Muere Antonio Franco, constructor de periódicos


Tras diez años de lucha contra el cáncer (hasta el último minuto, exitosa) y medio siglo largo de apasionada entrega al periodismo, acaba de morir en Barcelona (sin molestar), Antonio Franco (1947), periodista. Más que eso: un gigante del periodismo. Y de la creación de periódicos y sus equipos humanos, sobre todo El Periódico de Cataluña, que fundó en 1978 como gran diario popular progresista; y EL PAÍS, que contribuyó a recrear en 1982 como diario bicapitalino de ambición e implantación global española.

Y una gigantesca figura humana, que ha sabido trasladar su envergadura física y moral, y su gran olfato por las noticias y las tendencias sociales, al quehacer democrático de su ciudad y su país, con un profundo sentido de la equidad (“hay que ser justos”, era su lema); la honestidad profesional (“chequear, chequear, chequear”, exigía); y la urgencia del cambio permanente, siempre desde la primera persona del plural: “Nosotros hemos estado, hemos empujado…”, musitaba estos últimos días, sonriendo, entrecortado, “… y además, nos hemos reído mucho”. En plural, en equipo, como hemos querido despedirle, con varios textos redactados a cuatro manos.

Antonio Franco Estadella pertenecía a una raza en extinción, la de los grandes directores de periódico. Unos personajes entregados y devorados por su oficio, antiguos e imprescindibles, de “vida apasionante y frustrante, movilizadora y culpabilizante, intensa y vana, urgente y efímera, la que Camus amó fugazmente”, como los definió uno de ellos, Jean Daniel, que lo fue del Nouvel Observateur.

Pero él no aspiraba a ser otra cosa que periodista de libreta y bolígrafo, reportero, cronista de fútbol, ese deporte al que tanto amó como fan blaugrana (¡y del Elche!): podía untarse la cara de sus colores para ir con los amigotes a Wembley. Se veía a sí mismo como la contrafigura de un director convencional, jerárquico, altanero y sentencioso. Se sentia un “xava” –pronúnciese “chaba”–, un chico de barrio (de la Sagrada Familia), más cerca del pijoaparte de Juan Marsé que al pijo de la Bonanova o de Pozuelo. Más un coordinador y hermano mayor de su equipo, auscultando la calle, al portero y a la quiosquera, y acercándose al teletipo, que un director distante en el puente de ordeno y mando de un despacho alejado y distante. Un estilo que era trasunto de sus firmes (pero flexibles) convicciones ideológicas, trabadas de la pátina cristiana de base (juvenil), un laicismo radical de inspiración francesa (aportado por su mujer, Mylène Bigatá, hija de maestro exiliado español) y un republicanismo familiar (socialdemócrata) de los derrotados (de Lleida), pero nunca humillados ni partidarios del desquite.

“Nosotros éramos los salvajes”, recuerda en una de las escasas entrevistas que se dejó hacer, en L’Avenç para definir sus primeros pasos en las revistas satíricas Barrabás y El Papus, en 1972, que fundó en plena dictadura, cuando la realidad se explicaba mejor desde el humor y la viñeta. Salvaje y respetuoso –también en el Diario de Barcelona de Martín Ferrand, Josep Pernau y Tristán La Rosa–, arquitecto de cómo construir una redacción y sus códigos, Antonio Franco ha sido, quizás, el último grande del oficio en Cataluña. Respondía a la sabia descripción de Daniel y también a la figura moral de Camus, en su compromiso ciudadano y en su amor a la verdad y al oficio.

Porque dirigía de verdad el periódico, en vez de dejar que se intoxicara desde los poderes exteriores como antaño (y a veces también como hogaño), y mantenía con rumbo la línea informativa y editorial. Esa línea ahora enredada y perdida en el periodismo soluble e instantáneo y en la captación de la atención en vez de la obligación de la novedad contrastada, de los análisis rigurosos y de la valoración equilibrada. Y supo hacerlo, también, gracias a su increíble capacidad de seducción hacia los dos más grandes empresarios de prensa de la Transición (y sin embargo, tan distintos), Antonio Asensio y Jesús de Polanco, sobre la base de la claridad de intenciones, la complicidad mutua, la independencia, la devoción al imperativo del oficio y el respeto a los legítimos intereses de sus compañías.

Oso Baloo, como se le llamaba cariñosamente, supo sintonizar como pocos con su entera generación, conectarla con la mejor tradición del periodismo catalán y convertir su trabajo en un legado y en un magisterio. Abarcar a la vez el reporterismo más popular y el periodismo más serio, los deportes y la política, la cultura y la información internacional, la sociedad y la economía. Descubrir y promover el genio libertario de los talentos individuales y organizar el disciplinado trabajo en equipos. Pocos periodistas destacados del último medio siglo han salido en Cataluña, directores de periódico incluso, que no exhiban en su trayectoria la huella poderosa y fraternal del ogro alegre y laborioso que fue Antonio; una influencia que se extendió, amable, crítica y divertida, al conjunto de la prensa española.

Su desaparición ahora, en un momento tan delicado del oficio, con frecuencia sumido en el desprestigio, obliga a evocar el contraste que ofrece el momento de un relevo trascendental en la historia del diario EL PAÍS, uno de los dos diarios en los que su paso dejó un precioso legado profesional y personal. Antonio Franco fue el primer director de la edición catalana del periódico, fabricada por una redacción que él mismo seleccionó y organizó en 1982, y de la que quedó descartado el que fue primer corresponsal y delegado en Cataluña, Alfons Quintà, desgraciado protagonista de una trayectoria infamante para el oficio. El negro relato de su peripecia vital, escrito por Jordi Amat, es exactamente el envés miserable del trabajo digno, libre, decente y ejemplar que ejerció y enseñó Antonio Franco.

Más allá del periodismo, es notable la aportación de Antonio Franco al catalanismo plural y abierto, tan minorizado en la última década, en Barcelona y en Madrid. Pocos ciudadanos, ya no tan solo periodistas, han hecho tanto catalanismo y han defendido tan bien el autogobierno en Madrid y han hecho a la vez tanto españolismo constitucional en Barcelona. En las palabras, por supuesto, porque el periodismo se hace con palabras escritas y habladas. Pero también en los hechos, en la organización del periódico, en el sistema de trabajo, en la participación cruzada entre redacciones. Lo hizo primero con El Periódico y luego con EL PAÍS, periódicos ambos en deuda con su aportación a la construcción todavía en marcha de una España y de una Cataluña plurales, incluidas una en la otra y ambas incluyentes.


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