Newport, en territorio de los Kennedy

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A pesar de su nombre, Rhode Island no es una isla (aunque tiene varias). Situado entre Connecticut y Massachusetts, a unas tres horas en coche desde Nueva York, Rhode Island es famoso, entre otras cosas, por ser el más pequeño de los 50 Estados que integran Estados Unidos y la primera colonia norteamericana en declararse independiente del Reino Unido (aunque fue la última de las 13 colonias originales en convertirse en un Estado). Pero, más allá de la historia, este rincón de la Costa Este, a menudo eclipsado por destinos cercanos mucho más populares como las islas de Martha’s Vineyard y Nantucket, Cape Cod o Boston, tiene otros encantos para el viajero dispuesto a dedicarle algo de tiempo.

En Providence, su capital, puede visitarse su par­ticular Little Italy, en el barrio de Federal Hill, y su monumental capitolio. También merece la pena pasear por College Hill y el conjunto formado por la histórica Benefit Street (conocida como la Milla de la Historia, con sus casas de estilo colonial) y el campus de la Brown University (una de las ocho universidades de la Ivy League). Igualmente interesante es el museo de la Rhode Island School of Design, que requiere comprar las entradas previamente online debido a la covid. También en Rhode Island se encuentran las playas de Narragansett y la apacible isla de Block y, por supuesto, la que probablemente sea la joya de la corona: Newport.

Esta ciudad explota abundantemente la leyenda de los Kennedy: allí está Hammersmith Farm, propiedad de la familia de Jacqueline Bouvier a la que, durante la presidencia de JFK, gustaban de llamar “la Casa Blanca de verano”; y también en Newport celebró Jackie su matrimonio con el entonces senador demócrata. Pero el imán de este lugar para las celebrities se remonta a momentos anteriores de la historia. Visitar sus palacetes significa ser testigo de los restos del legado (algo decadente) de la Gilded Age y permite aún intuir lo que supuso el lugar para la socialización de las élites económicas y empresariales de finales del siglo XIX y principios del XX.

Newport es un enclave apacible que da la sensación de tener dos almas: una dedicada a favorecer el descanso de los vivos y otra volcada en el recuerdo de otros tiempos —aunque algunas de las mansiones de antaño aún pueden ser alquiladas por quien pueda permitírselo, como Beacon Rock, que se erige sobre una lengua de tierra con vistas al puerto—. Thames Street, situada también cerca del puerto, es quizás una de sus arterias más animadas. En paralelo a ella transcurre Bellevue Avenue, afamada en su día como una de las avenidas más bellas del país.

Este es el sitio perfecto para empezar el recorrido por ese segundo corazón de Newport: el que sigue latiendo en el pasado. Allí se encuentra The Elms, antigua residencia de verano de los Berwind, que hicieron su fortuna gracias a la industria del carbón y se hicieron construir un refugio a imitación de un castillo francés del siglo XVIII. Tras la opulencia de sus mármoles, el visitante se da cuenta de que toda la organización de la casa está diseñada para hacer de los anfitriones los perfectos directores de orquesta de una vida social cuidadosamente planeada. El tour fluye por la planta baja, con los comedores (uno solo para el desayuno, otro para almuerzos y cenas), la biblioteca y la sala de baile, abierta a una terraza con esculturas de bronce y a los impresionantes jardines. La visita conduce luego a la primera planta, con los dormitorios (separados) de los dueños y multitud de habitaciones para huéspedes ocasionales; y, finalmente, a los cuartos del personal de servicio, escondidos en la tercera planta, y a las calderas del sótano, donde el carbón podía entrar discretamente sin estropear a las visitas su particular idilio.

A media hora caminando en dirección a la bahía de Easton está The Breakers, también abierta al público. Mandada construir para reemplazar la casa que en aquel mismo lugar ardió en 1892, Cornelius Vanderbilt II encargó una auténtica villa del Renacimiento italiano, pero llevada al paroxismo del despliegue de medios de una de las sagas de nuevos ricos más poderosa del momento (fueron por un tiempo la familia más adinerada de EE UU). Sus decenas de estancias, sus galerías y escalinatas son una oda al exceso alimentado de ornamentos de inspiración europea: algo así como el anuncio de una aristocracia empresarial dedicada a la ostentación que aún tiene ecos en el presente… La cocina es impresionante, con su isla central, sus inmensas planchas de hierro para cocinar y sus enormes pucheros: todo listo para producir cantidades ingentes de los platos más refinados. Probablemente el rincón más hermoso sea la espectacular terraza de la segunda planta, que da al jardín y al Atlántico.

Paseo junto al acantilado

Precisamente de las olas que rompen en la cercana orilla le viene el nombre al palacete. De hecho, el mejor plan tras visitar la mansión es recorrer el llamado Cliff Walk, un paseo a lo largo del acantilado que permite ver desde la distancia la mayor parte del resto de mansiones que vale la pena al menos otear antes de dejar Newport. Especialmente pintoresco resulta el templete chino construido como salón de té adyacente a la Marble House, donde además se dice que Alva Erskine Smith organizaba reuniones en favor del sufragio femenino.

Concluido el recorrido, solo queda agradecer la encomiable labor que ha venido realizando la Preservation Society del condado de Newport por conservar y poner a disposición del público este patrimonio arquitectónico, a medida que aquellas todopoderosas familias dejaron de serlo y se fueron deshaciendo de sus propiedades (en newportmansions.org se pueden reservar las visitas). Antes de irse, eso sí, hay que tomarse un buen clam chowder caliente o un delicioso lobster roll, típicos de la gastronomía de Nueva Inglaterra, y hacer un último trayecto en coche por el Ocean Drive para despedirse de Newport antes de volver a la carretera.

Sergio Colina Martín es autor de los poemarios ‘La agonía de Cronos’ y ‘Las guerras frías’.

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