Mitch McConnell, árbitro y defensa en el ‘impeachment’



En foto, el líder republicano Mitch McConnell en el Capitolio. En vídeo, comienza el juicio a Donald Trump. FOTO: EFE / VÍDEO: REUTERS

Sucedió el pasado 12 de diciembre, en una entrevista con Sean Hannity, estrella de la Fox y forofo indisimulado del presidente Trump. Hannity hablaba con Mitch McConnell, el hombre que más años ha servido como líder republicano en la historia del Senado, sobre la ofensiva del partido para llenar los tribunales federales de jueces conservadores durante la presidencia de Trump.
—Me sorprendió que el expresidente Obama dejara tantas vacantes y no tratase de colocar a nadie en esos cargos —dijo Hannity.
—Le diré por qué: yo estaba al mando de lo que hicimos durante los dos últimos años de la Administración Obama —le respondió McConnell.
Entonces, el legislador republicano de 77 años se rió. Mirando a la cámara, una carcajada en tres tiempos, de ritmo perfecto: “Jajajaja. Jaja. Jajajaja”. Y aquella risa malvada, inmediatamente viralizada en las redes sociales, no solo fue excepcional porque la inexpresividad de McConnell es legendaria en Washington. Fue excepcional por la naturalidad y la ligereza con las que el líder de la mayoría del Senado admitía abiertamente haber bloqueado, en nombre de sus intereses partidistas, el normal desarrollo del sacrosanto principio de la separación de poderes.
No le tembló el pulso al mantener vacante un asiento del Tribunal Supremo durante 11 meses. Ni al cambiar, ya con un republicano en la Casa Blanca, dos veces las normas del Senado para permitir un récord de confirmaciones de jueces conservadores. Contribuyendo decisivamente a sumirlo en una virtual inacción legislativa, ha reducido al gran órgano deliberativo a una fábrica de aprobaciones de nombramientos del presidente. Durante sus cinco años como líder de la mayoría republicana en el Senado, dos durante la presidencia de Obama y tres durante la de Trump, McConnell ha convertido el bloqueo en un arte. Ahora, cuando toma los mandos del impeachment, a nadie sorprenderán sus maniobras para tratar de reducir el extraordinario proceso constitucional a un mero bache en el camino a un segundo mandato de Trump.
“El deber del Senado está claro”, dijo McConnell en diciembre, una vez aprobado en la Cámara baja el impeachment a Trump, por los cargos de abuso del poder y obstrucción al Congreso, sobre los que a partir del martes próximo se le juzgará en el Senado para decidir sobre su destitución. “Solo un resultado preservará los precedentes esenciales en lugar de romperlos en pedazos en un ataque de furia partidista, porque un partido sigue sin poder aceptar la elección del pueblo estadounidense en 2016”.
Él sí la aceptó. Eso sí: a regañadientes. Tardó mucho en resignarse a la toma del partido al que ha dedicado toda su vida adulta por un iconoclasta como Donald Trump. No lo hizo hasta mayo de 2016, cuando ya no quedaba nadie capaz de disputarle la nominación. Y el comunicado en el que anunció su respaldo fue, cuando menos, poco entusiasta: “Me he comprometido a apoyar al nominado elegido por los votantes republicanos”, escribió.
Pero resulta que, con el tiempo, han construido una improbable sinergia de naturaleza básicamente transaccional y mutuamente beneficiosa. “Creo que, aunque somos bastante diferentes en todos los sentidos que se puedan imaginar, hemos realizado un buen trabajo en equipo para lograr tanto como podamos”, resumía el propio McConnell en una entrevista con The New York Times.
Su propia relación con Trump es una de las cosas que McConnell, quien también se presenta a la reelección en noviembre, deberá tener presentes en el proceso. Con cualquier gesto que implique un distanciamiento de la doctrina oficial de la “caza de brujas” se arriesgaría a un rapapolvo del presidente que alienaría a sus votantes republicanos de Kentucky, Estado al que representa en la Cámara alta desde hace 35 años. El proceso, en suma, pondrá a prueba la capacidad de McConnell para navegar las salvajes corrientes de un juicio al presidente en año electoral y, al mismo tiempo, no comprometer la honorabilidad de la institución que constituía su objetivo vital desde mucho antes de que ingresara en ella en 1985.
Porque, así como para muchos senadores el escaño es la casilla de salida para una carrera a la Casa Blanca, para McConnell la Cámara alta constituye el fin en sí misma. Su aspiración, desde siempre, fue convertirse en parte de esa reducidísima élite de operarios de la gran sala de máquinas del Estado. Cuando hacía las entrevistas para ingresar en la facultad de Derecho, según su biografía autorizada (Líder republicano, de John David Dyche), un profesor escribió, sin dejar lugar a la duda, que McConnell “será un senador de Estados Unidos”. Erudito de la historia política estadounidense, la paradoja es que una de las personas que más ha hecho por polarizar la institución es, a la vez, uno de sus mayores defensores.
“Es un tiempo difícil para nuestro país, pero este es precisamente el tipo de momento para el que los fundadores crearon el Senado”, dijo McConnell el miércoles. “Confío en que esta institución pueda elevarse sobre el cortoplacismo y la fiebre partidista y servir a los mejores intereses a largo plazo de nuestra nación. Podemos hacerlo, y debemos hacerlo”.
McConnell sabe que tiene los votos para exonerar a Trump. Pero no quiere que el juicio en el Senado se convierta en el espectáculo partidista que han ofrecido tanto el proceso en la Cámara baja como los prolegómenos del propio juicio que empieza el martes. Quiere un juicio rápido, que garantice la exoneración del presidente, pero que no comprometa la dignidad de la institución. Y tampoco la suya propia.


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