Los mercados olvidados que volvieron moderno Madrid



Las bicicletas bordean el esqueleto descarnado de ladrillo de un enorme edificio junto al Manzanares. Circulan por el mismo cauce que hace décadas recorría un ferrocarril que transportaba reses al Matadero de Madrid. Hoy esos edificios conforman una ciudad de la cultura, pero junto a las ruedas de las bicis envejece, como un hermano olvidado en el reparto de una herencia, una joya industrial de principios del siglo XX. El Mercado de Frutas y Verduras no ha tenido la suerte que rescató y rehabilitó el Matadero tras su cierre, y sigue esperando nuevo destino. 
La zona de ese mercado y matadero siempre estuvo vinculada con el abastecimiento de alimentos a Madrid. La Arganzuela y Amaniel eran dehesas donde pastaban tranquilas vacas y carneros, ignorando que les esperaba el cuchillo del matarife poco más arriba, en el entorno del Rastro y en la Puerta de Toledo, donde estaban la mayoría de casas-matadero. Aunque no solo allí: la de Saladero, especializada en la matanza de cerdos para sacar tocino, ocupaba el mismo lugar que hoy ocupan los hipsters de las terrazas de la plaza de Santa Bárbara. 
No sabemos si en Madrid nació algún Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El Perfume, arrojado por su madre al nacer a un montón de pescado podrido, pero sí que las condiciones de higiene de los mataderos madrileños eran lamentables. Estos improperios le dedicaba un cronista en 1850 al de la Puerta de Toledo. “Es un anacronismo, pero un anacronismo repugnante (…). El edificio es sumamente raquítico y todo respira menos pulcritud y aseo (…) sin ventilación, angosto en demasía, oscuro, hediondo”. La única ventaja que le ve es que está lejos del centro de la ciudad. 
No solo había que afrontar el problema de la higiene. También el del abasto. Madrid comía cada vez más. Pasa de los 271.000 habitantes en 1857 a los 840.000 en 1907. A finales del siglo XIX el Ayuntamiento convoca un concurso para levantar un Mercado de Ganados, y en 1899 el primer puesto lo gana un edificio historicista, muy del gusto de la época. Pero corren los años sin que se ponga una sola piedra. Su autor se rebela y demanda al Ayuntamiento. El consistorio abandona su plan porque tiene otro más ambicioso: construir un matadero mucho mayor. En 1907, el arquitecto municipal Luis Bellido y el ingeniero José Eugenio Ribera firman un proyecto que terminará incluyendo 48 edificios, una de las mayores construcciones de la ciudad, y que contará incluso con un ramal de ferrocarril. Nace una pequeña ciudad tímidamente neomudéjar, el Matadero de la Chopera.

Mataderos y mercados
Junto a los mataderos, pequeños y grandes, privados y públicos, abundaban desde hacía siglos los mercados. Habían surgido a las afueras de una ciudad que se agigantaba (cuando Felipe II la nombra capital en 1561 la ciudad tenía 65.000 habitantes, y para 1630 ya contaba 175.000), y terminaba convirtiendo a sus puertas de entrada en plazas ya integradas en el caserío. Plazas y calles llenas de puestos de venta, de cajones y de tenderetes, como la Plaza Mayor o la Cebada. “Debía de ser tal su densidad que entorpecían las calles de acceso y pronto hay bandos municipales para intentar regular la instalación y las condiciones de venta”, detalla Sonia Fernández, conservadora del Museo de Historia de Madrid. Detalla el caso de un predecesor de los grandes mercados cubiertos: en 1835 se construyó un edificio cubierto para el Mercado de la Corredera de San Pablo, pero como el espacio no daba para todos los puestos, muchos siguieron ocupando las calles cercanas y obstaculizando el paso. El problema no se resolvía.
Los regidores de la ciudad miran al París que luce los inmensos Les Halles, sus fastuosos nuevos mercados cubiertos. “Hay una necesidad de poner más puntos de venta. A partir de medidas higienistas surge la exigencia de mercados cubiertos sujetos a disciplina urbanística y a control sanitario”, concreta Francisco Marín Perellón, historiador y director de la Imprenta Municipal. En 1870 el Ayuntamiento impulsa un programa que construye dos edificios enormes en hierro. Los de Mostenses y el de la Cebada, a los que seguirán años después el de Chamberí y La Paz, en el barrio de Salamanca, y ya entrado el siglo XX el de San Miguel. De ellos, solo sobrevive el edificio original del de San Miguel. “La gente sí apreciaba y reconocía la arquitectura de aquellos mercados”, especifica el investigador. Con todo, la piqueta acabó con aquellas enormes estructuras de hierro fundido en Madrid, “a diferencia de Barcelona o Valencia”, aunque “sí sobrevivieron las de las estaciones de tren”, apunta.
También acabó destruido el mercado de hierro de la plaza de La Cebada, inaugurado en 1875, en el mismo lugar que ocupaba el arrabal al que llegaban para vender grano mercaderes durante la Edad Media. “Siguió funcionando durante casi un siglo”, detalla Sonia Fernández. Pero sus instalaciones quedaron obsoletas y en mal estado de conservación. “En la década de los cincuenta se planteó su derribo, pero los comerciantes se unieron en cooperativa y solicitaron que se restaurara”, especifica. En 1954, un grupo financiero ofreció construir uno nuevo a cambio de que el Ayuntamiento les diera el hierro del antiguo edificio y un solar para construir viviendas. “Los comerciantes se unieron en contra de esta propuesta tan especuladora y finalmente se alcanzó un acuerdo por el que el antiguo mercado de arquitectura del hierro fue sustituido por otro, el actual, de hormigón”.

