“Mi único papel era ir de su brazo”: la dulce venganza de Anjelica Huston tras ser solo “hija” y “novia” demasiados años

by

in



En apenas una década, Kathleen Turner pasó de ser “la actriz más deseada de Hollywood” al hazmerreír de la prensa. Hace 25 años su erotismo de mujer fatal se transformó en un sobrepeso intolerable para la industria y lo más memorable que ha hecho desde entonces es parodiar su envergadura física interpretando al padre de Chandler en Friends. Turner decidió ocultar el verdadero motivo de su deterioro físico, una enfermedad autoinmune que iba a dejarla en silla de ruedas de por vida, y prefirió dejar que el mundo creyese que era alcohólica. “Los productores saben lo que son las adicciones y están acostumbrados a gestionarlas. Pero si yo decía ‘tengo una enfermedad misteriosa incurable y no sé si seré capaz de caminar mañana’ nadie iba a contratarme. Así que cuando intentaba agarrar una taza y no lo conseguía todo el mundo asumía que estaba ebria”, confesaría la actriz años después. Hoy Kathleen Turner cumple 66 años y, en contra de aquel primer diagnóstico, sigue caminando. Aunque no sea en la dirección que los demás esperaban de ella.
Su debut en el cine marcó su imagen para la posteridad. En Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981), Turner se encerraba en su mansión para intentar contener sus deseos pero William Hurt entraba rompiendo la puerta de cristal con una silla. En la escena más icónica de la película, la actriz agarraba el pene de Hurt trayéndolo a la cama para un segundo coito. De este modo, la actriz entró en el imaginario colectivo como una mujer con una iniciativa sexual insaciable, una de esas mujeres fatales manipuladoras del cine negro por las que merecería la pena perderlo todo.

“Los productores saben lo que son las adicciones y están acostumbrados a gestionarlas. Pero si yo decía ‘tengo una enfermedad misteriosa incurable y no sé si seré capaz de caminar mañana’ nadie iba a contratarme. Así que cuando intentaba agarrar una taza y no lo conseguía todo el mundo asumía que estaba ebria”

Y luego estaba aquella voz. Turner llevaba practicando su dicción desde la adolescencia poniéndose gomas de borrar en la boca de modo que cuando irrumpió en el cine no sonaba como el resto de actores de la época, que aspiraban a parecer personas normales: Kathleen Turner sonaba como alguien que había modulado su voz profesionalmente para ser algo aún mejor que una actriz. Quería ser una estrella. El crítico Richard Schickel la describió como “la primera presencia auténticamente misteriosa del cine desde Greta Garbo”. Turner era el tipo de mujer que en las entrevistas aseguraba que cuando entraba en una habitación los únicos hombres que no se fijaban en ella eran gais o estaban muertos. Jack Nicholson, Warren Beatty y Michael Douglas apostaron cuál de los tres se la ligaría primero. Ninguno lo consiguió.
“La mujer más codiciada de Hollywood”, según People, encadenó una racha que pocas estrellas han igualado: Un genio con dos cerebros (Carl Reiner, 1983), para cuyo casting tuvo que luchar porque el director no la veía como cómica y en la que Steve Martin alababa que tuviese “un trasero en el que querrías comer tu almuerzo”; Tras el corazón verde (Robert Zemeckis, 1984), donde también tuvo que derribar los prejuicios de unos productores que no la creían capaz de interpretar a una mujer normal y corriente con inseguridades; El honor de los Prizzi (John Huston, 1985), en la que interpretaba a una asesina de la mafia y Jack Nicholson la admiraba diciendo “no sé si matarla o pedirle matrimonio”; Peggy Sue se casó (Francis Ford Coppola, 1986), que le dio una nominación al Oscar, y ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, donde dio voz a otro sex symbol, Jessica Rabbit. La voz de Kathleen Turner fue uno de los fetiches del Hollywood de los ochenta, “tan llena del timbre grave de la tentación que podría llevar a un obispo a patear una ventana” según la describió la periodista Maureen Dowd en el New York Times parafraseando a Raymond Chandler. “Tiene el pelo de Lauren Bacall, las caderas de Rita Hayworth y el humo de nicotina de Susan Hayward”, admiraba Stephanie Mansfield en The Washington Post, tras dedicar los siete primeros párrafos del reportaje a describir su aspecto. El mito de Kathleen Turner se forjó mediante dos frases de Fuego en el cuerpo (una que decía ella: “No eres muy listo, me gusta eso en un hombre”; y otra que le decía William Hurt: “No debería estar permitido salir a la calle con ese cuerpo”) hasta el punto de que cuando su prometido, el agente inmobiliario Jay Weiss, le decía a sus amigos que se iba a casar con ella, la mayoría reaccionaba preguntándole si era así de zorra en la vida real.
“Jamás me planteé casarme con un actor. Nunca he visto a un actor pasar por delante de un espejo sin mirarse a sí mismo. ¿Quién necesita dos personas así en una familia?”, se preguntaba Turner. la actriz reconoció que se casó porque se sentía deprimida tras el rodaje de Tras el corazón verde, en el que recibió “una cantidad de atención que la mayoría de personas no recibe en toda su vida” en una experiencia irreal que lleva a muchos actores a pasarse toda su vida buscando más atención. Cuando la actriz se negó a rodar la secuela, La joya del Nilo (Lewis Teague, 1985), Paramount la demandó por incumplimiento de contrato pidiéndole 22 millones de euros. “[Su personaje, Joan Wilder] era una endeble de repente. Ni siquiera intentaba salvarse a sí misma y eso no encajaba con el personaje. Además, había diálogos de dudoso gusto como: ‘Si nos dais a la mujer durante una hora os dejaremos vivir’. No me gustan las bromas de violaciones” argumentaba entonces la actriz. Hasta que Douglas, que también era productor, no accedió a traer de vuelta a la guionista de la primera parte Turner no se comprometió a rodarla. Pero para entonces su reputación yacía en la fosa común de las “actrices difíciles”.

