Todos los seres humanos fuimos primero una solitaria célula de 0,1 milímetros. Aquel óvulo de nuestra madre fecundado por un espermatozoide de nuestro padre dio lugar a dos células, después a cuatro, más tarde a ocho. El resultado de esa multiplicación constante, sin embargo, no es una inmensa albóndiga de células idénticas, sino una persona con un asombroso cerebro y unas sofisticadas manos capaces de tocar al piano un nocturno de Chopin. Un laboratorio de Sevilla ha iluminado ahora este desarrollo embrionario y sus resultados pueden provocar angustia existencial. La esencia de esos dedos virtuosos —una de las características aparentemente más humanas— ya estaba presente en los peces, según explica el biólogo Javier López-Ríos. “Es una lección de humildad. No somos necesariamente especiales”, afirma.
Para entender sus experimentos hay que viajar a 1993, cuando ocurrió uno de los episodios más extravagantes de la historia de la genética. Un ser humano está compuesto por unos 30 billones de células. Cada una de ellas, sea del pie o del cerebro, lleva en su interior un mismo manual de instrucciones: una molécula de ADN dividida en unos 20.000 genes, con las directrices para que cada célula sepa qué tiene que hacer. Aquel año de 1993, el genetista estadounidense Robert Riddle descubrió un nuevo gen y decidió bautizarlo Sonic, como el erizo azul de los videojuegos de Sega, porque al inactivarlo en las moscas estas presentaban una especie de extraños pinchos. El ingenioso nombre perdió su gracia cuando se detectó el papel del gen en gravísimas enfermedades humanas. Los médicos se veían obligados a explicar a unos padres que su hijo moribundo tenía una mutación en Sonic, el erizo.
Este gen de nombre controvertido contiene las instrucciones para fabricar una proteína mensajera que se envía a otras células. “Básicamente, es como un e-mail”, apunta López-Ríos. Cuando los embriones tienen los cuatro bultitos que acabarán siendo sus extremidades, el gen Sonic se activa en unas pocas células, que fabrican proteínas que viajan al resto de células cercanas y ponen en marcha el desarrollo de los dedos. Si hay pocas proteínas Sonic, se forma una mano de dos dedos. Si hay demasiadas, pueden aparecer ocho o nueve dedos en una sola mano. Otro gen, denominado Gli3, se encarga de que solo haya cinco dedos en los humanos.
López-Ríos y sus colegas han observado que al inactivar el gen Gli3 en los ratones se forman ocho dedos, en lugar de los cinco habituales. Pero su sorpresa llegó cuando apagaron el Gli3 en peces, que obviamente no tienen dedos. Los animales mutantes tenían las aletas más grandes y con más huesos. “La esencia de hacer dedos está enterrada en la aleta de los peces”, sentencia López-Ríos, del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo, en Sevilla.
El biólogo evolutivo Neil Shubin sostiene que los seres humanos somos “fantasmas de animales del pasado”. En el documental Tu pez interior (2014), Shubin narraba su viaje en helicóptero al Ártico canadiense, armado con un fusil para defenderse de los osos polares, en busca de “fósiles que muestran la historia de nuestros propios cuerpos”. Allí encontró los restos del tiktaalik, un animal extinto que vivió hace unos 375 millones de años y estaba a medio camino entre los peces primitivos y los primeros anfibios de cuatro patas que salieron del agua y conquistaron la Tierra.
Shubin, coautor del nuevo estudio, cree que sus peces mutantes “revelan la profunda historia de nuestras manos y nuestros pies”. El investigador, de la Universidad de Chicago (EE UU), explica que el mecanismo de Sonic y Gli3 surgió “probablemente” hace unos 400 millones de años, facilitando el aumento progresivo del tamaño de las aletas, finalmente transformadas en robustas patas para caminar por el planeta. “Las herramientas genéticas que crean nuestras manos son muy antiguas, incluso anteriores a las extremidades: llegaron cientos de millones de años antes que el origen de nuestra especie”, señala Shubin.
López-Ríos recalca que genes similares a Sonic ya estaban presentes incluso en los cnidarios, el primitivo grupo de animales invertebrados que incluye a las medusas, lo que sugiere que la quintaesencia de esta arquitectura genética apareció hace más de 600 millones de años. El genetista Javier Sampedro, periodista científico de EL PAÍS, lo resumió así en su libro Deconstruyendo a Darwin (editorial Crítica): “Toda la deslumbrante diversidad animal de este planeta, desde los ácaros de la moqueta hasta los ministros de Cultura pasando por los berberechos y los gusanos que les parasitan, no son más que ajustes menores de un meticuloso plan de diseño que la evolución inventó una sola vez, hace unos 600 millones de años”.
Los autores del nuevo trabajo han realizado sus experimentos con medakas, unos pececillos de agua dulce típicos de Japón que son ideales para la ciencia, porque no paran de reproducirse y sus embriones son transparentes. En el animalario del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo hay unos 9.000 medakas, según explica la bióloga Silvia Naranjo, coautora de la investigación. “Estudios como este te muestran que hay estructuras que a priori parece que no tienen mucho que ver, pero sí. Obviamente venimos de los peces, no hay ninguna duda”, subraya.
El nuevo estudio fue idea de Shubin y de José Luis Gómez Skarmeta, un brillante y carismático científico hispanochileno fallecido hace un año por un cáncer de esófago a los 54 años. Sus colegas recordaron en un obituario en EL PAÍS que el investigador había dedicado su carrera a comprender cómo la secuencia genética controla la formación de los órganos en el embrión. Y también a entender cómo cambiaron esas instrucciones a lo largo de millones de años para transformar una aleta en una pata y una pata en una mano. Y, finalmente, a averiguar qué mutaciones, en esa secuencia maravillosa que dio lugar a la mano de Chopin, generan terribles malformaciones congénitas. El nuevo trabajo, publicado este lunes en la prestigiosa revista PNAS, es la última victoria científica de Gómez Skarmeta. El pasado viernes, sus compañeros posaron en la terraza del centro sevillano junto a un olivo colocado en su memoria.
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