No hay paz para las madres de las hijas asesinadas de Ciudad Juárez

Dice Elia Escobedo que ya se ha cansado de luchar. Que 20 años son muchos. Que, a sus setenta y tantos, lo que quiere es descansar en su casita, con su familia, sin que los fantasmas del pasado vayan a visitarla. Que su memoria, las fotos enmarcadas por algunas dependencias de su vivienda en Juárez, ciudad mexicana fronteriza con Estados Unidos, y el mural con la cara de su hija que adorna la puerta exterior de su parcela son suficientes para no olvidar la llamada que recibió aquel 22 de septiembre del 2002, hace ahora algo más de 18 años. “A mi Ericka la encontraron muerta, tirada en San Lorenzo, ahorcada, drogada y violada. El lugar donde la hallaron estaba lleno de basura y yerbas altas, grandes… Allí cerquita la tiraron. La levantaron el 21 por la noche y al día siguiente, sobre las cuatro, fueron a decírmelo para que la identificara”, recuerda.

Ericka Pérez Escobedo contaba 23 años, estaba casada y tenía dos hijos, de diez y cinco años, cuando desapareció al salir de trabajar. “Un perito me dijo que no era posible que muchachas tan humildes tuvieran para comprar droga… Lo curioso es que no se perdían muchachitas feas. Ni gordas. Ni tampoco pelonas. Las muchachitas que se llevaban eran morenitas, de pelo largo, bien parecidas. Si viera usted las fotos de todas ellas… Eran mujercitas bien parecidas”, explica. A Elia le tocó vivir en primera persona uno de los fenómenos por los que Ciudad Juárez es conocida en todo el mundo: la plaga de feminicidios que comenzó en los años noventa y se extiende hasta hoy, incluso por todo el país, el pasado fue año malo para no nacer hombre, con casi 3.000 mujeres asesinadas entre enero y noviembre del 2019.

Elia camina hoy con la ayuda de una muleta, con visible dificultad, como si cargara una vida pesada entre la espalda y las piernas. “Yo había sacado ya cinco hijos adelante y, cuando Ericka murió, fue todo muy difícil, muy difícil… A Cynthia, su hija, la tuve dos años hasta que su papá me la quitó a la fuerza. Al otro, a Ángel, lo tuve yo hasta que se casó. Con la ayuda de Dios, bendito sea Dios, salimos adelante. Me preguntaba Ángel que por qué nos pasó esto. Y yo le decía que hay gente mala pero que, si nos portábamos bien, el día que nos muriésemos la veríamos de nuevo. Era con lo que alimentaba a mis nietos. Vivíamos en una casita prestada en la Colonia 11 de Septiembre y no teníamos medios; ni para salir a paseo, ni para Navidades… ¡Cuántas planchas! ¡Montones de ropa así de grandes!”, recuerda Elia mientras señala con la mano una pila imaginaria de pantalones, camisetas y calcetines de alrededor de un metro de alto.

Nadie pagó por aquel crimen. Nunca hubo detenciones, ni juicios, ni culpables, ni condenados. Y Elia se cansó de andar poniendo denuncias, de las escusas de la Fiscalía, de recorrer Ministerios Públicos, de aportar pruebas, de tener que escuchar cómo culpabilizaban a las víctimas… “Hemos sido muchos los familiares que hemos buscado a nuestros hijos. Duramos muchos años. Pero ya no más; yo me he rendido. Estoy cansada… Todo lo que yo viví sigue pasando ahorita. No es algo raro. Muchas jóvenes mueren y no detienen a nadie… Eso es lo peor: la impunidad. Ahora agarran a dos o tres personas y luego las sacan. Hay mucha violencia en México. Quizás comenzara en Juárez, pero ahora ya sucede en muchos más estados”.

La impunidad y la búsqueda de justicia

La ola de feminicidios y violencia en Ciudad Juárez casi siempre llevó (y lleva) aparejada la misma palabra: impunidad. Según la Mesa de Seguridad y Justicia Ciudadana, en los primeros seis meses del 2019 la cifra de asesinatos en esta ciudad alcanzó los 748, el 88% sin resolver, la mayoría relacionados con el narcotráfico o los ajustes de cuenta. Hasta septiembre, los homicidios a mujeres superaban ya la centena y las denuncias por desapariciones se elevaban por encima de las 250. Lejos, de todas formas, de los años donde la violencia hacia ellas se vivió con más virulencia si cabe; en 2010 , con Juárez encabezando el ranking de las ciudades más peligrosas del mundo, se sobrepasaron los 300 feminicidios anuales. Desde 1993 hasta 2019, el número se eleva por encima de los 1.750.

Feminicidios en Mexico
Juana Villalobos, madre de una niña que fue violada y asesinada.

Las asociaciones y colectivos creados por la voluntad y el empuje ciudadano para intentar esclarecer todos estos crímenes y crear lazos de unión entre las víctimas han sido muchos a lo largo de los últimos años. Quizás, la más popular sea Nuestras Hijas de Regreso a Casa, una asociación civil fundada en 2001 por familiares y amigos de jóvenes desaparecidas o asesinadas en todo el estado de Chihuahua. Pero sus integrantes más activas han sufrido persecución y miedo y se han visto obligados a huir.

Marisela Ortiz, su cofundadora, ha tenido que exiliarse a Estados Unidos por las amenazas sufridas. A su cuñado y su hermano, integrantes de la misma organización, los ejecutaron. Norma Andrade, la madre de Alejandra y miembro fundadora como Marisela, ha recibido dos ataques: primero, en 2011 en Ciudad Juárez, unos desconocidos le dispararon cinco veces. Y un año más tarde, en Ciudad de México, la capital del país, hasta donde huyó en busca de protección, un desconocido la atacó con un cuchillo provocándole varias heridas en el cuello.

