‘Muerte en el Nilo’: Kenneth Branagh se supera con su Hércules Poirot

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En el año 1937, Agatha Christie publicó una de sus novelas más irresistibles. Muerte en el Nilo ofrecía pasión devoradora, escenarios de un exotismo mítico y ligeros apuntes históricos, económicos y sociales dignos de su enorme capacidad de observación: familias arruinadas tras el crash de 1929; enlaces matrimoniales articulados a causa del dinero; casas reales europeas venidas a menos, conciencia de clase (alta) y, sobre todo, el sempiterno dolor amoroso. El amor mata, nos venía a decir.

Quizá por la suntuosidad de esos escenarios, con las pirámides como eje, y el hecho de que no resulte barato ambientar la historia en semejantes localizaciones, Muerte en el Nilo solo había sido adaptada al cine una vez, en una de esas producciones tan habituales de finales de los años setenta, particularmente en el subgénero de catástrofes, cargadas de estrellas venidas a menos y dirigidas por realizadores que también habían vivido tiempos mejores. John Guillermin, al mando unos años antes de El coloso en llamas, fue el encargado de dirigir a mitos como Bette Davis, David Niven, Jane Birkin y Mia Farrow, con un guion de Anthony Shaffer, autor de la prodigiosa La huella.

Tras bastante tiempo sin que Hollywood se preocupara de los relatos de Christie, en principio pasados de moda, Asesinato en el Orient Express recuperó en el año 2017 aquella metodología de los setenta: Kenneth Branagh, con una carrera de capa caída en la que igual cabía un Shakespeare posibilista de Marvel (Thor) que un Disney en acción real (Cenicienta) o un innecesario remake de una leyenda (La huella), se hizo cargo de la dirección y del protagonismo, junto a figuras como Michelle Pfeiffer, Johnny Depp y Penélope Cruz, y resultó que la fórmula podía seguir vigente. La película, con críticas desiguales, fue un clamoroso éxito de público y provocó dos cosas bien distintas: la revitalización de la carrera de Branagh, que este año es el máximo aspirante al Oscar con Belfast, y una segunda adaptación de los textos de Christie, con semejante planteamiento.

Branagh ya demostró que podía ser un excelente Hércules Poirot, y en Muerte en el Nilo se supera. Huyendo del arquetipo más engolado del detective, en esta segunda adaptación le aporta una carga especial de profundidad, enlazando con el principal subtexto de la novela y de la película: la pérdida del amor acarrea la autodestrucción personal. Lo que le lleva a establecer un prólogo dedicado a su personaje, inexistente en la novela, ambientado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y a filmar a sus criaturas a través de una puesta en escena que pone especial cuidado en las interpretaciones y en ese desconsuelo romántico, en las cicatrices del amor, con el intimista primer plano de interior como sello. Algunos de los mejores momentos de la película se sitúan en esa línea, y tanto Gal Gadot como Emma Mackey se lucen.

Sin embargo, aunque Muerte en el Nilo cumple con lo que promete, el entretenimiento y la intriga del whodunit (¿quién lo hizo?), además del aparente lujo, incluso en clave de musical de altura, en las tomas de exterior la película está a punto de derrumbarse por culpa de unos horrendos planos con croma que, por comparación, emergen aún más pedestres que los de la época de las transparencias. Calcomanías en primer plano, con el paisaje de fondo, indignas de una producción de tal calibre.

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Muerte en el Nilo

Dirección: Kenneth Branagh.

Intérpretes: Kenneth Branagh, Gal Gadot, Armie Hammer, Annette Bening.

Género: intriga. EE UU, 2022.

Duración: 127 minutos.

Estreno: 18 de febrero.

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