Macron hablaba con unos trabajadores, este lunes en Denain.

Macron se lanza a la campaña para la reelección en los feudos de su rival Le Pen

Macron hablaba con unos trabajadores, este lunes en Denain.
Macron hablaba con unos trabajadores, este lunes en Denain.LEWIS JOLY (AFP)

Y Emmanuel Macron bajó al fango. Después de resistirse, durante semanas, a meterse de lleno en la campaña electoral, el presidente francés ha viajado este lunes a un territorio hostil: las viejas tierras industriales y mineras del norte de Francia, feudo de Marine Le Pen, su rival de extrema derecha en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el 24 de abril.

En una jornada maratoniana, el centrista Macron se ha lanzado a la conquista de los franceses que más desconfían de él: las clases populares que el domingo, en la primera vuelta, votaron en masa a Le Pen y también a Jean-Luc Mélenchon, candidato de la izquierda populista y el tercero más votado por detrás de Macron y Le Pen. Por fin, el presidente mutó en candidato.

“No tengo miedo”, ha avisado Macron en Denain, una de las etapas de un periplo que le ha llevado por tres ciudades donde Le Pen y Mélenchon fueron los más votados. “Entro en combate. Quiero convencer a todo el mundo”.

El presidente se estaba dando uno de esos baños de masas que tanto le gustan: más de dos horas de discusión, encendida a veces, amistosa también, y por momentos hostil. Había algo de esos rituales monárquicos que tanto encandilan a los franceses republicanos como Macron: el rey en contacto físico con el pueblo, sin intermediarios. No es casualidad que el general De Gaulle, padre fundador de la Francia moderna, definiese la elección presidencial como “el encuentro de un pueblo con un hombre”.

No siempre es agradable, el encuentro. “¡Macron, dimisión!”, gritaba un grupo. Y otro replicaba: “¡Macron, presidente!”

El presidente fue el más votado en la primera vuelta, con un 27,9% de votos. Le Pen obtuvo un 23,1%. El resultado, mejor de lo esperado para Macron y con una ventaja superior ante su rival que en las presidenciales de 2017, le sitúa con ventaja ante la elección final.

Pero nada es seguro. A los finalistas no les bastan las papeletas recibidas en la primera vuelta. Para llegar a la mitad más uno de votos emitidos, que les dará las llaves del palacio del Elíseo, necesitan convencer a votantes de otros candidatos y otras ideologías.

La búsqueda ha empezado este lunes. Le Pen reunió al buró de campaña y, por la tarde, ha viajado a una granja en la provincia de Yonne, al suroeste de París. Macron ya llevaba por entonces horas surcando las carreteras de la región fronteriza con Bélgica de Altos-de-Francia.

Le Pen se fotografiaba con unas simpatizantes, este lunes en Soucy (provincia de Yonne).
Le Pen se fotografiaba con unas simpatizantes, este lunes en Soucy (provincia de Yonne).EMMANUEL DUNAND (AFP)

Primera etapa: Denain, uno de esos topónimos que ha acabado simbolizando muchos de los males que aquejan a Francia. En el municipio, de 20.000 habitantes, un 42% de habitantes vive por debajo del umbral de la pobreza. El desempleo supera el 30%. Denain no se ha recuperado del cierre, en los años ochenta, de la planta de la siderúrgica Usinor, pulmón y orgullo de la ciudad.

El domingo, Le Pen sacó en Denain un 41,7% de votos. Mélenchon, un 28,6%. Macron, un mísero 14,8%.

No era territorio amigo para el presidente, en principio. Pero al mediodía ahí estaban las autoridades, la alcaldesa, la socialista Anne-Lise Dufour-Tonini, y su equipo de gobierno. Todos, bajo el sol a la espera del jefe del Estado y ahora candidato. Todos, con la tradicional banda tricolor en el pecho que en las ocasiones solemnes llevan los ediles.

“Esta es una ciudad siniestrada económicamente”, resumía el concejal comunista David Audin. “Ahora reconstruimos, reconstruimos, reconstruimos”.

