemia y en las que normalmente la Mesa del Congreso concede plazos que pueden ser hasta de horas para que los parlamentarios expresen sus opciones desde un ordenador personal.
Casi nunca decisivos. Aparte del episodio de Casero, solo hay otro caso en que una pifia dio la vuelta al resultado. Ocurrió el 22 de julio de 2020, cuando se llevaron al pleno los dictámenes de la comisión creada para proponer planes de reconstrucción tras la pandemia. Dos diputados socialistas, Agustín Zamarrón y Noemí Villagrasa, votaron contra el informe sobre políticas sociales y eso facilitó que resultase derrotado por 175 a 171 votos. No fue el único resbalón de ambos ese día, ya que se pronunciaron contra otros dos dictámenes. En uno de ellos, el de políticas económicas, al lapsus triplemente reiterado de los socialistas se unió el de Marisa Saavedra, de Unidas Podemos, que emitió un voto presencial cuando lo había pedido telemático. La Mesa lo anuló por ello y el marcador acabó en empate. Los parlamentarios pudieron enmendarse, aunque no por las razones que esgrime ahora el PP tras el episodio de Casero —nunca se ha permitido corregir un error— sino porque el reglamento obliga a repetir una votación si se ha registrado una igualdad. Lo mismo le sucedió a Rosa Medel, también de Unidas Podemos, cuando su involuntario no puso en peligro, el pasado julio, el proyecto para regularizar al personal interino de la Administración. Hubo empate y Medel acertó a la segunda.
Un mal día. En descargo de los diputados debe reseñarse que se producen votaciones, como las de los Presupuestos del Estado, que son una selva intrincada y muchas veces abstrusa. Tener un mal día en una de esas ocasiones puede acarrear consecuencias nefastas. Le sucedió el 24 de noviembre último a Norma Pujol, de ERC, cuando se puso ante el ordenador para decidir telemáticamente sobre 451 enmiendas a las cuentas públicas. Tanto se enredó que acabó votando mal 52 veces, 29 de ellas en contra o sin refrendar las propuestas de su propio partido. Esa concatenación catapulta a Pujol al segundo puesto de los más fallones de la legislatura. Y no fue la única ese día. Joseba Agirretxea, del PNV, patinó 31 veces, mientras en el PP se vivía una masacre: Celso Delgado (22), Luis Santamaría (18) y Carlos Aragonés y Juan José Matarí (15 ambos). Sin llegar a tanto, los cuatro populares, que, salvo Santamaría, acreditan una larga experiencia en la Cámara, han vivido más días para olvidar en estos dos años y copan las primeras posiciones en la clasificación de desaciertos.
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Un ‘no’ desatado. No se ha explicado si fue también una jornada infausta o un gesto de rebeldía —por eso no se ha contabilizado en la estadística— lo que acometió al joven periodista y diputado de Vox Manuel Mariscal el 21 de julio de 2020. Su grupo había decidido no participar en la votación de las enmiendas a los dictámenes de la comisión de reconstrucción, pero Mariscal no se sintió aludido y lo dio todo para apretar en su ordenador el botón del no como si no hubiese un mañana. Completó 336. Aparte de ese día, Mariscal reúne otros 11 deslices comprobables. La lista de su grupo la encabeza Francisco José Alcaraz, con 27 fallos, de los que 20 son producto de una sola jornada. Y eso que Vox no ha participado en las votaciones más complicadas, esa a la que Mariscal se entregó con furor y también las de los cientos de enmiendas a los dos últimos Presupuestos.
