¿Querría usted tener 10 años hoy?


De repente, sin motivo aparente, la niña pregunta al padre: “Si pudieses volver a tener diez años, ¿querrías tenerlos hoy o cuando te tocó?”.

Lo interesante de la pregunta no reside tanto en las respuestas que puede generar, que, al margen de circunstancias e inclinaciones personales, obviamente dependen de en qué país y en qué momento cada cual tuvo diez años. Lo interesante se halla en la reflexión que la pregunta exige, que obliga a salir del cauce de la velocidad que nos empuja sin pedir permiso, del déficit de atención a lo trascendente, del deambular de un micromarco a otro sin contemplar casi nunca, de verdad, el panorama.

La semana europea que concluye se presta mucho a una reflexión de conjunto, a construir un juicio interior sobre este tiempo europeo. La COP26 en Glasgow ha puesto el foco sobre datos y voluntades de la emergencia climática; la pandemia avanza de nuevo desbocada en medio continente, al punto que el director regional de la OMS ha declarado a este diario que teme otro medio millón de muertos para el 1 de febrero; el Alto Representante de Exteriores ha empezado a presentar la nueva Brújula Estratégica de la UE, y el mensaje central es que “Europa está en peligro”, más de lo que nos damos cuenta, más que en las últimas décadas; la justicia europea ha ratificado una multa a Google de 2.400 millones por vulnerar la competencia, en un recordatorio del inquietante poderío de los gigantes tecnológicos; cientos de inmigrantes a la intemperie en la frontera de la UE remueven conciencias.

Cambio climático, pandemia, desequilibrio geopolítico con el ascenso de China, la penetración de las nuevas tecnologías en las vidas hasta el punto de, en muchos casos, resecar la vida interior de las personas (ese lugar que produce anclas que evitan derivas en las tempestades) o reducir el contacto humano son algunos de los aspectos problemáticos de nuestro tiempo.

Por supuesto, grandes progresos se contraponen a esas sombras: los extraordinarios avances de la ciencia, la mejora de la esperanza de vida, pasos hacia la igualdad de derechos y oportunidades en muchas sociedades. Y, por supuesto, otras épocas fueron azotadas por terribles lacras.

Dicho lo cual, no importa, realmente, la conclusión del ejercicio comparativo; sí importa, mucho, la voladura del apego inconsciente al concepto de progreso garantizado. Muchos europeos lo han perdido a base de heridas y esperanzas frustradas, molidos a palos por las dos brutales crisis que han arreciado en lo que va de siglo y por unas corrientes de fondo que dejan náufragos en el presente y preparan maremotos para el futuro. Pero demasiados otros siguen viviendo instalados en una irracional fe de progreso, ajenos a los retrocesos que lastran nuestro tiempo. Gran parte de Europa experimentó un progreso casi constante en la segunda parte del siglo pasado. Pero la historia recuerda que la humanidad no va en línea recta y ascendente.

La voladura de ese estado letárgico en el que muchos, en cada sector político, dormitan, es el pilar para la construcción de un nuevo contrato social en el que converjan las intenciones de las grandes familias políticas. Se hizo antes, puede volver a hacerse, y el proyecto europeo es la sede para gran parte de los cambios necesarios.

Días después, el padre contestó a su hija que, quizás, mejor entonces que ahora, pensando en los parámetros del tiempo (más lento) y espacio (más amplio) que facilitaron esa vida interior que él quiso para sí y desea para ella.

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