Las calles de Ceuta se han llenado de escondites. El bosque, los espigones de bloques de hormigón, el cementerio y hasta los desagües que llevan a la playa esconden las sombras de decenas de inmigrantes que huyen de la policía. Están heridos, fatigados, sucios y comen solo gracias a los vecinos. Son todos aquellos a los que los agentes no han logrado expulsar tras la entrada multitudinaria de la semana pasada, y que se resisten a volver. Hay muchos niños.
Bilal, de 19 años, y Yawad, de 17, pasan la tarde agazapados en un canal de menos de medio metro de altura que descarga las aguas fluviales en la playa de Benítez. El pasadizo, profundo y oscuro, está lleno de algas y basura, pero no es buen momento para salir, la policía está haciendo batidas en la zona. Los dos son amigos de un barrio de Martil, a 40 kilómetros de Ceuta, y juntos cruzaron a nado la frontera el pasado lunes. Estaban —y aún están— convencidos de que a este lado tendrán una vida mejor.
“Trabajo desde los 13 años para ayudar a mi familia y seguimos igual. He trabajado como fontanero, en la obra, en todo lo que me ha salido, y nuestra vida no ha mejorado nada”, cuenta Bilal. “Mis jefes nunca pagan lo que me deben, me contratan por la mitad de horas de las que me obligan a trabajar… No quiero volver a la vida que tenía antes”, anuncia. Su amigo Yawad cuenta que trabaja desde que era un crío por cinco euros al día. “No me daba ni para comer”, dice. Su último empleo fue en una cafetería que se fue al traste con la pandemia y, después de más de un año sin ingresos, vio la luz en la locura que se instaló en la frontera hace nueve días. Yawad fantasea con cruzar a nado el Estrecho, aunque su plan más urgente es esperar sin ser visto a que las cosas se calmen y la Policía deje de perseguirlos. “Ahora mismo vivo mejor en la calle que cuando estaba en Marruecos. Prefiero que me coman los peces a volver”, explica.
El pulso que Marruecos echó a España en la frontera tras la acogida del líder del Frente Polisario Brahim Gali empujó a unas 9.000 personas a nadar hasta las playas de Ceuta. A pesar de la crisis diplomática abierta en canal por el enfado de Rabat, sus autoridades sí permitieron el retorno y las expulsiones masivas de los mismos a los que habían alentado a marcharse apenas unas horas antes. Todas las cifras de esta crisis son aproximadas, pero Interior calcula que casi 8.000 personas han vuelto forzosa o voluntariamente a Marruecos. Entre ellas se encuentran cientos de jóvenes que han sido detenidos en redadas —confirmadas por fuentes policiales y presenciadas por este periódico— que se pusieron en marcha el pasado miércoles para vaciar las calles de la ciudad.
El pequeño Mohamed aparece en el agujero donde se esconden sus compatriotas con un bocadillo de tortilla francesa y tomate fresco. Se sienta, lo parte en dos y entrega a los chicos la mitad de su botín. Lleva con él dos bolsas de plástico con una almohada y algunas prendas de ropa. Tiene solo 14 años. Cuenta que lleva años de aquí para allá, mendigando, durmiendo en la calle o donde le den una cama. No deja muy claro qué pasa con sus padres. “En Marruecos, aunque te tires dos días, no consigues 2,50 euros, pero aquí puedes sacarte 15 euros. La gente es muy amable y te da ropa y comida”, agradece. Anissa, una vecina con pocos recursos que le está ayudando en Ceuta, está intentando convencerle de que se acerque a la nave donde identifican a los menores para que le deriven a un centro, pero no hay manera: “Me he cansado ya de insistirle. Tiene miedo de que lo devuelvan a Marruecos”, lamenta la mujer.
En Ceuta siguen quedando al menos 800 menores, más las decenas de niños, adolescentes y adultos convertidos en fantasmas para no ser descubiertos. Pero, después de miles de salidas exprés en pocos días, las autoridades marroquíes han empezado a poner freno al retorno de sus nacionales. Según fuentes conocedoras de la situación en la frontera, Rabat está exigiendo comprobar que quien vuelve, voluntariamente o no, llegó entre la multitud de comienzos de la semana pasada. Ya no lo va a poner tan fácil. Tanto una niña que quiso regresar el viernes con sus padres como varias trabajadoras transfronterizas que han intentado marcharse tras más de un año bloqueadas han tenido que darse la vuelta en los últimos días. Las autoridades españolas han asumido ya que las expulsiones —cuyo procedimiento legal aún no ha sido aclarado— necesitarán a partir de ahora de muchos más trámites y que el ritmo, por tanto, bajará.