Escena de ‘La joya del Nilo’, una de las varias películas que rodó con Michael Douglas. Getty Images

“Hay gente que encuentra la seguridad en sí misma de Kathleen Turner un poco fastidiosa” arrancaba Barbara Walters en una entrevista con la actriz de 1989, “la mayoría de los hombres dicen que podrían escuchar el sonido de su voz incluso aunque no tuviera nada que decir. Pero tiene mucho que decir”. Sus criterios para aceptar un papel eran que no interpretaba a víctimas ni a personajes cuya ausencia, si los eliminabas del guion, no afectaría a la trama. Tras la demanda de Paramount empezó a exigir la aprobación del guion. En Detective con medias de seda (Jeff Kanew, 1991), una comedia de acción cuyo eslogan promocional era “¡Es tan sexy como lista!”, vetó la sugerencia de Disney de ponerle un novio que la salvase al final. “No me he pasado dos horas construyendo a esta heroína para que aparezca un hombre y diga ‘déjame a mí’”, explicaba en plena promoción de la película.
Durante el rodaje se rompió la nariz porque se empeñaba en rodar ella misma sus escenas de acción, para así lucir aquel físico atlético y robusto que la diferenciaba del resto de actrices. Cuando en el clímax de La guerra de los Rose se liaba a mamporros con Michael Douglas, nadie tenía ninguna esperanza de que él fuese a ganar. Por eso resultó tan dramático que un par de años después el cuerpo de Kathleen Turner, objeto de deseo y herramienta de poder, empezase a fallarle. “Hubo un sentimiento de pérdida. La artritis reumatoide me llegó casi a los cuarenta, los últimos años en los que Hollywood me consideraría una protagonista sexualmente atractiva. Lo más difícil era que gran parte de mi confianza provenía de mi fisicalidad. Si no la tenía, ¿quién era?” recordaría la actriz. Cuando se reunió con el director de Cuidado con la familia Blue (Herb Ross, 1993), este se limitó a pedirle que adelgazase 15 kilos.

Decidió hacer Dos tontos muy tontos 2  cuando se enteró de que el personaje aparecía descrito en el guión como “una Kathleen Turner de segunda”: llamó a los directores y les informó de que por un módico precio podían tener a la original

