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Los rostros del fin del Título 42: viñetas de la última crisis migratoria

EL PAÍS


Luis David Marcano, junto a su hermano Bernardo Enrique, tumbado a su derecha, en un refugio para migrantes de El Paso, el miércoles.Iker Seisdedos

Las calles de El Paso y Ciudad Juárez, dos urbes unidas por la frontera que separa Estados Unidos y México, eran esta semana un reguero de historias terribles en busca de un final feliz. El levantamiento del Título 42, una controvertida ley migratoria de los tiempos de Donald Trump, convocó a miles de personas ansiosas por saltar al otro lado o aliviadas por haberlo logrado tras meses de una travesía con muchas calamidades compartidas: el frío, el miedo y el hambre, las extorsiones, las violaciones. Los rigores inhumanos de La Bestia, el tren de carga a bordo del que cruzan la mayor parte de ellos México, y los muertos que quedan por el camino en el infierno de la selva del Darién, tapón que comparten Panamá y Venezuela, lugar de procedencia de la mayoría de los migrantes que poblaban esta semana las calles de El Paso.

El viernes, al día siguiente del fin del Título 42, el Gobierno mexicano anunció, justificándolo en la falta de recursos, que deja de emitir los permisos temporales de tránsito que sirvieron a muchos de los que ahora están en Estados Unidos para atravesar el país. La medida, unida al endurecimiento de las condiciones de asilo impuestas por Estados Unidos desde el pasado jueves, añade aún más incertidumbre para las decenas de miles de migrantes que se encuentran a mitad de su travesía hacia el Norte.

En el drama migratorio, hace mucho que cifras como esa corren el riesgo de perder su sentido, pero no conviene olvidar que ocultan otras tantas historias.

Luis David y Bernardo Enrique Marcano: “Pasamos 10 días sin nada, retenidos a los pies del muro”. El miércoles, tres meses después de dejar atrás su casa en Venezuela, los dos hermanos estaban tirados en las hamacas proporcionadas por la Cruz Roja en un refugio de migrantes de El Paso. Luis David y Bernardo Enrique Marcano habían llegado de madrugada, después de pasar “10 días sin nada, retenidos a los pies del muro” que separa México de Estados Unidos a la altura de la puerta 40.

Habían llegado a Ciudad Juárez y una vez cruzaron el río Grande, más bien chiquito en esta parte de su curso, ingresaron en esa polvorienta tierra de nadie a la sombra de la valla fronteriza que ya es territorio estadounidense. Se demoraron tanto porque, cuenta Luis David mientras el otro permanece mudo, “una mujer perdió los nervios y escupió a un sheriff”. “Como represalia, decidieron cerrar el acceso durante varios días”, añade.

Dudaron de si caminar más al este, a la puerta 42, pero temían tener un peor sitio en la cola: los patrulleros marcan a los migrantes que quieren entregarse a las autoridades con un número, que les dan por orden de llegada. “Allí no había comida, ni nada, nos turnábamos para ir a buscarla al otro lado del río, con miedo de que en ese rato justo abrieran la puerta”, recuerda. El calor era insoportable por el día. Y el frío de la noche en el desierto calaba muy hondo. Tampoco tenían duchas, así que lleva 10 días sin asearse como es debido. Lo primero será eso, dice: ponerse un buen rato debajo del agua. Y después, continuar viaje. Le han dicho que les tomará tres días en autobús llegar al lugar en el que les esperan unos familiares. Aún no tiene claro ni cómo se llama ese lugar donde continuarán sus vidas. Mucho menos sabe dónde está.

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SuscríbetePaola Martínez en el un inmueble abandonado en el que vive en Ciudad Juárez, el pasado viernes. Nayeli Cruz

Paola Martínez: “Aquí, hasta tu sombra te traiciona”. Salió hace algo más de seis meses de Guadalajara (Jalisco), donde la acosaban los “problemas familiares y económicos”. Se montó en el temible tren de La Bestia, que atraviesa México de sur a norte, en un rincón de la capital conocido por los migrantes como “el basurero”. “Un sitio muy peligroso”, explica en Ciudad Juárez Paola Martínez, de 22 años. “Allí te roban y violan a las mujeres”.

Trató de cruzar por primera vez la frontera cuando llevaba tres meses en Juárez. “Nos agarró el cartel y no pudimos pasar”. Los criminales le exigieron un dinero que no tenía para introducirla por una de la brechas del muro. Después vendrían cuatro intentos más de llegar al otro lado, donde “siempre estaba esperando Migración”. El Título 42, que autorizaba expulsiones en caliente que no dejaban huella en el expediente de quienes lo intentaban, le permitió una y otra vez volver a probar suerte.