Mientras, en la playa de Benítez continúa el peregrinaje. Otro chico se acerca cojeando. Tiene una herida en la nariz y viste un pantalón de chándal gris embarrado tras varias noches durmiendo en el bosque. “Es la primera vez que estoy en la calle”, asegura. “El primer día fue horroroso. No aguantaba el frío, pero ahora ya tengo mantas, una almohada y una sábana”. Se llama Bilal, tiene 15 años y es hijo de un obrero y un ama de casa de Tetuán. Sus padres creen que vive en un centro de acogida y que está bien. “Mi madre quiere que vuelva, pero mi padre dice que me quede para tener una vida mejor”, cuenta. “Me siento mal por estar lejos de ellos, pero en Marruecos no tengo futuro”.
Bilal tampoco quiere ir a la nave donde las autoridades agruparon a cientos de chavales. Los relatos —y los rumores— sobre ese recinto, en el que se ha hacinado a una multitud de menores que tuvieron que hacer sus necesidades en el suelo, vuelan. El chico dice que lleva una semana corriendo, que está agotado y, ahora, solo. “Antes éramos cinco, pero la policía nos cogió el jueves cuando estábamos durmiendo en el monte”, afirma. “Nos detuvieron a todos, me tuvieron con las muñecas atadas durante dos horas, pero cuando vieron que era menor me soltaron sin decirme nada. A los demás se los llevaron”.
Un campamento africano a espaldas de la desaladora
Mientras los marroquíes buscan cómo pasar desapercibidos en pequeños grupos, más de 120 de subsaharianos procedentes sobre todo de Guinea, Malí y Costa de Marfil, pero también de Congo, Camerún y Liberia, se han instalado en los alrededores de la desaladora de la ciudad. La mayoría lleva años en ruta desde sus países y esperaban hacía meses su oportunidad de saltar la valla. El lunes, en mitad del descontrol de entradas, lo lograron. Chris Makon, un camerunés de 19 años, hace de traductor con sus compatriotas. Huyeron en 2019 de la espiral de violencia que asola su país. “Si no eres separatista te matan. Si eres francófono te matan. Es así de simple, por eso nos marchamos”, cuenta Makon para explicar el conflicto que mantienen rebeldes separatistas anglófonos contra el Gobierno francófono y que, según Acnur, ha obligado a desplazarse a más de 700.000 personas desde 2016.
La mayoría de los que malviven en esa especie de descampado quieren pedir protección internacional, pero una semana después siguen sin lograrlo. Les falta información, la oficina de asilo cerró durante el fin de semana y tienen miedo de acercarse a la frontera para preguntar qué hacer por miedo a su expulsión. Les ayudan organizaciones sobre el terreno como No Name Kitchen o Elin, que intentan hacer de puente con las autoridades para que se les reseñe de una vez, pero la policía, volcada en expulsar a todo el que llegó, no ha dado abasto.
Una vez identificados podrían entrar en el centro de estancia temporal (CETI), un espacio de más de 500 plazas que depende de la Secretaría de Estado de Migraciones, pero el acceso no es tan inmediato. Antes de la pandemia, el CETI acogía a cualquier inmigrante que entrase de forma irregular en la ciudad, pero la emergencia sanitaria redujo sus plazas y restringió los criterios de admisión. En esta crisis, la prioridad ha sido acoger a los más vulnerables, señalan fuentes de Migraciones.
En los últimos días el centro ha ido aceptando un goteo de entradas hasta alojar a casi un centenar de personas, entre ellas madres con bebés y un grupo de casi una veintena de refugiados yemeníes. “La entrada al centro está limitada para garantizar la realización de cuarentenas, un procedimiento que en circunstancias normales es competencia de la ciudad autónoma”, explican fuentes de Migraciones. El resto, mientras tanto, aguarda en la calle.
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