Nacidos en pandemia: Darío y Gael también cumplen un año

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Darío se retrasó y aun así salió antes que Pedro Sánchez. A las 18.30 del sábado 14 de marzo de 2020 Darío Coracho Lozano nació por cesárea tras 41 semanas de gestación, dos más de las habituales. Esa tarde España estaba pendiente de la comparecencia del presidente, que se fue aplazando desde las tres hasta pasadas las nueve. Pero en la habitación 209 del Hospital de Torrejón de Ardoz ―municipio madrileño donde se desató uno de los primeros focos de contagio―, la angustia no venía de la tele. “Ni vimos a Sánchez, lo que nos preocupaba era con quién dejar a Delia porque casi toda mi familia se había contagiado en un cumpleaños pocos días antes”, recuerda Andrea Lozano, madre de Darío y de Delia (que entonces tenía dos años). “En el hospital había una tensión rara. Los sanitarios no nos querían hablar mucho, cuchicheaban… Era aquel caos del principio, se notaba que nadie tenía muy claros los protocolos”, dice Ángel, el padre.

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Darío es uno de los casi mil niños que nacieron con el estado de alarma y celebran mañana su primer cumpleaños. Los datos provisionales del INE solo proporcionan la cifra exacta de aquel mes: 28.616 bebés de marzo. Fueron los primeros en nacer confinados. Inauguraron su vida sin paseos ni carritos. Tampoco visitas ni abuelos: Darío conoció a los suyos a los cuatro meses. Tuvieron menos citas pediátricas que sus hermanos mayores. Y menos cosas en general: la Asociación Española de Productos para la Infancia (Asepri) estima una bajada del 20% de la facturación entre los fabricantes de puericultura. Las ventas del sector juguetero cayeron un 7% en 2020.

Nadie lo diría en casa de Andrea y Ángel (ella, higienista bucodental, 35 años; él, 39, perito de automóviles). El salón lo preside un corralito gigante de colores. Alrededor, que no dentro, hay además un unicornio rosa, una casa de muñecas, una seta musical, un montón de plastilina… Los amos y señores de este adosado en Tórtola de Henares (mil habitantes, a las afueras de Guadalajara) son claramente Darío y Delia. La entrevista transcurre entre cosquillas, pilla-pilla y un bol de arándanos que acaban por el suelo. “Cuesta decirlo con la que está cayendo, pero nosotros hemos pasado un año tranquilo”, admiten los padres, conscientes de que vivir en un pueblo, donde se podían escapar al monte, ayuda. “Nos hemos aislado, sí, pero con un recién nacido y otro niño pequeño, toca vivir hacia dentro”, dicen. “Para los cuidados, la burbuja del confinamiento no vino mal, te da pena por la familia, y a veces no puedes con todo, pero nunca te sientes invadido”. Nadie para quien limpiar o acicalarse, nada de consejos no requeridos de crianza. Ninguna obligación social que interrumpa una siesta. Poco que hacer más allá de jugar sobre la alfombra. “Nosotros y la niña lo hemos pasado mal a ratos, pero Darío ha tenido la vida más plácida posible, pegado a nosotros todo el día”.

El confinamiento ha supuesto un acelerón forzoso de la llamada “crianza con apego” semejante al del teletrabajo. “Los pediatras llevamos años recomendando lactancia a demanda, piel con piel, muchos brazos… y con la cuarentena no ha habido otra; los bebés, encantados con la atención plena”, comentan las neonatólogas del Hospital de Torrejón, Tamara Angulo y Eva Parra. “Durante los primeros seis meses, la ausencia de interacción social es más bien una oportunidad para estar 24 horas con tus padres, que es lo que necesita un recién nacido”. ¿Puede haber afectado su desarrollo no ver gente o verla solo con mascarilla? “El ser humano se adapta a todo, y un bebé solo necesita entender la cara de su madre, el resto del mundo no importa demasiado”.