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Patio del Mercado Central de Frutas y Verduras, hacia 1930. Servicio Fotográfico Municipal/Museo de Historia de Madrid

Si el hierro daba paso al hormigón, el estilo historicista lo dio a una arquitectura funcional. Un protagonista desconocido del gran público es Javier Ferrero, que había trabajado junto a su padre en varios proyectos para una burguesía madrileña que quiere una arquitectura inspirada en el pasado. “El cliente siempre lleva la razón y los Ferrero, que también eran promotores, creaban un producto acorde con aquel gusto”, detalla el profesor Miguel Ángel Baldellou, autor de una monografía sobre la familia de técnicos. Pero Ferrero hijo cambia de ‘cliente’: entra a trabajar en el Ayuntamiento, como arquitecto municipal. “Ahora tenía un cliente que no imponía un estilo burgués a la moda, sino que solo le pedía un edificio que funcionara”.
Dicho y, tras meses de planificación, hecho. Con “un racionalismo espontáneo, sin pretensiones ideológicas”, en palabras de Baldellou, Ferrero diseña el Mercado de Frutas y Verduras, aprovechando al máximo la forma triangular de la parcela en Legazpi. No deja la menor concesión a las florituras y lo que llama “magneficiencia”. “Aun los modernos y más perfectos mercados del extranjero: Reims, Leipzig y Franfort (sic), etc., no obstante su acierto y magnificencia, no han podido desprenderse de… eso, de la magnificencia; resulta un tanto pueril ver elevarse sobre el cesto de modestas lechugas o el cajón de aplastados lenguados, una soberbia bóveda o una ingente cúpula, recuerdos del mercado Grand Hall, del siglo XIX”. Así lo cree Ferrero en un artículo de un año de 1935, un año antes de morir. El resultado: 30.000 metros cuadrados en dos plantas, con un coste de 5,6 millones de pesetas, con una finalidad “meramente funcional”; “el Ayuntamiento no tenía opinión estética”, ilustra Baldellou.

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Dibujo con una panorámica general del Matadero tal y como lo previó en torno a 1907 el arquitecto Luis Bellido. Museo de Historia de Madrid

Además del Mercado de Frutas y Verduras, planea otro para Pescados en la Puerta de Toledo, adonde había ido a parar el abastecimiento de ese producto tras demolerse Mostenses y donde seguía habiendo matadero. Ferrero piensa en todos los detalles para que se trabaje con el género lo mejor posible: desde cómo alojar la maquinaria de frío húmedo hasta el lugar para las kileras, mujeres que compraban cajas enteras de pescado para revenderlo luego por la ciudad. En su terna de mercados modernos se suma luego uno para Olavide.