Votar para el adversario. Tan cierto como que hay votaciones en las que parece imposible no perderse —centenares de textos con enunciados que son un homenaje al burocratismo más laberíntico, tipo “sustituir el apartado uno por el dos y añadir otro a la disposición adicional tercera”— es que los diputados también se extravían a veces ante propuestas de apariencia mucho más sencilla. Y a menudo acaban respaldando sin querer tesis del adversario político. El pasado 11 de noviembre, el socialista Herminio Sancho debió de levantarse con el pie izquierdo porque votó a favor de un texto de Vox que acusaba al Gobierno de “despreciar sistemáticamente el Estado de derecho”, en contra del decreto de ayudas a los damnificados por el volcán de La Palma y en contra también de prorrogar las restricciones a los desahucios y los cortes de suministro mientras dure la pandemia. Iñigo Barandiaran, del PNV, se unió otro día a una iniciativa contra el concierto económico vasco. Pedro Requejo, de Vox, y Teresa Jiménez Becerril, del PP, votaron a favor de la eutanasia, y Jaume Asens, de Unidas Podemos, en contra del dictamen de la ley de educación. Otros tres de Vox, Tomás Fernández, José María Figaredo y Rubén Darío Vega, apoyaron prórrogas del estado de alarma descalificadas con contundencia por su partido. Carmen Calvo y Pablo Iglesias, cuando eran vicepresidentes, se opusieron en una ocasión a regular la estabilidad presupuestaria. Iñaki Ruiz de Pinedo, de EH Bildu, le echó una mano a Vox en su intento de recuperar el despido por faltas reiteradas al trabajo aun en caso de baja médica —mientras dos diputados de Santiago Abascal pulsaban el no a su propuesta— y su compañero Oskar Matute se alineó con la pretensión del PP de tumbar la ley que penaliza el acoso a las mujeres que quieren abortar. Dos socialistas votaron contra las ayudas por el Filomena y la portavoz adjunta de Vox, Macarena Olona, contra una propuesta de su grupo, uno de los lapsus más abundantes. En un mismo día, Ferran Bel, del PDeCAT, llegó a rechazar tres enmiendas que llevaban su nombre en el enunciado.
Presencial o telemático. Adriana Lastra, entonces portavoz del grupo socialista, resbaló el 20 de mayo de 2020 y pulsó el botón de la abstención en una de las prórrogas del estado de alarma. Lo extraño es que Lastra era la jefa del grupo y una de las escasas diputadas socialistas que se encontraba en el hemiciclo para el voto presencial. Solo que estar en la Cámara no es una garantía contra la confusión. Cuando todos ocupan sus escaños, una persona designada por el grupo canta el sentido de la votación y lo acompaña con un gesto extendiendo los dedos: uno para el sí, dos para el no y tres para la abstención. Las consignas no siempre se reciben bien. Sobre todo entre los que se sientan, más alejados, en las alturas de la Mesa de la Cámara, varios de cuyos miembros acumulan equivocaciones en trámites presenciales. La vicepresidenta tercera, Gloria Elizo, de Unidas Podemos, votó siete veces en el hemiciclo en disonancia con su formación, además de otras 19 por vía telemática. La votación desde un ordenador personal ofrece sus ventajas para evitar los descuidos: obliga a ratificar el voto y el diputado dispone de mucho más tiempo para cerciorarse de lo que se está sometiendo al pleno.
Errores masivos. Algo pasó con toda la plana mayor de Unidas Podemos el 25 de junio de 2020. Pablo Iglesias, Yolanda Díaz, Irene Montero, Ione Belarra, Alberto Garzón… Todos ellos se abstuvieron ante un punto de una moción de la CUP que, sin embargo, respaldó la mayoría del grupo. Este tipo de equivocaciones masivas es corriente. Les han sucedido varias veces al PP y a Vox. A los populares, sin ir más lejos, en otra de las votaciones del mismo día en que Casero se convirtió en carne de meme, cuando nueve de sus parlamentarios votaron diferente al grupo. Estos incidentes revelan que el reparto de directrices chirría con cierta facilidad, como lo prueba que a veces pequeños núcleos de tres o cuatro parlamentarios coincidan en el desacierto en sucesivas votaciones.
