Meta no existe y Mark Zuckerberg no es su dueño


Que Mark Zuckerberg no es trigo limpio es un asunto demostrado: la crisis de reputación de su imperio tecnológico se debe a asuntos tan graves como alterar procesos democráticos, incitar al odio o causar depresión a sus usuarios. El joven Zuckerberg ha primado sus intereses económicos por encima de derechos democráticos, ha ocultado información y ha hecho un uso ilegal de la que tenía en su poder. Sus malas praxis amenazan legal, económica y éticamente su imperio. Y aunque es cierto que la ley la va esquivando y que el dinero aún juega a su favor, la verdad es que la crisis de reputación que atraviesa podría ser el principio de su fin. Y como Zuckerberg lo sabe, ha decidido sacar un enorme conejo blanco de su chistera digital, para asombrarnos con su magia y lograr que dejemos de pedirle cuentas por su ilícito pasado. El conejito en cuestión se llama Meta, que es un diminutivo de metaverso y tiene dos características importantes. La primera es que aún no ha nacido y la segunda es que Zuckerberg no será su padre.

Meta no es una palabra que se haya inventado Zuckerberg sino que se usó por primera vez en la novela Snow Crash de Neal Stephenson (1992) y hoy es el término con el que visionarios y expertos del mundo digital nombran la tecnología que sucederá a internet. Es decir, metaverso es la construcción de un futuro virtual que todavía no existe. Hoy por hoy, la tecnología no permite ampliar nuestro mundo en una realidad de ciencia ficción por mucho que Zuckerberg haya desarrollado una campaña de marketing para vender una vez más lo que no es suyo. Primero se lucró con nuestros datos y ahora pretende sacar tajada del futuro digital de todos. Porque con este juego de magia, Zuckerberg ha decidido que el complejo ecosistema tecnológico que usaremos en el futuro —el metaverso del que muchos expertos hablan desde hace meses— llevará el nombre de su empresa (Meta), integrará a sus usuarios (1.800 millones por ahora) y ya de paso incorporará sus reglas. Metaverso es el futuro, explican expertos como Tim Sweeney, el CEO de Epic Games. Entonces Meta es y será mío responde Zuckerberg con su nuevo logo con forma de infinito. Sin embargo, está mintiendo. Hay muchas cosas que desconocemos del futuro virtual, pero sabemos con seguridad que Zuckerberg no será su dueño, igual que Facebook no es el dueño de internet, aunque no deje de intentarlo.

Pero ¿cómo sería un posible metaverso? Zuckerberg nos lo ha presentado como una especie de realidad virtual con cierto aire de distopía futurista donde nuestras vidas transcurrirán en entornos irreales, como una suerte de videojuego donde todos compraremos coches y casas hechas de píxeles y cambiaremos nuestra identidad por un sofisticado avatar. Sin embargo, un posible metaverso no sería una realidad paralela de segunda división —algo que ya conocimos en 2007 con el juego Second Life— sino una extensión real de la propia vida y de la identidad. Parece complicado pero lo cierto es que para entender metaverso no hace falta ser un gurú digital, ni siquiera disponer de unas gafas Oculus: basta con ser un trabajador pospandémico y tener una pizca de imaginación para aplicar sus posibilidades al entorno laboral, por centrarnos en un posible ejemplo.

Así, si existiera metaverso podríamos tener espacios virtuales eficientes de trabajo en vez de agotadoras sesiones de Teams o Zoom, las empresas podrían construir sedes virtuales a las que acceder desde cualquier lugar del mundo. Podríamos asistir a una charla en la otra punta del planeta sin coger un avión y manteniendo una interacción en tiempo real y de manera directa con las distintas personas que nos fuéramos encontrando. Porque una de las claves de metaverso es que podrán realizarse experiencias sin límite de usuarios simultáneos, algo que en internet es todavía imposible. Porque no estamos hablando de un streaming masivo sino de poder acudir realmente a espacios virtuales, donde relacionarnos sin intermediarios con cualquiera de los miles o millones de personas que allí habiten. No hablamos pues de un chat o un vídeo sino de una experiencia inmersiva que transcurre en tiempo real y que jamás se detiene. Por eso los expertos lo definen como un universo virtual persistente, que es precisamente lo que lo diferencia de un videojuego común y significa que si compras una sede para realizar las reuniones virtuales de tu empresa, estará allí cada vez que vuelvas a engancharte o que un miembro de la compañía quiera usarla.

