Ramón Andrés: “Nuestra verdadera leyenda negra es la desidia, la envidia y una cierta pereza”

Carlos, Merche, Marijoxe… Todos saludan a Ramón Andrés en Elizondo. El ensayista, poeta y aforista lleva viviendo tres años en este pueblo del valle de Baztán, al norte de Navarra, pero cualquiera diría que es vecino de toda la vida. Llegó de Barcelona, desalojado por la presión inmobiliaria y por el griterío de una sociedad enfrentada, y se instaló en un silencioso apartamento con vistas a “un occidente recortado de montes suaves y arboledas”. Desde allí caza con prismáticos “bandadas de aves migratorias”: cigüeñas, águilas pomeranas, cormoranes, ánades, grullas y garzas, según el inventario que Andrés (Pamplona, 1955) hace al final de su último libro, Filosofía y consuelo de la música (Acantilado).

Durante el confinamiento, un día fue a comprar y una mujer le gritó desde la otra acera: “¡Gracias por escribir!”. Otro cantar es la librería del pueblo, cuyo escaparate es un monográfico plurilingüe de la novelista Dolores Redondo, autora de la famosa trilogía policiaca del Baztán que, antes del coronavirus, abastecía de turistas literarios el valle. Ahora, la pensión Elizondo registra un lunes de finales de septiembre una ocupación equiparable a la del hotel de El resplandor, pero la rutina de Andrés no ha cambiado: paseo matutino con su perra, una hembra de podenco algo asustadiza, café en la pastelería Malkorra, “estrechez de recursos” y mucho trabajo. Vive aquí con su pareja, la filóloga Lola Josa, especialista en el Siglo de Oro, que pasa parte de la semana en Barcelona.

Solo la concentración que le brinda su “refugio” puede explicar la hazaña: Filosofía y consuelo de la música es un tratado de 1.164 páginas sobre la historia del “pensar transformado en música”, de los presocráticos a la Ilustración. “El contrapunto”, dice su autor, “son las referencias al consuelo que esta produce. Quizá sea el arte que más interviene en el ánimo. Y, por tanto, el que más consuela”.

Empleó tres años en su escritura (2016-2019), aunque parece fruto de una dedicación de décadas. “Siempre estoy llenando libretas de notas y aforismos. Si viviera 200 años”, advierte, “podría publicar muchos libros, pero me iré habiendo hecho una mínima parte”. El ensayo se lee como un complemento a dos de sus obras anteriores: El mundo en el oído (2008), sobre el nacimiento de la música en la cultura, y el monumental (1.776 páginas) Diccionario de música, mitología, magia y religión (2012, ambos en Acantilado). Al igual que este último, Filosofía y consuelo de la música está concebido como una “obra de consulta” (en la que se echa en falta un índice onomástico). “Es el último que escribo de este tipo; otro como este, y no lo cuento”, explica. “Era una deuda conmigo mismo. No existen precedentes de algo así, tampoco fuera de España. Al menos, yo no los conozco”. A partir de ahora se dedicará a ensayos “con un mayor elemento de recreación”. Ya trabaja en uno sobre Josquin Desprez, compositor renacentista de la escuela francoflamenca.

Ramón Andrés, en Elizondo (Navarra).
Ramón Andrés, en Elizondo (Navarra).

Andrés define sus libros como “viajes interiores que acompañan su soledad profunda”. Este arranca con una cita de Elias Canetti (“La música es el mayor consuelo por el hecho mismo de que no crea palabras nuevas”) y con la certeza de que, “más antigua que la literatura”, también es una herramienta contra el olvido, como ya sabían los griegos. Guiado por Boecio (480-524) —autor del influyente Consuelo de la filosofía, que escribió mientras esperaba su ejecución en la cárcel de Pavía—, el libro se detiene a las puertas del Romanticismo. “Lo dejé ahí por no agotar la paciencia del lector, de la editora [Sandra Ollo] y la mía”, aclara. “El camino hasta la Ilustración constituye un universo cerrado. Además, ya se ha dicho mucho de Nietzsche y su relación con la música. O sobre Adorno”.