Todo esto era territorio socialista y comunista: los escenarios de la gran historia obrera de Francia y de Europa. El mundo de Germinal, la novela de Émile Zola. Los campos de las grandes batallas sindicales y la épica del carbón del acero. El núcleo de la Europa que renació de sus cenizas tras la Segunda Guerra Mundial.

Le Pen, líder del primer partido obrero de Francia

La desindustrialización, el desempleo masivo, y la desconexión de los partidos de izquierdas con su base electoral de toda la vida: así se abonó el campo abonado para que el Frente Nacional primero, y después su heredero, el Reagrupamiento Nacional, pudieran reclamarse como “el primer partido obrero de Francia”.

Y con razón: si el domingo solo hubiesen votado los obreros, Le Pen habría ganado con comodidad: un 36%, según el instituto demoscópico Ipsos. Otro dato de los sondeos postelectorales: Macron, el candidato más joven, fue el más votado entre los jubilados; Mélenchon, el más viejo, el primero entre los jóvenes.

Así que Macron, con su comitiva de policías y guardias de seguridad, de asesores y periodistas, desembarcó en la zona cero de esta Francia desindustrializada y lepenizada. Se bajó el automóvil oficial frente al Ayuntamiento. Se acercó a una valla y, rodeado de un tumulto de cámaras, saludó, besó, escuchó, se explicó.

“Siento rabia”, le ha espetado a una mujer. “Intento mantener en calma, pero es complicado”,

La mujer se lo ha echado todo en cara, todo. Las mascarillas obligatorias y la campaña de vacunación contra covid. La represión de la revuelta de los chalecos amarillos. La subida de la gasolina y hasta el salario del jefe del Estado.

—El presidente: “Yo gano el mismo dinero que mis antecesores, pero siendo alcalde, diputado, presidente, uno no se hace rico”

—La mujer: “Usted no sabe cómo se vive en Francia: ¡Cobre el salario mínimo!”

—El presidente: “Esto es demagógico”.

—La mujer: “Si usted vuelve a salir elegido, la cólera en la calle será complicada”.

Estaba claro que aquella ciudadana jamás votaría por Macron. Pero sus palabras —y el desprecio hacia su interlocutor, a quien muchos franceses reprochan que desprecie al pueblo— resumía la desconfianza que Macron provoca en la Francia popular: la de los chalecos amarillos, la de Le Pen, la de Mélenchon. Y le advertía del trabajo que le queda para evitar que esta Francia se vuelque en la candidata de la extrema derecha.

En Denain, y después en Carvin y en Lens, Macron se esforzó en demostrar que él no es de derechas, como le acusa la izquierda, la radical y la moderada, y que no es el presidente de los ricos, el sambenito del que no logra desprenderse.

En su inmersión entre los habitantes del norte, una doble inquietud se oía durante los intercambios. Por el anuncio de que subirá la edad de jubilación de los 62 a los 65 años. Y por la inflación y la pérdida de poder adquisitivo en los meses recientes.

“He venido a dar respuestas sociales, en particular para los trabajadores y los jubilados”, anunció Macron. Y enumeró la promesa de aumentar las jubilaciones en función de la inflación, fijar la jubilación mínima en 1.100 euros mensuales y tener en cuenta, en la futura reforma de las pensiones, el desgaste de los empleos físicos. Y, en un guiño a la izquierda, se declaró abierto a debatir la jubilación a los 65.

El veredicto de la alcaldesa socialista: “La gente ha quedado más tranquila”. Y el del comunista Audin: “Me alegro de que haya venido. Se ha tomado mucho tiempo para escuchar al pueblo. Es lo importante”. Ambos, de acuerdo con las consignas de sus partidos, votarán por él el 24.

Cuando el presidente ya llevaba más de dos horas de baño de masas, se le acercó un hombre vestido con una camiseta del Olympique de Marsella. Le explicó que no había votado por él en la primera vuelta. Que dudaba para la segunda. Que Marine Le Pen, en Denain, se había aprovechado de la pobreza para sacar votos. El presidente fue directo: “Necesito su voto”. Esta es su batalla, y la de Le Pen, en las próximas dos semanas.

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