Marsé y el sur



Tarifa 14 de octubre
Emprendemos la marcha hacia Tarifa a las 8.15 de la mañana, en La Barca, cruce en la carretera de Málaga y Barbate, al pie del cerro de Vejer. En la parada de coches de la empresa Comes, dos números de la Guardia Civil embroman para matar el aburrimiento a un vendedor ambulante de tortas de aceite.
En Tarifa nos alojamos en una casa particular, en dos habitaciones que dan a un patinillo fresco y lleno de tiestos con plantas. Resulta complicado lavarse, solo hay un pequeño lavadero en el pasillo, y, como no son más que las diez de la mañana, decidimos ir a bañarnos en el mar. La playa es extensa y huele a salazones, a algas y a maderos podridos; hay unos niños de unas barracas cercanas que se bañan desnudos bajo la mirada vigilante de una muchacha; un hombre cava con un azadón, la espalda doblada sobre un terreno envallado donde la arena se mezcla ya con la tierra y donde se alza, en el centro, una casita de hojalata y madera. Los desagües de la ciudad y de las fábricas de salazones vienen a parar aquí.
Al regreso del baño echamos una ojeada a las fábricas de salazones. De vez en cuando, de los amplios portales salen niños corriendo con pescados de dos o tres kilos cogidos por la cola. Nos piden cigarrillos y nos explican que el pescado van a venderlo por las calles, y lo que saquen de la venta es suyo.

Escena en Torremolinos (Málaga). Albert Ripoll Guspi

Tarifa es una hermosa ciudad, con calles empedradas al estilo de Vejer, casas cuidadosamente encaladas y algunos patios bonitos que pertenecen a las fuerzas vivas —médicos, notarios, abogados, propietarios, etcétera—. Hay diminutos jardines, algo cursis y sin carácter, con mucha coloraina y chatos, sin la soberbia frondosidad que proporciona esa auténtica paz y que tienen otros jardines de Andalucía. El cordón de la ciudad, el del litoral sobre todo, está aún provisto de chabolas y lleno de niños que juegan con el fango, hombres ociosos que pasean con las manos en la espalda y la vista baja, borricos trotando, mujeres de rostro curtido y manos de hombre, que trabajan en las fábricas de salazones o que remiendan redes. El olor de esas fábricas de adobe de pescado, esparcido por el viento, invade la ciudad de punta a punta. Pasamos por la avenida de José Antonio (antigua calle de la Luz) y por calles que llevan nombre de general: General Queipo de Llano, General Varela, General Mola, General Moscardó. Ni más ni menos que en cientos de poblaciones españolas. En eso, lo bueno son los nombres antiguos: plazuela del Viento, plaza Perulero, calle del Lorito, calle de la Fuente, calle de la Esperanza, calle de la Amargura, Aljaranda, Peñita, Comendador.
Muchos soldados por las calles. Es domingo. Pasean en grupos, con las manos en la espalda y mirándose las puntas de las botas, hablan poco y a veces se dejan caer sentados en los bancos con ese particular aire de cansancio producido por el desesperante y absoluto no hacer nada. En el suelo de las tabernas hay virutas y serrín, cáscaras de gambas, huesos de aceitunas y colas de pescado que los soldados pisan con sus botas durante horas y horas sin decidirse a hacer nada como no sea permanecer aquí y seguir bebiendo.

Rota (Cádiz). Albert Ripoll Guspi

Otra vez la lluvia. Nos refugiamos en un portal de la calle de la Amargura, junto a dos soldados extremeños que fuman en silencio y con expresión de profundo aburrimiento. Nos dicen que en Tarifa jamás hay baile.
—Jamás de los jamases, rediós.
—Cine, sí.
Parece que las chicas se dan difíciles, y lo mejor que uno puede hacer, si es un poco listo, es emborracharse y santas pascuas.
—Aquí —dice el otro— las niñas no quieren saber nada con lo caqui. Ahora que, la que se descuida sale pinchada.
—Vaya.
—Ni una mala puta que meterse a la boca —exclama su compañero—. Una vez, cuando las ferias, vinieron dos de Algeciras, muy feas y viejas, y en cinco días se zumbaron a más de quinientos soldados detrás del campo de fútbol. ¡Y que no iban ligeras ni nada!