Por sus páginas, repletas de historias e hilos de los que tirar, desfilan centenares de figuras tutelares de la cultura occidental: Pitágoras (capaz de oír “la música del cosmos”), la pionera Hildegard von Bingen, Juan Luis Vives o Lutero, “que tocaba laúd y flauta”, y dijo: “Si un maestro de escuela no sabe cantar, ni lo miraré”. También, “entre los duros de oído”, Kant o Spinoza. Vives es, para el autor, ejemplo de la secular sordera española. “Lo adoraban Erasmo y Tomás Moro, pero como era valenciano de familia de judíos conversos se tuvo que marchar. Nuestra verdadera leyenda negra es la desidia, la envidia y una cierta pereza”.

—¿Y por qué es este un país tan poco melómano?

—Yo diría que más bien es un poco sordo, también para la política. Los planes de estudio jamás han favorecido a la música. Algún que otro ministro de Educación ha intentado suprimirla. Y no es que no haya afición ni músicos de talento, pero siempre se la considera de rango inferior. Aquello que decía Torres Villarroel, “estos son músicos, el costado más alegre de los cuatro que tiene la locura”, sigue en pie. Aquí se busca un rendimiento inmediato, y la música no puede darlo. La derecha quiere escuchar siempre el mismo repertorio estancado y la izquierda considera que la música “culta” es elitista. ¿Qué hacer entonces?

Filosofía y consuelo… está también lleno de aforismos. Es en reflexiones como “la música es una manera de pensar el aire, un modo de aprender la vibración que la atmósfera deja en el oído” donde asoma su condición de poeta. Estos meses ha publicado Los árboles que nos quedan (Hiperión), donde naturaleza y cultura se mezclan con vivencias (“Noche de San Juan: creedme, no os miento, / he saltado 10, 12 hogueras de llama alta, / en Arizkun, calle abajo, a mi edad, pelo blanco y salto negro”) y recuerdos: “Cuando nací en la avenida Generalísimo Franco, / hoy llamada de la Baja Navarra, las carreteras / se contaban por accidentes. Asfalto de provincia / y miedo de los ingenieros a vérselas con los montes. / Fue el año de Pedro Páramo y en el que murió Einstein”. Al acabar el ensayo, dice, se compró “una silla de Decath­lon de 11 euros” y se fue al campo a componer esos poemas.

Aunque, normalmente, Andrés trabaja en su estudio, en un apartamento forrado de libros. Una biblioteca particular, con catálogos de arte antiguo, ensayos musicales, mucha filosofía (desde sus primeros balbuceos a Emanuele Severino, fallecido en enero y a cuya memoria está dedicado el libro) y poesía, que tiene una habitación propia. Su mesa de trabajo, sobre la que cuelga la maqueta de una trainera, está rodeada de reproducciones de cuadros y fotografías, una fotocopia de parte de la partitura del Réquiem de Ligeti, también citado en la dedicatoria, o un ejemplar de Parte de una historia, de Ignacio Aldecoa, “uno de los pocos novelistas” que lee de vez en cuando, para empaparse de su “castellano poderoso”. “Me da más vida un diccionario etimológico que una novela”.

Andrés, paseando cerca de su casa en Elizondo (Navarra).
Andrés, paseando cerca de su casa en Elizondo (Navarra).

Su capacidad de trabajo podría deberse a que se trata de un escritor tardío, aunque fuera un muchacho precoz. Su primer rastro en la cultura española es el disco Canta a Blas de Otero (1977), fruto de su amistad con el poeta bilbaíno, a quien frecuentó antes de cumplir los 20 en la casa de aquel en Madrid. Lo grabó para Ariola, en los tiempos de disquero de J. M. Caballero Bonald (“que nos dejó hacer lo que quisimos”, cuenta). Él ruega siempre que aquello se eche en el olvido. “Lo hice para independizarme de casa, pero el resultado no es bueno”.