Para las madres y padres de los pandemials, no todo ha sido todo tan plácido. Han echado de menos las manos extra, la desconexión de una conversación adulta, el consuelo de hablar con alguien pasando por lo mismo en el parque o la clase de estimulación temprana, la alegría de compartir el retoño con los seres queridos. Han sentido el lastre de la burocracia telemática (Andrea y Ángel estuvieron meses sin cobrar sus bajas y Darío no tuvo en orden sus papeles hasta los 11 meses). Y el nudo de responsabilidad cuando “el pediatra te va cancelando citas y te dice ‘si lo ves bien, mejor no vengáis”. “Por una parte, las familias han estado a gusto sin intromisiones, pero por otra sabemos que se han sentido solas tras el alta, el acompañamiento telefónico no es lo mismo, teníamos ganas de citar, pero no podíamos”, comentan las neonatólogas. Lo más difícil, coinciden ambas profesionales, ha sido enfrentarse a la lactancia sin una red de apoyo en un momento de especial vulnerabilidad. Y al tsunami interior del puerperio, súmale una pandemia ahí fuera.

Cuando Ángel tuvo unas décimas y Andrea perdió el gusto y el olfato, ella se mareó del susto y él se echó a llorar. Al final creen que pasaron el virus sin mayor consecuencia (nadie les hizo una PCR), pero han vivido el drama de la pandemia de cerca. En aquel cumpleaños familiar previo al parto se contagió la abuela de Andrea. Murió un par de semanas después de que naciese Darío. “Fue su quinto bisnieto, solo le conoció por foto gracias a una amiga que trabaja en el hospital”, cuenta Andrea. “Yo estaba tan metida en esto”, dice, señalando al crío enganchado a la teta, “que no pasé el duelo hasta mucho después”. Mira al vacío y musita: “Es raro…, como si este año no hubiese existido de no ser por Darío y Delia”.

“Dejamos el mundo tal como era cuando entramos en el hospital y regresamos a casa un par de días después, solos por la carretera, pero al mundo…, al mundo no volvimos hasta mucho más tarde”, dice Ángel. Entre medias, “toda la atención se la llevó Darío; para nosotros 2020 siempre será su año”. El niño sonríe a cámara, enseña sus seis diminutas ferocidades y, sabiéndose protagonista, regala unos tambaleantes pasos hacia el futuro.

Erika López | Cardióloga y madre de Gael

“Este año he pasado lo mejor y lo peor de mi vida todo junto”

Erika López, 36 años, cardióloga en Granada vuelve de una guardia, se ducha y saca a Gael de paseo. Cumple un año el lunes, pero no se acostumbró al carrito hasta que se lo puso hacia delante. “Quiere verlo todo, es muy extrovertido, nada le asusta: cero trauma del confinamiento”, dice su madre. “Este niño es todo luz; mira que yo no soy espiritual, pero parece que ha venido para alegrarnos la vida”. Erika habla deprisa y se confiesa nerviosa. Empezó a llorar camino del paritorio el primer día del estado de alarma (“parecían las calles The walking dead, la serie de zombis) y no paró hasta mucho después. “El posparto confinados fue muy duro, me subía por las paredes”. Ser médico no ayudó: “Me llegaban los wasaps de los compañeros hechos polvo, y yo quería estar ahí, pero también estaba asustadísima y contenta de estar encerrada en casa”.

Sintiéndose abandonada por el pediatra, se compró una báscula para calcular los percentiles del bebé y le auscultó en busca de soplos. Fue una baja totalmente distinta a la que había planeado para su segundo hijo. “Ni paseítos, ni cafés leyendo un libro… Sí mucha manualidad, y más horas de pantallas de las recomendables”, admite. “Si no nos matamos durante esos meses, hemos creado un vínculo irrompible los cuatro”, se consuela. Aun así, fue la idea de volver al trabajo lo que le disparó la ansiedad (según recientes estudios del Hospital del Mar de Barcelona casi la mitad de los profesionales sanitarios presenta un riesgo alto de trastorno mental a causa de la pandemia). En previsión, empezó a ir al psicólogo meses antes, pero en las primeras dos semanas de turnos covid perdió cinco kilos. “El miedo de traérmelo a casa me sobrepasó”. Vivió la segunda ola entre la muerte que veía a diario y el estallido de alegría de dos niños pequeños en casa. “Ha sido muy intenso: este año he pasado lo mejor y lo peor de mi vida todo junto”.


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