Marsella, radiante y circular

Comencemos por un hecho demostrable (pero no irremediable): el ser humano es ciertamente estúpido. Dedica enormes sumas de dinero a viajar al espacio en busca de vida inteligente, a alcanzar planetas que le salven de una segura y cercana extinción. Y, sin embargo, le cuesta horrores imaginar que el paraíso más habitable del sistema solar, que llamamos Tierra, podría seguir siéndolo si cambiase solo unas cuantas cosas de sentido común. “Común” —y no “sentido”— es un término que asusta a la mayoría de políticos. Prefieren lo propio, la “nación”, que no es otra que el capital.

En Marsella, nación de Zinedine Zidane (“primero soy marsellés, después francés y argelino”) y también de Walter Benjamin, que pasó allí las últimas semanas de su existencia —por citar solo dos personalidades que han influido en la cultura de masas—, se está gestando el laboratorio de los conmonautas, la futura ciudad ecológica de 26 siglos de historia, la más antigua de Francia y la más fragmentada (dividida en 111 entidades administrativas), con un tercio de población argelina y hoy agobiada por las restricciones del confinamiento. Tiene casi tantas ratas por habitante como Nueva York o París, se las ve tan campantes, en las calles bordeadas por hermosos y escuetos edificios con las contraventanas cerradas a cal y canto. Son propiedad de fondos de inversión (otras ratas) en una ciudad con gravísimos problemas de vivienda. Con todo, Marsella exhibe una energía descomunal, y prueba de ello es el cambio de su Gobierno. Michèle Rubirola es la nueva alcaldesa verde y a ello se añade ahora, en alineación astral, la bienal itinerante Manifesta, hoy por hoy una de las pocas citas artísticas que parecen tener futuro tras la debacle cultural ocasionada por la pandemia.

Instalación de Ali Cherri en el Museo de Bellas Artes de Marsella.
Instalación de Ali Cherri en el Museo de Bellas Artes de Marsella.

Inaugurada ayer contra todo pronóstico, su 13ª edición incluye tres programas: Traits d’union.s (seis sedes, 48 artistas y colectivos), Le Tiers Programme (archivos) y Les Parallèles du Sud (86 proyectos en toda la región), y está conducida por los comisarios Katerina Chuchalina, Stefan Kalmár y Alya Sebti. Además de las exposiciones e intervenciones en sus distintas sedes, suma el proyecto urbanístico Le Grand Puzzle, dirigido por los holandeses MVRDV y The Why Factory, un estudio del nivel de “sostenibilidad” que podría alcanzar la urbe en pocos años si brotaran las “semillas del tiempo” (Fredric Jameson), es decir, la capacidad de sus habitantes de imaginar o fantasear sobre un futuro perfecto posible.

El evento artístico es abarcable y cose espacios de música y danza, galerías non profit, museos y colecciones en los barrios de Belsunce, Bourse/Noailles (Museo de Historia de Marsella), Opéra (Conservatorio, Museo Cantini), el Puerto, Le Panier (Casa de la Caridad) y Parc Longchamp, un pulmón construido en el XIX para aprovisionar de agua a la ciudad tras las pestes, con sus fuentes que conectan dos museos, Bellas Artes e Historia Natural, y un zoo sin bestias reales. En su lugar hay figuras de animales a escala ­real, cada uno emitiendo los sonidos propios de su especie. Como estar dentro de un libro infantil desplegable.

Desde hace décadas, Marsella cuenta con una tupida red de asociacionismo y cultura circular, con centenares de comunidades y colectivos artísticos organizados en torno a problemáticas sociales (vivienda, prostitución, pobreza, derechos LGTBI), una cualidad que comparte con otras urbes de escala relativamente parecida, como Barcelona y Bilbao. Muchas tienen protagonismo en Manifesta, especialmente en el programa Archivos invisibles del sorprendente Tiers QG. Otros llegan de fuera, como la pequeña biblia activista Group-Think, firmada por la danesa Stine Marie Jacobsen, que propone estrategias de entrenamiento sobre “inteligencia colectiva” que se practicarían en las clases de educación física para las protestas y movilizaciones masivas en las calles, como ponerse en círculo y lanzarse un balón inflable, al estilo del juego de la pelota maya pero sin usar las piernas; trazar la silueta de una persona sobre una sábana y rellenarla después con objetos y material utilizados en las manifestaciones; silbar, practicar métodos de respiración o lenguaje con las manos.

El vídeo 'Toli Toli' (2018), de la artista Minia Biabiany.
El vídeo ‘Toli Toli’ (2018), de la artista Minia Biabiany.

En las intervenciones artísticas de formato más convencional —no por ello menos eficaces en su activismo—, el nivel es muy notable. Muchos trabajos han sido producidos por la bienal a partir de investigaciones in situ, como el muy valioso de la arquitecta argelina Samia Henni, actualmente profesora en la Universidad de Cornell, y su estudio sobre le droit au logement realizado a partir del derrumbe de dos edificios en la Rue d’Aubagne, en el que murieron ocho personas y centenares se quedaron sin hogar; o las placas de cristal donde dibuja las plantas de la Unité d’habitation (1952) de Le Corbusier junto a las de las casas de los obreros que la construyeron. También los tótems del libanés Ali Cherri, cadáveres exquisitos en tres dimensiones; y las esculturas y vídeo de la artista guadalupeña Minia Biabiany sobre la manufactura de seda y el lenguaje de las manos como acto de sonoridad y sutil encuentro sexual. La antigua Casa de la Caridad abriga el conjunto más conmovedor, donde nos alumbran endemoniadamente los dibujos tridimensionales de la armenia Anna Boghiguian, que relee a Virginia Woolf (Al faro) y Clarice Lispector.

Al final, toda obra de arte es siempre un proceso hacia la luz: no hay obras maestras desconocidas. A diferencia de Balzac, en la novela de Woolf el cuadro que pinta Lily Briscoe adquiere forma y cuerpo con el paso del tiempo, pues la obra de arte pertenece a su época, a su espacio. En Marsella, el arte que se exhibe no será para exportar (¡aléjense los mercaderes!), sino que es circular: empieza y termina donde es, y todo de común acuerdo.

Manifesta 13. Marsella. Hasta el 29 de noviembre.


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