Hombres y sacos sobre los edificios del Matadero, en una prueba de resistencia de 1916. Servicio Fotográfico Municipal/Biblioteca Virtual ‘memoriademadrid’/Museo de Historia de Madrid

La clave de su trabajo es la higiene, la justeza a la función del edificio. Dice haber suprimido “todo lo que pueda significar gasto”. Lo detalla así, en una especie de manifiesto racionalista impremeditado: “Las grandes alturas se han reducido hasta la absolutamente necesaria para una proporción estética y nunca superando el posible alcance de una manga de riego, a fin de poder baldear incluso los techos; han desaparecido tanto en el exterior como al interior, los retallos, las molduras, los decorados, los rincones, los hierros retorcidos, etcétera, y, en general, todo lo que puede significar un aditamento inútil y un recogedero de polvo y basura; las grandes superficies de vidriera o persiana, difícilmente asequibles y siempre sucias, se han cambiado por ventanales metálicos del tipo corriente; la penumbra ha sido sustituida por claridad, pero suavizando la luz por amplios volados que impiden la entrada del sol y por vidrio verdoso, que absorbe los rayos caloríferos de la gama del rojo; los solados se han hecho impermeables y con vertientes y regueras; los zócalos, inatacables aun por los ácidos y a prueba de fuertes choques; los recubrimientos y revocos, persistentes”.
“Se han edificado los mercados no para asombro del público, sino para su servicio, tratando la construcción e instalación como pudiera hacerse con un quirófano”, sentencia.

Reportaje de los años setenta sobre la voladura del Mercado de Olavide y la construcción de una plaza en su lugar.

Voladura en Olavide
El mercado de Olavide acabó saltando por los aires en 1974. Una comisión de arquitectos pidió clemencia para aquel octógono tan moderno, sin que el Ayuntamiento lo concediera. El mercado de Pescados, un gran lonja en mitad del páramo castellano, se fue modificando y hoy alberga en parte un campus de la Carlos III. Y el Mercado de Frutas y Verduras está cerrado y sin uso desde hace más de 30 años. A partir de 2014, movimientos vecinales y arquitectos comenzaron a pedir la recuperación del edificio, respetando su identidad, para su uso ciudadano. El ayuntamiento lo quiso para albergar la Gerencia de Urbanismo, pero para ello, denuncia Ángel Lomas, de la Plataforma FyV de defensa del mercado, dividió la parcela en dos y quitó la protección a una parte para construir edificios. Tras negociar, se logró que no se permitiera edificar en la plaza triangular. La plataforma se opone a que se modifique el edificio y a que tenga un único uso como sede administrativa, que convertiría ese espacio en un patio privativo.

Un precedesor de la ‘trinidad’ racionalista

“Algo importante debió de suceder en el ámbito de la arquitectura municipal para que aquellos proyectos [de Ferrero] fueran posibles. Con ellos, se rompía decididamente una imagen apegada a la tradición castiza y se iniciaba una etapa llena de posibilidades. Con ellos, la arquitectura moderna se instalaba con fuerza y con extraordinaria calidad en la práctica oficial. Nada parecido puede mostrarse en el resto del país”, recoge Miguel Ángel Baldellou en la monografía Los Ferrero (Ayuntamiento de Madrid, 2005). El edificio del Mercado de Frutas y Verduras está proyectado en 1926, un año antes de esa suerte de trinidad racionalista que son el Rincón de Goya de Zaragoza, la gasolinera de Porto Pi en Vallehermoso y la casa del Marqués de Villora en El Viso.

Su estructura está protegida en el actual Plan General, detallan fuentes de la del Área de Obras y Equipamientos del consistorio, que añaden que las obras emprendidas durante el anterior mandato tuvieron que ser suspendidas en 2019 por omisiones y errores en el proyecto, y que para subsanarlas habría que destinar 14 millones de sobrecoste, más del 10% del presupuesto de la obra, lo que impide una modificación. El edificio, aseveran, necesita que se recalce o se consoliden los cimientos. “El nuevo equipo de Gobierno tendrá que empezar de cero con un proyecto cuyos planes y usos se tienen que decidir”, zanjan. 
La Plataforma FyV asegura que aún se está a tiempo de recuperar el edificio. Han desaparecido la fábrica de ladrillo de los muros, pero la estructura permanece casi intacta, como se puede apreciar desde el carril-bici que lo rodea por uno de sus lados. Quizá la arquitectura sobria de Ferrero aparente ser menos valiosa porque, de tan moderna, parece más reciente de lo que en realidad es.
Este reportaje pertenece a la serie Érase una vez Madrid, que divulga a aspectos poco conocidos del pasado de la ciudad y que se publican semanalmente a lo largo del verano.
Puede leer aquí los reportajes ya publicados:
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Y también las fotogalerías:
• Así sería el Madrid del futuro
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• Una ‘torre infiel’ para las fiestas de Lavapiés
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