Lluvia del Rayo Rocha, psicóloga de profesión, fue colaboradora de Nuestras Hijas de Regreso a Casa durante sus primeros años y actualmente es miembro y fundadora de Juarez Feminista, un colectivo que lucha, entre otros objetivos, por la despenalización del aborto en el estado de Chihuahua, aunque también por mantener viva la memoria de tantas desaparecidas. “Nuestra cultura es machista y patriarcal, pero muy ‘matriocéntrica’; todo gira alrededor de la mamá. En el momento en el que ésta falta en la familia, todo se destruye”, dice Rocha, y explica por ello los retos que han debido encarar las madres y otros parientes de mujeres asesinadas. “Los niños que quedan huérfanos empiezan a registrar todos los mismos problemas: mucha delincuencia, droga, agresividad, violencia… Las abuelas se cansan de tener que volver a ser mamás mientras deben librar sus batallas legales y políticas. Sus nietos se quedan un poco a la deriva…”.

Muchas jóvenes mueren y no detienen a nadie… Eso es lo peor: la impunidad. Ahora agarran a dos o tres personas y luego las sacan

Rocha también ha experimentado en su entorno el dolor de las ausencias, de la muerte y del silencio institucional. Primero por su prima, que desapareció en 2009 cuando tenía 16 años y nunca nadie la encontró. “Me citaron en Fiscalía hace unas semanas para preguntarme que qué había hablado con ella; recibimos dos llamadas de ella donde nos dijo que se iba por su propia voluntad y que no la íbamos a volver a ver nunca, pero creo lo hizo forzada. Hace poco encontraron una fosa clandestina con muchos restos y pensé que, quizás, habían hallado los de ella”, dice.

Después fue el turno de una muchacha, una migrante de Veracruz a la que hospedó en su casa durante unas semanas. “La agarraron cuando intentaba cruzar a El Paso (ciudad en el estado de Texas que colinda con Juárez) y la deportaron, así que se quedó conmigo porque un compañero me lo pidió. Era una mujer vulnerable; migrante, soltera, con la mentira del sueño americano… Al tiempo se fue y, más tarde, me enteré por su familia de que dijeron que se había suicidado. Pero no me lo creo. Ella se juntaba con gente mala, y creo que la asesinaron. Hablé con sus padres y sabían que la muchacha no se había quitado la vida”.

Murales para frenar el olvido

Pero, además, Lluvia del Rayo Rocha encabeza un puñado de mujeres valientes que agrupa recursos y voluntarios para inundar la ciudad de murales con los rostros de las niñas y mujeres desaparecidas y asesinadas, pinturas que hacen de centinelas de la memoria colectiva. Uno de los últimos inaugurados ha sido el de Ana María Gadea Villalobos, una niña de 10 años que desapareció en la Semana Santa de 1.997 y fue encontrada a las tres días violada y asesinada. Le habían asestado más de quince puñaladas. “La mataron entre siete personas, menores y adultos, aunque agarraron nada más que a tres y los dejaron libres porque, supuestamente, terminaron la primaria y la secundaria”, recuerda Juana Villalobos, madre de la muchacha, una mujer morena, de mirada seria y gesto amable, que trabaja en una obra de un barrio a las afueras de Juárez. “Llevo más de 20 años de sufrimiento. Para nosotras, las mamás, todo es pura tristeza. No hay Navidad ni nada de eso. Tengo más hijos, cuatro más, pero eso no me pone feliz”.

Feminicidios en Ciudad Juarez
Uno de los muchos murales que recuerdan a las mujeres y niñas asesinadas en Juárez.

Juana Villalobos no quiere dejar de luchar. Dice que ni siquiera está segura de que el cuerpo que veló entonces fuera el de su hija; le entregaron una caja sellada con dos bolsas negras dentro. No vio ni reconoció a Ana María. “No sé si la niña que enterré era mi hija”, resume, y pide justicia y más implicación de gobierno y autoridades. “Quiero que hagan las cosas como deben de hacerlas y se dejen ya de tantas promesas, tan alargadas durante tanto tiempo. El sistema judicial no funciona y sigue pasando hoy en día; desaparecen y matan a jóvenes casi a diario y ellos siguen sin hacer absolutamente nada”. Por último, denuncia que, para acallarla, le entregaron una vivienda con adeudo de agua y luz. “Me la dieron para lavarse las manos, pero es que tengo que pagar 35.000 pesos (unos 1.650 euros) y no los tengo. No puedo dejar de trabajar porque tengo que hacer frente a esos pagos…”.

El rostro de Ana María no es el único que iluminará las calles de Juárez en los próximos años. A su lado, en la misma pintura, la cara de Airis Estrella, una niña de siete años a la que también violaron y mataron en 2005, alumbra una avenida gris y con trechos del pavimento levantado. A unas cuantas manzanas lo hace Esmeralda Castillo Rincón, que desapareció en mayo del 2009 cuando tenía 14 años y cuyo padre, Ricardo Castillo, se ha convertido en un símbolo de lucha de la dignidad, una lucha contra el olvido, una lucha que todavía genera muerte y dolor a diario y que ha provocado que se adopten sus símbolos en manifestaciones por todo el país. Uno de los últimos ejemplos: el pasado noviembre, unas 40 organizaciones inundaron de cruces rosas diversas movilizaciones en México, signo inequívoco (las cruces rosas) de la batalla que las mujeres juarenses libraron contra el feminicidio que las aterrorizó en el pasado y que no les permite alcanzar una merecida paz en el presente.

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