Si así fuera, muchas de las empresas a las que nos desplazamos en atascos infinitos construirían (y pagarían) espacios virtuales de encuentro y producción y estos nuevos espacios modificarían a su vez el sentido y el valor de las ciudades. Así, con un metaverso eficientemente construido, la ubicación perdería su actual valor a la hora de calcular el precio de la vivienda y es posible que se consolidara un modelo energético mucho más eficiente. Si existiera un metaverso laboral, la propia idea de Estado asociada al derecho al trabajo tendría que reinventarse y aparecerían cientos de profesiones y necesidades completamente deslocalizadas. Lo que está claro es que metaverso no será un juguete para gamers ni una realidad de segunda división sino una revolución económica, social, política y ojalá que también ética. Y aunque la tecnología actual no permite aún construirlo, ha llegado el momento de pensarlo y hacerlo de todos. Hablamos de décadas, no de siglos. Metaverso no está, pero sí se le espera.

Y si metaverso va a ser algo más parecido a una ciudad que a una red social es evidente que sus únicos dueños habrán de ser sus ciudadanos. Es importante entender que no estamos hablando de un nuevo modelo económico o de entretenimiento sino de convivencia. Y para ser eficaz requerirá que sus habitantes posean algo así como una identidad virtual unificada, exactamente igual que sucede en cualquier ciudad. Esto supondría dejar de tener un millón de claves y contraseñas para los distintos ecommerces, redes sociales, cuentas de correo electrónico y apps que tenemos descargadas en el móvil y unificar en una sola identidad eficiente y transversal a todo el nuevo metaverso. Algo así como que Gmail e Instagram nos identificaran con la misma clave. Esto quiere decir que su construcción podría llegar a ser realmente compleja y que habrá muchos intereses que conciliar por el camino. Entre ellos los de millones de usuarios de las redes sociales que deseamos que nuestra identidad nos pertenezca en exclusiva.

Pero, si no es Zuckerberg, ¿quién será el dueño de metaverso? Para esbozar una respuesta basta con hacerse la misma pregunta sobre una realidad que todos conocemos mejor. ¿De quién es internet? Hoy podríamos decir que sus infraestructuras tecnológicas son fruto del trabajo y desarrollo de muchos (es un espacio público con millones de donaciones altruistas en su desarrollo). Que las reglas deben ser de todos, es decir, que debe existir un orden jurídico y político que exceda las reglas de las empresas o compañías con mayor poder digital, por mucho que esto escueza a los gigantes tecnológicos. Y que los contenidos deberán ser de quien los cree o produzca, ya sean grandes empresas o particulares. Sin embargo, Zuckerberg sigue obligándonos a firmar que todo lo que subimos a sus redes deja de ser nuestro. Y que todo lo que se comercializa (nuestros datos o contenidos) le pertenece.

Hoy no hace falta ser un experto para entender que un futuro salto tecnológico, un posible metaverso, debería estar sólidamente construido no solo tecnológicamente, sino también ética, política y legalmente. Esto lo sabemos los usuarios de a pie gracias, entre otras cosas, a los agravios causados por Mark Zuckerberg y su imperio ilícito de venta de identidades y contenidos producidos en su territorio. El internet de Zuckerberg no es el que queremos, eso es lo que dice la crisis de reputación que atraviesa. Y por eso mismo no ha de ser él quien nos explique el metaverso que está por venir. Meta no puede ser suyo porque será de todos. Y en el futuro Zuckerberg no debe ganar poder sino perderlo, porque eso hará que el mundo (real y virtual) sea mejor de lo que es hoy. Y por fortuna, no depende de su voluntad sino de la nuestra.

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