Malí se hunde en la inestabilidad

Cae la noche. El licenciado en Derecho Moussa Koité, de 28 años, toma el té con dos amigos en la puerta de una casa de Hippodrome, uno de los barrios preferidos por los extranjeros para vivir. Como guardián gana unos 120 euros al mes, lo que le obliga a una austeridad que raya en la miseria. “Nos dijeron que nos quedáramos y estudiáramos para sacar adelante este país, pero de mis 300 compañeros de promoción sólo dos tienen un trabajo formal y no como abogados, sino como policías”, se lamenta, “¿para qué tanto esfuerzo?”. Malí es hoy, cinco años después del comienzo de un conflicto interminable, un país roto, atravesado por una crisis de múltiples caras.

Koité viene de Tombuctú, el lejano norte que en 2012 fue escenario de una rebelión tuareg y estuvo ocupado por grupos yihadistas. Hoy sigue siendo un polvorín. Ni la intervención militar francesa ni la presencia de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Malí (Minusma) ni los acuerdos de paz de Argel de 2015, cuya aplicación parcial y limitada es la historia de un fracaso, han conseguido poner freno a una violencia en la que el radicalismo se retroalimenta de los conflictos comunitarios y donde el más puro bandolerismo y el tráfico de drogas campan a sus anchas, afectando ya a Mopti y Ségou, a sólo 300 kilómetros de la capital, e irradiando a países vecinos como Níger, Burkina Faso y Costa de Marfil.

Malí se rompe (y no es por yihadismo)

En Bamako, sin embargo, las miradas giran hacia el palacio de Koulouba, situado sobre una de las hermosas colinas que rodean a la ciudad. Numerosos casos de corrupción asedian al presidente, Ibrahim Boubacar Keita, que llegó al poder en 2013 con la etiqueta del hombre fuerte que necesitaba el país y que ha supuesto una enorme decepción. “En cuatro años han desaparecido unos 500 millones de euros de la Administración y la justicia apenas hace ningún esfuerzo para identificar a los culpables. Mientras tanto, no hay trabajo (40% de paro juvenil), la educación y la sanidad han tocado fondo y se incrementa la inseguridad ciudadana”, asegura Ras Bath, el joven que desde su programa de radio fustiga a la clase política y que se ha convertido en icono de una juventud sin horizontes.

En el mercado de Medina Kourá, Aisatou Dembelé, de 31 años, vende patatas y lechugas en un pequeño puesto. “Vemos jóvenes que andan de acá para allá robando al menor descuido”, dice, “motos, teléfonos móviles, bolsos, de todo. Antes había más respeto, estamos hartas. Incluso con armas de fuego, lo nunca visto”. La inseguridad ciudadana preocupa más que los atentados, Bamako ya ha vivido cuatro desde que comenzó la guerra pero siempre contra lugares frecuentados por occidentales. “Cincuenta mil atracos en un año”, revela Ras Bath, “es demasiado”.

En vistas de la precariedad y la falta de trabajo, el joven periodista Malick Konaté creó su propia agencia de comunicación hace un par de años, con la que gestiona quince perfiles de Facebook de empresas, pero sobre todo de ONG y agencias internacionales. “El país se sostiene gracias a la intervención extranjera”, asegura un diplomático. Konaté, de 24 años, es coordinador del movimiento ciudadano Trop c’est trop (Demasiado es demasiado) y uno de los artífices de las protestas que han sacudido a Bamako en los últimos meses y en las que miles de jóvenes dejaron oír su hartazgo en la calle.

A instancias del presidente, el Parlamento aprobó la celebración de un referéndum para modificar la Constitución y, entre otras cosas, adaptarla a los acuerdos de paz de Argel mediante la creación de un Senado. “¿Cómo vamos a tolerar un gasto millonario como ese si no hay dinero para pagar a los médicos o a los maestros? ¿Cómo se va a celebrar un referéndum si hay 59 distritos en el país sin presencia de la Administración, si la inseguridad en el norte es total? Dijimos no, al principio éramos cuatro en las marchas, luego fue una marea”, explica Konaté. La presión ciudadana logró que el Gobierno diera marcha atrás.

El camino que cogen miles de jóvenes es el de la “aventura”, como llaman a la emigración hacia Europa. Malí es país de origen y de tránsito a la vez. Sin embargo, los inquietantes testimonios de quienes han pasado por Libia, donde esclavizan o matan a los clandestinos, desaniman a muchos. La gran mayoría, como el guardián Moussa Koité, decide quedarse.

Además del negocio de la guerra y el contrabando, la otra empresa que parece prosperar en Malí estos días es la religión. Las mezquitas florecen. A la hora del rezo, en una discreta y embarrada calle del barrio de Djelibougou hay un considerable trajín. Aquí ha abierto hace unos meses un centro de oración que adoctrina de otra manera. El wahabismo venido de Arabia Saudí y de Qatar, la gasolina que alimenta el radicalismo, está cada vez más presente en Bamako bajo el manto de protección del presidente del Alto Consejo Islámico, Mahoud Dicko, hoy convertido en negociador del Gobierno con los rebeldes del norte.

“Hay un acuerdo entre políticos e imanes”, añade Ras Bath, “el Gobierno da fondos y no controla las mezquitas y, a cambio, cuando la cosa se pone fea los religiosos calman a la gente para que no protesten demasiado”. Sin embargo, hay una nueva generación de malienses que ya no acepta este pacto. En el cruce Carrefour des Jeunes, las camisetas con imágenes del expresidente muerto de Burkina Faso Thomas Sankara o con la palabra revolución en letras bien grandes se venden como rosquillas. “Hoy hemos comprendido que ni siquiera Dios quiere que los jóvenes nos quedemos sentados mientras vemos cómo este país se va por el sumidero”, añade.


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