México: ¿esperanza o decepción?


El largo primer año de Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (empezó a gobernar informalmente en septiembre de 2018) ha terminado sin que queden en claro aún los verdaderos alcances de “la cuarta transformación”. López Obrador ofreció impulsar un cambio de régimen, entendiendo por ello el desplazamiento del grupo neoliberal que tanto en el Estado como en el mercado se apoderó de los aparatos e instituciones gubernamentales y controló sectores completos de la economía para su propio beneficio. Al mismo tiempo, dijo que habría de recuperarse la rectoría del Estado sobre la economía, distribuir la riqueza mediante políticas sociales asistencialistas y poner fin a la corrupción y a la impunidad. Según el presidente, la justicia social así lograda sería el principal factor de combate a la criminalidad y a la delincuencia, el gran flagelo nacional.

En ninguno de esos campos hay avances irreversibles ni derrotas totales. En primer lugar, la declaratoria de muerte del neoliberalismo en México ha sido completamente ilusoria. El modelo sobrevive en la medida que la integración económica con Estados Unidos y Canadá es irreversible. El nuevo tratado de libre comercio (T-MEC) marca de hecho una mayor reducción de la soberanía nacional, de suyo escasa. Si bien el presidente de México ha impuesto el poder del Estado a los empresarios nacionales por vías fiscales y contractuales y cambiando las prioridades de las grandes obras públicas, aquellos han respondido paralizando la inversión, lo cual es grave en un país donde 85% de la misma es privada. La apuesta de López Obrador al rescate de PEMEX y la CFE para reposicionar al Estado como actor económico principal enfrenta graves limitaciones técnicas y financieras. El combate a la corrupción, si logra consolidarse, ayudará a crear un capitalismo menos rentista y más competitivo, y un Estado menos capturado, lo cual sería un gran logro, pero ello no afectará la hegemonía del gran capital extranjero y nacional.

La redistribución de la renta se está impulsando por dos vías: la generalización de subsidios a adultos mayores, jóvenes y campesinos, y aumentando el salario mínimo. Los subsidios no sacarán de la pobreza a nadie, pues no atacan las causas de la misma, es decir, la falta de empleo, de infraestructura de salud y educación y de crédito a micro y pequeñas empresas. Los subsidios han sido pensados como remedios temporales e instrumentos clientelares. La forma en que se han levantado los censos de beneficiarios (por vías informales, opacas y sin reglas de operación) demuestran su sentido político. De hecho, López Obrador ha creado una especie de Estado en la sombra, que controla casi 20% del gasto público, carece de controles parlamentarios y civiles, y puede usarse para fines clientelares. Operadores de López Obrador controlan directamente una red administrativa que se ha impuesto a alcaldes y gobernadores y que crea una relación de dependencia directa, sin intermediarios, entre millones de beneficiarios de subsidios y el propio presidente.

Por otra parte, el aumento al salario mínimo es a la vez aceptado por los empresarios e impuesto desde afuera. Estados Unidos y Canadá quieren limitar la capacidad competitiva de México, basada hasta ahora en la explotación descarada de la fuerza de trabajo. Es por ello que el T-MEC incluye la imposición a México de nuevas leyes e instituciones laborales y la vigilancia externa de su cumplimiento. Son buenas noticias para los trabajadores mexicanos, pero la implementación de estas medidas va a ser motivo de múltiples conflictos internos y externos.

El combate a la criminalidad y la violencia es el mayor déficit del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien, igual que sus antecesores, cree que la solución radica en la militarización de la seguridad pública y en el reparto de subsidios y no en la creación de policías, fiscalías y poderes judiciales modernos. 2019 será el año más violento del que se tenga registro, y no hay una política de construcción de instituciones de justicia. Esta tragedia todavía no se expresa en caídas francas de popularidad del presidente, pero lo hará.

La centralización de todo poder de decisión en el presidente, la construcción de un Estado paralelo a través de un mecanismo informal de reparto de subsidios (Servidores de la Nación y superdelegados), la concentración de la información en la voz del presidente a través de conferencias de prensa diarias (las mañaneras) y la subordinación creciente de los otros poderes del Estado y niveles de Gobierno a López Obrador configuran el otro rasgo central del “nuevo régimen”. El presidencialismo encarnado en un líder providencial no es una novedad en México. En el viejo régimen autoritario, cada nuevo presidente simbolizaba la renovación de la esperanza. Pero nunca como ahora el presidente había creído realmente que su liderazgo representa el fin de un ciclo y el comienzo de otro, y ello porque él mismo encarna otra moralidad, una misión histórica.

Muchas cosas han cambiado, pero todo sigue igual. Un cambio de régimen no se logra por decreto. En ausencia de movilización ciudadana, de una sociedad civil vital y de oposición política legítima, El presidente mexicano gobierna en solitario sin otras restricciones que las impuestas por el capital extranjero y nacional. Pero su proyecto mira hacia atrás, hacia la restauración de un pasado nacionalista-populista, Estado-céntrico y autorreferencial. La obvia inviabilidad de ese proyecto obliga a pensar en las formas que tomará la consolidación de este Gobierno y las resistencias al mismo.

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