La estrecha carretera remolonea durante casi 20 kilómetros junto al río Miera, como si el contraste de sus aguas y las suaves curvas del camino anunciaran el primer destino. No hace mucho que hemos abandonado la localidad cántabra de Liérganes, pero al salir del estrecho cañón escarbado por el cauce y llegar a San Roque, un imponente paisaje de peñascos y vertientes verdes se despliega sin previo aviso.
San Roque de Riomiera es uno de esos minúsculos pueblos de casas de piedra en torno a una iglesia y la bolera, el alma de los Valles Pasiegos, una comarca derramada por las cabeceras de los ríos Miera, Pisueña y Pas. En San Roque comienza la Ruta de las Cabañas Pasiegas, un sendero circular que, en apenas dos horas de paseo entre abedules y robles, atraviesa varias cabañas típicas. Las paredes y tejados de piedra de estos símbolos del patrimonio rural servían de refugio a los pastores durante la muda, la época en la que movían al ganado por diferentes pastos. Las carreteras y la tecnología acabaron con la vida nómada, pero las 10.000 cabañas que motean los valles, algunas todavía con ganado, muchas abandonadas y otras restauradas, encierran las viejas esencias.
Las fincas divididas por cercas de piedra de perfecta geometría siguen definiendo este paraje moldeado por la actividad ganadera, aunque alguna vez estas laderas llegaron a estar cubiertas de bosques. Las Reales Fábricas de Artillería de Liérganes y La Cavada se tragaron, a partir del siglo XVII, más de 10 millones de árboles para fundir los cañones de la Armada Real, y aquellos robledales y hayedos se quedaron diseminados solo en algunos puntos. Todo lo demás es verde. A los pies del puerto de Lunada aún se ven la Casa del Rey y los restos del Resbaladero, dos infraestructuras centenarias de la empresa maderera que esquilmó la zona. Un poco más arriba, siguiendo la carretera desguazada rumbo a la provincia de Burgos, unos escalones llegan hasta el mirador de Covalruyo, un precioso balcón natural rodeado de cabañas pasiegas, el arañazo de algún camino y un silencio penetrante: el resumen del espíritu pasiego.
Los Valles Pasiegos han estado tan aislados que los jesuitas enviaron, a finales del siglo XVI, una misión para evangelizar a sus pobladores. Los montes están hoy conectados por carreteras serpenteantes como el Alto del Caracol, el eslabón que une las abruptas tierras de Miera y las llanuras del Pisueña. Por el camino se suceden cabañas solitarias, praderas verdes que amarillean en las alturas, rebaños de cabras rumiando las orillas y un último tramo que, en su descenso hacia Selaya, revela un horizonte ondulado.
Al tocar el fondo del valle, el aroma de hierba y leche recién ordeñada embriaga al viajero. En Selaya se encuentran las casas de El Macho y Joselín, las pequeñas fábricas familiares de quesadas y sobaos, y a orillas del Pisueña, donde la ganadería ha esculpido su carácter tradicional, también hay destellos arquitectónicos que se empezaron a esparcir desde el siglo XVI. Los cubos con escudos de armas que apuntalaban las fincas de los nobles, los palacios de Donadío (en la plaza de la Colina) y de Soñanes (en la vecina Villacarriedo, hoy convertido en hotel; abbahoteles.com), y las casonas montañesas con escudos familiares, como la Casa del Patriarca, del arzobispo e inquisidor general José de Arce Rebollar, forman parte de ese viejo legado.
Tampoco falta el rastro religioso en el valle, y en una pradera a las afueras de Selaya, escoltado por un robledal y un arroyo, se alza el santuario de Nuestra Señora de Valvanuz. Junto a esta histórica ermita a cuya patrona se honra multitudinariamente cada 15 de agosto está la Casa de la Beata, reconvertida en un pequeño museo sobre las amas de cría, aquellas mujeres pasiegas de quienes la nobleza y la realeza se sirvieron, hasta bien entrado el siglo XX, para que amamantaran a sus hijos.
Nívea sangre de poeta
En un extremo del mirador de la Braguía, entre los valles del Pisueña y del Pas, despunta el Castro Valnera (de 1.718 metros). El poeta Gerardo Diego, que siempre honró sus raíces cántabras y dedicó versos al valle de Miera, al queso pasiego o al cuévano, alzó la vista desde aquí y pensó que la nieve que veía en esta montaña era su propia sangre. Las nieves se siguen aferrando al Castro Valnera mientras discurrimos, durante 10 kilómetros, entre prados, cabañas y ganado. La carretera cruza el río y antes de adentrase en Vega de Pas aparece el Museo Etnográfico de las Tres Villas Pasiegas (San Roque, San Pedro del Romeral y Vega de Pas). Es una casa del siglo XVIII acondicionada como una cabaña en la que se exponen objetos y aperos de campo, por lo que una visita supone sumergirse en una cultura cuyo origen se diluye en el pasado. Porque la herencia pasiega, sí, se encierra en los enigmas, en el silencioso carácter de sus habitantes y en una ristra de apellidos locales. Pero también en las costumbres que siguen latiendo en estas tierras.
El centro de Vega de Pas tiene su plaza empedrada y su iglesia del siglo XVII, sus tortas típicas de pan y sus casas de piedra con galerías de madera y balcones floridos, un silencio fantasmal solo roto los fines de semana por el trasiego turista y tiznado por el humo de las chimeneas. También hay un monumento como homenaje a Enrique Diego-Madrazo, que tras media vida de viajes por Europa, censuras y prestigio profesional fundó un sanatorio en 1894. Conocido como el doctor Madrazo, al igual que esos indianos que regresaban con riqueza y el amor a su tierra intacto, nunca olvidó que había nacido a orillas del Pas.
Los primeros balbuceos del río son pequeños arroyos que pronto forman ese cauce pedregoso que también inspiró a Gerardo Diego. Las aguas nacen y se precipitan por las montañas, luego se adentran en Vega de Pas y, después de bautizar mucho más que una comarca, continúan discurriendo “camino de Puente Viesgo, siempre soñando en un niño”.
Encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestro Facebook y Twitter e Instragram o suscríbete aquí a la Newsletter de El Viajero.