La última fue la semana pasada. Cruzó por la puerta 30. Iba acompañada por un muchacho “que estaba mal de la cabeza” y del que nada más supo después de aquella noche. Nuevamente, cayó en manos de la Patrulla Fronteriza. Otra vez el centro de detención. Otra vez las manzanas, el agua y las sábanas térmicas de aluminio. “En el cuarto hace full de frío, es peor que un congelador”, recuerda. Martínez dice que, de momento, no volverá a intentarlo. Probará a echar raíces en Juárez, el sexto municipio más poblado de México, con 1,5 millones de habitantes, 70.000 de ellos extranjeros. Ha conseguido trabajo en un bar, donde le pagan 1.000 pesos por semana (56 dólares). Con ese sueldo intentará traerse a sus tres hijos. A estas alturas, solo confía en la familia. “Para mí un amigo es un peso en la bolsa y un perro a tu lado. Aquí, hasta tu sombra te traiciona”.

Exel Pérez y su sobrina Jailin, el miércoles a la puerta de la Iglesia del Sagrado Corazón en El Paso (Texas).iker seisdedos

Exel Pérez: “Si te quedabas dormido en La Bestia estabas muerto”. En Ciudad Bolívar (Venezuela), Exel Pérez era policía. Cuenta que quiso atrapar a “uno de los delincuentes más buscados” y le amenazaron con “matar a su familia”. Eso fue hace dos meses. El miércoles estaba sentado en una de las pocas sombras de la Iglesia del Sagrado Corazón de El Paso, donde durmió esta semana a la intemperie junto a más de un millar de migrantes con su hermana, su sobrina Jailin, que aún conserva la sonrisa, un primo y la esposa de este.

Los cinco cruzaron a pie la temible selva del Darién, uno de los pasos más peligrosos del mundo, convertido en ignominioso símbolo de la última tragedia migratoria incubada en países como Venezuela o Colombia. Los problemas empezaron pronto, cuando dos desalmados les quitaron “el teléfono, la plata y la comida”. A las pocas horas, supieron que con otras víctimas tuvieron menos suerte que con ellos: los habían matado a tiros.

“Ahí nos quedamos en el aire, yo había vendido mi casa, no tenía más dinero”. Tocó pedir. Primero en Costa Rica, luego en Nicaragua. En México y en Guatemala volvieron a desvalijarlos: esta vez fue la policía. Después tomaron La Bestia, el “tren de la muerte” que aborda cada año medio millón de migrantes rumbo a Estados Unidos. “Esa parte fue la peor”, recuerda. “Nos montamos en un vagón abierto por la mitad. Si te quedabas dormido, bajabas los pies y ya no había nada que hacer: estabas muerto”.

Atravesó la frontera “por un hueco”. Una vez dentro dice que trató de entregarse “tres veces sin éxito”. El lunes le dieron los papeles que certifican que es solicitante de asilo. Con eso podrá viajar a Nueva York, donde le espera un familiar y donde tiene cita con el juez migratorio en 2025. A El Paso ya solo lo ata que, dos días después, a su primo y a la esposa siguen sin aparecer: no los soltaron aún del centro de procesamiento. Se teme que los hayan deportado. Con la policía de la ciudad tejana cada día más impaciente por vaciar esas calles, que llegaron a acumular más de 2.000 personas y se convirtieron en un símbolo de la crisis, no sabe cuánto tiempo es razonable esperarlos sin que lo detengan a él.

El mexicano Jaime Rodríguez en el albergue municipal de Puerto Palomas (Chihuahua), el pasado miércoles.Nayeli Cruz

Jaime Rodríguez: “Las ilusiones se quedan en el desierto”. Nacido en Ciudad de México hace 59 años, trataba de recuperarse esta semana en un albergue de Puerto Palomas, en Chihuahua, en el lado mexicano de la frontera. Su cara mostraba las quemaduras de los cuatro días que caminó bajo el sol por el territorio semidesértico de Nuevo México. “Es lo más difícil que he hecho en mi vida”, dice. Había escuchado los relatos sobre la dureza del camino, pero no estaba preparado para las caminatas bajo el sol de 30 grados. “Uno arriesga mucho su vida. Las ilusiones se quedan en el desierto”.

Rodríguez tiene un taller de herrería en Ciudad de México. Trabajaba para gente rica de la capital, pero con la pandemia sus clientes se mudaron a sus casas de campo o a la playa. El negocio se desplomó. Tomó la decisión de partir: mejor él, que su hijo de 18 años que, dice, “salió bueno para el estudio”. Fijó su objetivo en Nueva York, donde vive un cuñado.

