Manifiesto contra la guerra comercial



Pronto sabremos si el buen desempeño del G7 en Biarritz supondrá el inicio de una rectificación en toda regla o una mera pausa en las guerras comerciales desatadas por Donald Trump.
Lo que sí sabemos ya, por las últimas estadísticas de comercio y de crecimiento, es que esas guerras —a las que se añaden inquietantes avatares como el del inminente Brexit— están siendo nefastas. Cuecen la caída del PIB y una probable recesión en zonas clave (Alemania, y por ende la eurozona); pavimentan la desaceleración de China y EE UU; y pergeñan un descenso sustantivo de la riqueza mundial.
También la historia había anticipado que el lema trumpista de que son “buenas y fáciles de ganar” (2/3/2018) es una imprudente falacia.

El ejemplo más ilustrativo es el de la Tariff Act o Ley de Aranceles Smoot-Hawley (17/6/1930) en EE UU. Como reacción al colapso de la Bolsa de 1929, el presidente republicano Herbert Hoover le dio un impulso definitivo, esperando que el incremento (del 20%) de los impuestos aduaneros a terceros compusiese sus cuentas, relanzase su exportación y reactivase la economía.
A plazo medio, sucedió natural y exactamente lo contrario. Entre 1929 y 1932, las importaciones estadounidenses desde Europa cayeron de 1.334 millones de dólares a 390. Pero las exportaciones también se desplomaron: de 2.341 millones a 784 (Departamento de Estado). Y el comercio global se redujo en torno a un 66% entre la fecha del crack y 1934: ¡a un tercio! La depresión nacional norteamericana se transformó así en la Gran Depresión global de entreguerras, eficaz comadrona del desempleo rampante y de los fascismos.
Alguien, y no solo la oposición política, había advertido a Hoover del desastre, urgiéndole a vetar la propuesta de los senadores Reed Smoot y Willis Hawley. Ese alguien fue un millar largo de economistas, en un famoso, breve y taxativo Manifiesto (5/5/1930). En el que predecían que los nuevos aranceles serían un “error”.
Y detallaban que “incrementarían los precios que los consumidores domésticos deberían pagar”. Que ello “aumentaría los costes de las nuevas producciones al tiempo que obligaría a los consumidores a subsidiar el despilfarro y la ineficiencia en la industria”. Que asimismo les induciría a “beneficiar a las empresas ya establecidas que gozasen de menores costes”. Y que al cabo “dispararían el coste de la vida y perjudicarían a la mayoría de nuestros conciudadanos” (Econ Journal Watch, septiembre 2007).
Es lo que sucedió en un monumento a la certeza de que la perversión de las guerras comerciales obedece a que ontológicamente se desempeña en una escalada. El país perjudicado por los nuevos aranceles reacciona ejecutando represalias, proporcionales en el mejor de los casos, y desaforadas en el peor. Joan Robinson elevó a categoría teórica esa enfermedad de procurar la recuperación con “políticas de empobrecer al vecino” (Beggar-my-neighbour remedies for unemploynment, en Essays in the theory of unemployment, Macmillan, 1937).
Estudios más recientes han fijado los sucesivos episodios de aquella secuencia de acciones y reacciones (comerciales y monetarias). Más de seis grupos de medidas (unánimes, pero de distintas intensidades según los distintos grupos de países) contabilizan Barry Eichengreen y Douglas Irwin (The slide to protectionism in the Great Depression, NBER, 1542, 2009). Dañaron, pues, a todos.Generaron un “auténtico pánico”, según acertó a describirlas la Liga de Naciones ya en 1932.


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