Los juegos olímpicos copulativos

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Cuando había público y la gente veía la misma tele, los juegos olímpicos eran copulativos en el sentido gramatical: conjunciones que unían a los ciudadanos del planeta en una sensación ecuménica. Era difícil sustraerse al olimpismo, aquello era una gran boda planetaria, y hasta el más cínico se ablandaba a los postres y echaba un baile. No era la pasión por el lanzamiento de martillo o los cien metros valla lo que congregaba a millones de espectadores, sino la liturgia comunitaria, el jolgorio universal.

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Me da la sensación de que eso ya no ocurre. Las retransmisiones deportivas ya no son relatos mitológicos de héroes griegos modernos, sino programación estrictamente deportiva dirigida a un público especializado. El carisma de los atletas no trasciende o está por los suelos. Los centros de alto rendimiento los robotizan y los anulan como personajes de novela. Ya no caben tramposos como Ben Johnson ni divas como Florence Griffith-Joyner.

Los quieren tan perfectos y concentrados en lo suyo que pretenden que no se apareen, para no pillar coronavirus, pero también para dar ejemplo de templanza cristiana a la muchachada. He seguido fascinado el culebrón de las camas antipolvos (en cambio, no sé nada del medallero) y me venía a la cabeza la canción de Javier Krahe No todo va a ser follar, cumbre de sabiduría estoica del cancionero. Krahe se refiere a la persona ya hecha, no a atletas en celo cuyos ímpetus no se disuaden con una camita-trampa. Quien salta ocho metros de longitud puede disfrutar del sexo suspendido en cualquier techo.

La pretensión de ejemplaridad de los atletas es un sueño hipócrita e injusto. Bastante tienen estos gladiadores con la presión de ganar como para que además eduquen a los niños en valores mojigatos. Les deseo, pues, muchos polvos antes de que alcancen la edad en que se entiende la canción de Krahe.

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