Pero entre él y el destino se interpuso el maldito desierto. Las ampollas le impedían caminar. Se fue rezagando hasta que los guías lo dejaron atrás. “Me dijeron: ‘Usted ya no puede seguir, camine aquí derecho tantos kilómetros y hay un bebedero para las vacas’. Se fueron…”. El pollero llamó a su esposa para decirle que me iba a quedar. “Ella se echó a a llorar”, recuerda. En el albergue ha podido curarse los pies con pomada y gasas. Cuando se reponga, tomará un autobús a Ciudad de México. Y comienza a pensar cómo pagará los 60.000 pesos (3.400 dólares) que tuvo que juntar para pagar a los hombres que lo abandonaron a su suerte.

Meichel Hernández, con sus hijos (desde la izquierda, Thiago, Antonella y Reinaldo) el miércoles en un refugio de El Paso.Iker Seisdedos García

Meichel Hernández: “Tenemos 15 días para llegar como sea a Búfalo”. El viaje, de “como tres meses” lo hizo en compañía de su esposo, que no quiere salir en la foto porque, dice con una sonrisa traviesa, es “un cantante muy famoso” en Venezuela. Cogieron a sus tres hijos, Reinaldo, Antonella y Thiago, de seis, siete y 14 años y echaron a andar. ”Fue un infierno”, recuerda Meichel Hernández. Un infierno que no les dio descanso ni siquiera cuando alcanzaron al fin Estados Unidos. La niña aún luce la marca en la cara de la operación de urgencia a la que tuvieron que someterla al llegar. “Fue el frío, el agua y el hambre que pasamos en la selva y luego en La Bestia. Se le infectó una muela y le cogió toda la parte derecha de la cara”, cuenta la madre.

Llevan 15 días en el país. Se entregaron “junto a un montón de personas” por la puerta 40 del muro que separa Ciudad Juárez y El Paso, donde encontraron acomodo en un albergue. Las autoridades migratorias, que han estado mostrando un trato más humano con las familias con hijos, los mantuvieron detenidos en un centro de procesamiento durante un día. Después, los soltaron con un documento con el que pueden moverse libremente por Estados Unidos.

La bendición no fue completa: les dieron cita para presentarse ante un juez migratorio en Búfalo (Nueva York) el 26 de mayo. Facilitaron esa dirección en la frontera con Canadá porque tenía un amigo que les dijo que les iba a ayudar, pero ya no está allí: perdió su trabajo y se mudó a Atlanta (Georgia). Así que ahora tienen que cubrir 3.000 kilómetros en 15 días si no quieren perder esa oportunidad y convertirse definitivamente en irregulares sin derechos, expuestos a ser deportados. Piensa hacerlo por Denver (Colorado), donde espera obtener “ayuda humanitaria para poder ir a Nueva York”. “Tenemos 15 días para llegar como sea a Búfalo. Es la última aventura que nos deparó el destino”.

Mariana Gisamel, en el centro de El Paso. Iker Seisdedos

Mariana Gisamel: “En el viaje tocó pararse duro y ponerse los guantes”. Venezolana de gesto desafiante, acostumbra a terminar las frases de la misma manera: “Con Dios y con la Virgen”. Gracias a esa fe, dice, logró cubrir en dos meses y medio la travesía que separa Venezuela de Estados Unidos.

Salió de Caracas con 180 dólares en el bolsillo y sin compañía. Eso la hace destacar entre la multitud de migrantes que deambulaban esta semana por las calles de El Paso: hay un ejército de hombres que se aventuraron por su cuenta, pero no abundan las viajeras solas en un camino en el que, según las organizaciones humanitarias, seis de cada 10 mujeres migrantes son víctimas de violencia sexual.

Asegura que no le pasó nada más allá de las indecibles calamidades (“el hambre, el frío, el cansancio, el miedo”) que aguardan por el camino a quienes como ella están llegando en masa en busca del sueño estadounidense. “Me ayudaron mucho mis compañeros: haitianos, brasileños, hondureños, venezolanos. Nos auxiliamos como hermanos, ahí no vimos de dónde éramos”, recuerda a la puerta del albergue en el que ha estado alojada una semana.

Fue la conciencia sobre esos peligros la que le hizo dejar atrás a sus cinco hijos. “No quería ponerlos en riesgo. Me arriesgo yo hasta la muerte, pero ellos no”. ¿Y cuál fue la peor parte? “Todas. Cuando una sale de la puerta de su casa ya todo es malo: hay que pararse duro. En el viaje tocó ponerse los guantes”. Ahora anda juntando el dinero para poder ir a Chicago. Allí tiene una amiga, pero no dónde quedarse. “No queda otra que aguantar en un refugio. Conseguir trabajo. Hacer un curso de english”. ¿Sabe algo? “Solo my friend, yes bye, thank you, pocas palabras. No me preocupa: aprenderé”. Con Dios y con la Virgen, claro.

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