Los jefes también yerran. El portavoz es el que manda en el grupo y quien se encarga de difundir las directrices. Lo lógico es que se equivoque menos, aunque tampoco está a salvo. Solo uno de ellos, el socialista Héctor Gómez, puede presumir de un casillero en blanco. La popular Cuca Gamarra suma tres; Iván Espinosa de los Monteros, de Vox, Edmundo Bal, de Ciudadanos, y Aitor Esteban, del PNV, dos, y Pablo Echenique, de UP, y Gabriel Rufián, de ERC, uno cada uno. La palma, con 12 —cuatro de ellos presenciales— se la lleva Mertxe Aizpurua, de EH Bildu, grupo que tiene también a uno de los diputados más persistentemente fallones, Jon Iñarritu. Asens, presidente del grupo de UP, acumula 19 deslices y Olona, número dos de Vox, seis.
Los que nunca fallan. En el interminable océano de desatenciones, hay una isla: los líderes de los dos principales partidos y la máxima autoridad del Congreso. Ni Pedro Sánchez —al que sí le ocurrió cuando estaba en la oposición— ni Pablo Casado ni Meritxell Batet han errado nunca en estos dos años. La vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, tiene uno, aunque fue parte de una confusión masiva, lo mismo que Abascal. Inés Arrimadas se equivocó tres veces. Tampoco se libran otros diputados que son ministros: Alberto Garzón, con siete, tres de ellos el mismo día que Casero; Irene Montero, con seis, e Ione Belarra, con cinco. Pablo Iglesias acumulaba otros siete antes de dejar el Congreso.
Los más pequeños, los que jamás meten la pata
Isidro Martínez Oblanca, el único diputado de Foro Asturias, suele bromear: “Yo nunca me equivoco en las votaciones”. Una parte de lo que dice no merece discusión: difícilmente los parlamentarios solitarios del Congreso se van a equivocar con las directrices que se imponen a sí mismos, aunque sea consulta previa al partido. Pero tiene su lado engañoso, porque si uno de ellos vota involuntariamente lo que no quería, es casi imposible advertirlo, a no ser que se trate de un error muy grueso como el de rechazar una propuesta de ellos mismos.
En el análisis de las casi 3.000 votaciones públicas de estos dos años, no se ha detectado ningún desliz de ese calibre en Oblanca, como tampoco en los únicos representantes de Compromís, BNG, Coalición Canaria, Nueva Canarias, Partido Regionalista de Cantabria y Teruel Existe. En el Grupo Mixto se sienta otro parlamentario solitario, Pablo Cambronero, fugado de Ciudadanos, que contabilizaba diez pifias mientras permaneció en ese grupo.
Si un único parlamentario es garantía de no equivocarse, dos ya constituyen multitud. Y ahí, aunque en menor medida, entran en juego los desaciertos. Hay tres de estos dúos en la Cámara y en los tres se han detectado disonancias en sus votaciones: 18 entre los dos de la CUP, 13 entre los que acaban de ser suspendidos de militancia en Unión del Pueblo Navarro (UPN) y otros siete en Más País-Equo. Solo que en este caso no se puede discernir quién de los dos cometió el patinazo.
En EH Bildu a veces sucede lo mismo, porque sus cinco diputados se dividen tanto que resulta difícil identificar cuál era la postura oficial. El grupo abertzale colecciona fallos en votaciones de menor trascendencia. Hasta que llegan las importantes, y también más complicadas, como las enmiendas a los Presupuestos. Entonces casi no muestra una fisura.
Los diputados solitarios permanecen a salvo del fallo y a la vez pueden sacar cierto partido del ajeno. Le pasó al nacionalista gallego Néstor Rego, a quien un descuido de la socialista Esther Peña le proporcionó un pequeño alivio y le evitó que una enmienda que había presentado solo cosechase su propio voto entre 350. A Oblanca ya le sucedió en una ocasión esta legislatura que nadie más respaldase una propuesta suya. Ni siquiera un error acudió en su socorro.
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