Los mundos inéditos de Nicolás Muller

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Esta exposición nació en una caja de zapatos. Cuando la fotógrafa Ana Muller vaciaba en 2015 el último estudio que su padre había tenido en Madrid, el extraordinario Nicolás Muller (Orosháza, Hungría, 1913-Llanes, Asturias, 2000), encontró en una caja en un armario sobres con unos 3.000 negativos. Al trasluz se mostraron las fotografías tomadas en algunos de los países en los que él había vivido, un judío que fue huyendo de los nazis según se acercaban… y que solía recomendar este antídoto para que nadie tuviera la tentación de aniquilar al otro: “Lo mejor es que todos hablemos varios idiomas”. Él lo hizo. Ahora, un centenar de esas imágenes, junto a otras más conocidas, como un célebre retrato de Pío Baroja en El Retiro, u otro de Azorín paseando por Madrid, suman las 125 fotografías de la exposición Nicolás Muller. La mirada comprometida, en la Sala El Águila, en Madrid, hasta el 30 de mayo.

Lo primero que llama la atención al recorrer la muestra es que todas las fotografías son de 30 por 30 centímetros. “Mi padre trabajó siempre con cámaras de formato cuadrado, primero una Rolleiflex y luego una Hasselblad”, explica su hija Ana, comisaria de la exposición junto a José Ferrero. Sin embargo, las publicaciones para las que trabajaba Muller le destrozaban las fotos al cortarlas horizontales o verticales, hasta que él mismo decidió hacer copias reencuadradas en esos formatos para evitar disgustos.

La exposición, organizada por la Comunidad de Madrid —cuyo Archivo Regional posee desde 2014 un fondo Muller de más de 80.000 imágenes, comprado a su hija—, el Instituto Cervantes y el Ministerio de Cultura, está dividida en cinco apartados según dónde están hechas las fotos: 29, en España; 26, en Francia; 26, en Hungría; 24, en Marruecos y 20, en Portugal, todas entre mediados de los años treinta y mediados los sesenta. El montaje viene de las sedes del Cervantes en Tánger y Tetuán y, tras Madrid, seguirá itinerario por Oporto, Budapest y Gijón.

El país de residencia o los años no cambiaron los motivos que atraían a Muller: los trabajadores en pleno esfuerzo, las lavanderas, ancianos, niños… “Siempre con una composición impecable, con gusto por las diagonales, picados y contrapicados, la cámara inclinada”, señala Ferrero. Y con una mirada de cariño por los que retrataba que les confería dignidad, aunque vistiesen pobremente. Quizás se veía en ellos, porque con solo seis años, como contó, unos niños le pegaron e insultaron llamándole “judío apestoso”.

'Campesino de la Alta Saboya' (1938).
‘Campesino de la Alta Saboya’ (1938).COLECCIÓN ANA MULLER

La primera cámara que le regalaron, con 13 años, despertó su amor por la fotografía. Estudió Derecho y Ciencias Políticas porque así lo quiso su padre, pero con poco más de 20 años comenzó una serie de trabajos en su país que muestran su interés por la fotografía social: la dura vida de las campesinas, obreros, niños que acarrean leña… pero también retrata a unas bañistas con la estética de las vanguardias. “Toda mi formación, mis ideas, la línea de mi pensamiento, se fraguó allí”, dijo.

Muller huyó de una Hungría cada vez más antisemita y ultra, que no quería disgustar a Hitler. En Francia fotografió a los estibadores del puerto de Burdeos, las tareas agrícolas en Saboya o el Sena y las calles de París, donde conoce a Brassaï, Capa y Picasso. En la capital desarrolla su potencial con trabajos para revistas como Regards o Paris Match.

Mientras ve esas fotos de su padre, Ana Muller se detiene en algunas que casi le emocionan, como una en Francia que llama “bodegón familiar”, con los padres, la abuela y siete hijos, todos arracimados. Sin embargo, de los miles de fotografías que hizo, “él solo daba por buenas un centenar que tenía en su cabeza”.

De Francia a Portugal

Cuando Muller sintió el aliento nazi, se marchó al Portugal del dictador Salazar. Allí tomó las imágenes de unos niños en un mercado con unas miradas que se clavan en el alma. “En Lisboa le llegaron a encarcelar unos días por sus ideas”, explica su hija, “así que su padre le dio un consejo para que no le volviera a pasar: ‘¡Bautízate!”. Lo hizo en una iglesia junto a la pensión en que vivía.

Obligado a dejar Portugal, la siguiente parada de este eterno exiliado fue Tánger (Marruecos), en 1939. “Los años más felices de mi vida”, afirmó. En las paredes de la sala pueden verse instantáneas del momento de la oración, la fiesta del Cordero, los niños en las escuelas, las ciudades del Protectorado español. En Tánger abre un estudio, lo que le permite hacer buenos contactos, como el asturiano Fernando Vela, secretario de José Ortega y Gasset, que le acabarán llevando a España en 1948, donde trabará amistad con el filósofo.

'Construcción de diques IV' (Hungría, 1936), fotografía de Nicolás Muller.
‘Construcción de diques IV’ (Hungría, 1936), fotografía de Nicolás Muller.COLECCIÓN ANA MULLER

“Se enamoró de Asturias y decidió quedarse en España, aunque hasta 1961, cuando le dieron la nacionalidad, toda la familia éramos apátridas”, explica su hija. En la parte española de la muestra hay una maravillosa foto de mujeres en burros por un desfiladero; pueblos de Castilla, el humilde barrio almeriense de La Chanca y, por supuesto, rincones de Asturias. Muller recorre todo el país por encargos de publicaciones como Mundo Hispánico y para una colección de libros de la editorial Clave. Son años en los que expone con regularidad, mientras en su estudio de Madrid hace miles de retratos, desde gente anónima a la flor y nata de la sociedad.

La calidad de su trabajo lo introduce en la intelectualidad, como muestra su libro de dedicatorias: Antoni Tàpies, Julián Marías, Juan Benet o el escultor Pablo Serrano. “Este le hizo un busto que no le gustaba porque le parecía que le había sacado viejo, pero con los años mi padre fue exactamente igual que esa figura”. Muller tertulia con Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, Xavier Zubiri… con los que se ve en varias imágenes y a los que retrató. En 1980 se retiró a Andrín (Asturias), donde “cumplió el sueño de tener allí una casa”, señala su hija, que lo recuerda como “una persona buena, muy niñero, pero con carácter, y un librepensador que por la vida que había tenido se consideraba de todas partes”.


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