Escena en un asentamiento chabolista en Cádiz. Albert Ripoll Guspi

El castillo de Guzmán el Bueno está restaurado y convertido en cuartel de Infantería. Al entrar, el oficial de guardia se queda con la cámara fotográfica de Alberto, según exigen las ordenanzas. El castillo tiene escaso interés, la posible evocación que podrían despertar las viejas piedras está totalmente ahogada por la mezquina y degradante atmósfera cuartelera, ese olor a empedrado de garbanzos, a sobaco y a correajes. Nos acompaña uno de los soldados de la guardia, con evidente desgana. Al salir nos es devuelta la cámara, y Alberto descubre que la funda ha sido abierta y registrado el contenido, algunos documentos personales.
Al atardecer, Tarifa se hunde en el baño rosado del poniente: el encalado de las casas se tiñe ligeramente de rosa, lo mismo que los rostros de los paseantes. Desde las ocho hasta las diez y media, como en tantos pueblos y ciudades, la calle principal y la alameda son escenarios del bullicioso, lento y un tanto penoso paseo dominical. Empieza siempre siendo alegre, como una promesa de felicidad que ha de verse cumplida de inmediato, y termina como una procesión, la gente arrastrándose como gatos enfermos bajo la lluvia o como si tuvieran dolor de muelas, cruzándose docenas de veces antes de dejar de saludarse, demasiado vistos, con los temas de conversación agotados. De pura inercia mueven las piernas. Durante este paseo, la luz se apaga en toda la ciudad por tres veces, lo cual provoca el recochineo general y de manera particular en la gente joven, sobre todo en los soldados, algunos de los cuales seguramente aprovechan para pellizcar y meter mano a las muchachas que les niegan conversación. En medio de la oscuridad, las risas y los chillidos parecen clamar al cielo, por espacio de unos segundos, en favor de la restauración de todo cuanto había de pagano y auténtico en la condición humana del alma mediterránea, hoy sometida a extrañas ceremonias de santurrones de vasto estómago y de héroes enfajados que remojan su espada en agua bendita antes de cortar cabezas con ella. Quiero creer que bajo esos gritos desarmónicos, como de alegría y de espanto a la vez, como si atravesaran la noche de los tiempos y de nuestra más deprimente historia nacional, palpitan los más auténticos anhelos del pueblo.

El escritor Juan Marsé, en la plaza de toros de Ronda durante este viaje en 1962 Albert Ripoll Guspi

En medio de la gente hemos visto pasar varias veces al señor cura y a alguna autoridad militar con la familia. Y durante los apagones yo pienso en ellos, desorientados en medio de la muchedumbre por unos segundos, quién sabe si con una repentina y fugaz lucecita de espanto en sus ojos. Me gustaría poder decir — aunque sé muy bien que no es verdad— que acaso un antiguo y conocido escalofrío ha recorrido de nuevo su espina dorsal, y que aquella fría, terrorífica y solitaria gota de sudor ha resbalado otra vez desde su nuca hasta sus nalgas.
Con el ánimo de escapar por un rato a la contemplación —que empieza a ser obsesiva— de este espectáculo, abrimos los periódicos. ¡Pero hoy parece como si incluso los periódicos españoles hubiesen perdido su natural y desvergonzada disposición a la mentira! —apresurémonos a decir que no es más que un espejismo nuestro, por si al señor Fraga se le ocurre tomarnos la palabra—, y leemos, por ejemplo en El Correo de Andalucía, curiosidades como esta: Sección de Cáritas.
Viaje al sur, de Juan Marsé, con fotografías de Albert Ripoll Guspi, se publica en la editorial Lumen el próximo 27 de agosto.


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