Durante el rodaje de Los asesinatos de mamá (John Waters, 1994), la actriz empezó a sentir dolores, a notar hinchazones en sus articulaciones y a no poder mover el cuello. Su médico le dijo que quizá estaba pasándose de vanidosa y que se comprase zapatos más grandes. Tras un año de pruebas le diagnosticaron artritis reumatoide, una inflamación incurable cuyo único tratamiento, paliativo, eran entonces los esteroides y la quimioterapia. La actriz empezó a hincharse, a olvidar sus diálogos y a mostrarse irascible con sus compañeros, así que la prensa alternó chistes a costa de su sobrepeso (“La secuela de Fuego en el cuerpo se va a titular ‘Grasa en el cuerpo’”, recuerda la actriz en su autobiografía como uno de los más hirientes) con rumores de que era alcohólica. Ella decidió dejar correr las habladurías para no admitir su enfermedad crónica. Y entonces se convirtió en una vieja gloria: en una galería de los mejores pechos de la historia del cine, la edición estadounidense de GQ alabó el desnudo de Turner en Fuego en el cuerpo para a continuación insertar el chiste “Luego hizo Los asesinatos de mamá, así que perdón por arruinar tu erección”.
En los peores momentos de la enfermedad, su hija Rachel (que entonces tenía diez años) tenía que acercarle la cuchara a la boca para comer. Pero Turner nunca dejó de trabajar, solo optó por papeles secundarios como el de la madre de Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 1999) o el padre transformista de Chandler en Friends porque sabía que no estaba en condiciones de liderar una producción. “Pero según el dolor iba a peor, descubrí que el vodka lo paliaba maravillosamente” confesaría ella misma. Paradójicamente, Turner acabó volviéndose alcohólica para soportar la enfermedad que había llevado a la prensa a tacharla de alcohólica por error.

Kathleen Turner en Nueva York en noviembre de 2019. Getty Images

Cuando recibió un guión que describía su personaje como “tiene 37 años pero sigue siendo atractiva”, Turner decidió mostrar su cuerpo de 46 desnudo sobre el escenario en El graduado en 2000. La función vendió todas las entradas. Tras desmayarse en un lavabo (en su día libre, aclara, porque su alcoholismo nunca afectó a su profesionalidad) se sometió a un tratamiento de desintoxicación y cosechó las mejores críticas de su carrera y una nominación al Tony por ¿Quién teme a Virginia Woolf? en 2006. Turner convenció al dramaturgo Edward Albee, que llevaba 30 años sin autorizar la representación de la obra, de que ella personificaba a esa mujer de apetitos voraces a la que la vida había pasado por encima. Los nuevos medicamentos para la artritis reumatoide consiguieron que su enfermedad remitiese y desde entonces ha vuelto a trabajar, pero Hollywood no tiene sitio para las mujeres como ella.
En las últimas dos décadas ha aparecido en cinco películas. Decidió hacer Dos tontos muy tontos 2 (Bobby y Peter Farrelly, 2014) cuando se enteró de que el personaje aparecía descrito en el guión como “una Kathleen Turner de segunda”: llamó a los directores y les informó de que por un módico precio podían tener a la original. En aquella comedia parodiaba su pasado como sex symbol al interpretar a una novia de juventud de Jeff Daniels tan explosiva que cuando Jim Carrey la veía con su aspecto actual se negaba a creer que esa mujer “con los mofletes como un pez globo” pueda ser la tía buena que recordaban.
En 2005 se separó de su marido, a quien asegura haber sido fiel durante 22 años, porque él “estaba cansado de ser el señor Turner” y deseaba una vida apacible, mientras que ella quería seguir siendo Kathleen Turner. En cuanto se divorció dejó de tener tantas ganas de beber. “A veces pienso que me quedó mucho por explorar durante mis treinta y mis cuarenta, me encantaría volver a enamorarme y volver a tener sexo. Sexo del bueno”, lamentó en Vanity Fair. El año pasado Turner volvió a los titulares cuando describió la forma en la que Donald Trump estrechó su mano cuando se conocieron en los 90: “Cuando te agarra la mano, frota en círculos su dedo índice contra tu palma. Supongo que él lo considera muy sensual o sexy, pero es una sensación horrible”. Asegura que no se ha operado porque sería incapaz de interpretar sin cejas, confiesa que no entiende dónde guardan los intestinos las actrices jóvenes actuales y critica que Hollywood se siga sorprendiendo cada vez que una mujer no tiene el mismo aspecto a los 60 que a los 30. “En América somos unos hipócritas, utilizamos mujeres desnudas hasta para vender cerveza pero no hablamos sobre el sexo. Y desde luego no hablamos sobre el sexo de las mujeres maduras”, denunció.
Ella no ha tenido relaciones desde su divorcio, porque ahora todos los hombres que le interesan son gais o están muertos. “Conozco un par de tipos estupendos, pero estaban casados y sus mujeres me caían bien. Bueno, una de ellas me caía bien”. Y aunque no tiene previsto jubilarse, sí ha pensado cuál será su epitafio: “Más mujer de la que jamás podrás tener, más hombre de lo que jamás podrás ser”.
Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.


Source link