Su familia se había mudado de Pamplona a Barcelona en pos de los negocios textiles del padre, que “era tan wagneriano”, que “solo con el tiempo” ha “aprendido a amar” la obra del compositor. Después vinieron sus años como cantante de música antigua, profesión que dejó (“desde entonces, he tendido a intelectualizar la música, más que a tocarla”) cuando confirmó su aversión a viajar. Y en esas sigue: autor de El luthier de Delft (2013), solo fue a la ciudad de Vermeer una vez publicado el ensayo, convencido por uno de sus cuatro hijos, fruto de dos relaciones anteriores.

“Me he podido dedicar a la escritura muy tarde, casi a los 50 años. Tenía una familia que sacar adelante. Y lo hacía con toda clase de trabajos editoriales: corregir, traducir…, he hecho muchísimas traducciones de negro, no me importa decirlo”. También contribuyó a fundar la revista Archipiélago (“nuestra forma de resistencia ante la retirada del humanismo”) y publicó una antología de poesía barroca, un diccionario de instrumentos musicales o una historia del suicidio en Occidente que retocó para su reedición hace cinco años. Fue Jaume Vallcorba, fundador de Acantilado fallecido en 2014, quien destapó al particular ensayista que llevaba dentro con la publicación de su vida de Bach a través de la biblioteca que el genio dejó al morir, un aceptable long seller aparecido en 2005. Luego vinieron obras sobre el Siglo de Oro holandés, el Lamento della Ninfa, madrigal de Monteverdi, la cultura contemporánea (Pensar y no caer) o, en No sufrir compañía, sobre ese silencio siempre anhelado y que se hizo por obligación en el confinamiento. “Todo el mundo lo agradeció. El silencio es bueno, por una mera cuestión física. En nuestra cotidianidad no pensamos, estamos continuamente recibiendo órdenes. El silencio lo pone todo en su sitio”.

También ha ido construyendo una base de lectores, atraídos por un estilo cristalino y una obra poco común en español, concebida desde los márgenes. En sus años barceloneses no solo era un autor (en castellano) ignorado por la oficialidad idiomática, sino que tampoco encajaba en el mundillo editorial, volcado casi siempre en el último novelista y poco interesado en asuntos como la música barroca. “No echo de menos Barcelona, salvo la compañía de algunos amigos. Pero no me he desentendido. Sigo la actualidad catalana con preocupación. Y veo que continúa instalada en el despropósito”, asegura al día siguiente de la sentencia de inhabilitación del president Torra. “No hay nadie inocente en esa disputa. Nadie. Hay una Cataluña de primera necesidad que no repara en ese problema [del independentismo] porque le parece menor. Cierran fábricas y llegar a final de mes es perentorio. Tenemos tanto amor a los bandos, al ‘ellos’, al ‘nosotros’, al ‘a por ellos’, que estamos estancados. Detesto los bandos. Si de algo estoy contento es de haberme zafado de las ideologías. Veo esa batalla izquierda-derecha como algo anticuado”.

Su receta para superar el desastre actual incluye “dosis profundas de sentido común y búsqueda de responsabilidad individual y de la vida ética. No sabes cuántas cosas se arreglarían solo con eso”. “La población tiene una actitud demasiado pasiva. Se queja de los políticos, pero delega en ellos. Y eso tampoco es justo. La gran revolución es vivir con lo necesario. Esa superproducción, esa inercia, esa manera de anticipar el futuro, tan propia de Occidente, es muy nihilista. Nos empeñamos en olvidarnos del presente”, añade, antes de que un vecino interrumpa sus reflexiones: “¡Bueno, agur, Ramón!”, se despide, mientras sale de la pastelería de Elizondo, rumbo a la mañana gris del Baztán.


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