Noche de hogueras y baile

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De La noche de San Juan (Soirées de Barcelone) han quedado las ideas de un ballet muy pensado y planificado, pero nunca escenificado. Quedó la música extraña, festiva y crispada a un tiempo, de Roberto Gerhard. Quedaron los bocetos, intencionadamente cubistas, de trajes y escenografía de Joan Junyer. Existe el argumento ideado por Ventura Gassol. Pero nada de la coreografía de Leónide Massine, el célebre creador de los Ballets Rusos de Montecarlo, que había quedado obnubilado ante tanta sensualidad y furor alrededor de una hoguera aquella noche de San Juan que vivió en el Pirineo catalán y de la que no tardó en vislumbrar una coreografía.

Después de más de 85 años de aquel proyecto fastuoso y frustrado de los Ballets Rusos de Montecarlo, que fue gestado en el Teatre El Liceu de Barcelona y se vino abajo ante la irrupción de la Guerra Civil, la Fundación Juan March, en alianza con el Liceu, ha estrenado este miércoles en Madrid su propia reinvención. Casi todo el equipo artístico convocado contaba con asideros. Miguel Baselga, al piano en directo, partió de aquella partitura, a la que le hizo una “reconstrucción forense”, como le gusta decir. Rosa García Andújar, figurinista, contaba con los bocetos existentes. Pero el coreógrafo cordobés Antonio Ruz no tenía más que enigmas y elucubraciones sobre lo que vibraba en el cerebro de Massine. Pudo ir por libre y aprovechar la licencia que da la ignorancia. Pero no.

Fascinado por el pasado, como ha demostrado en otras ocasiones (Á L’Espagnole es notable ejemplo), Ruz se monta un legítimo homenaje a los Ballets Rusos y a la eclosión de las vanguardias. Recurrió a una época, a un estilo y unas formas, a un modo de hacer que desde luego no es el suyo, para escenificar la coreografía que fue el sueño de otro.

De ahí que la propuesta esté hecha de referencias, guiños y pequeños homenajes. A Diaghilev, a sus ballets rusos, a las vanguardias y la irrupción de la modernidad, al mismo Massine que creó Parade, a Picasso, al cubismo y a las cadenetas del joven Balanchine, pero también a Cataluña, a sus fiestas populares, sus castells y sus sardanas, en un collage visualmente potente y festivamente bailado, que huye sagazmente de las convenciones de la narrativa y se inclina entusiasmado por la sugerencia.

Articula alrededor de Cupido, un personaje mitológico inmiscuyéndose en los asuntos humanos (fantástica Melania Olcina en registro pícaro), el jolgorio de una fiesta en la que un portentoso equipo de bailarines, inicialmente de rojo, no bailan alrededor de la hoguera, sino que son, ellos mismos, lenguas de fuego danzantes. Este folclorismo modernista da paso entonces a una insólita e inesperada sección cubista de seres fantásticos que parecen aupar el amor de los enamorados (Pau Arán y Carmen Fumero, tiernos y comprometidos), para regresar entonces a la fiesta humana, en la que el rojo fuego de los bailarines se convierte en rosa, tal vez por efecto del amor inoculado por Cupido.

La noche de San Juan se sigue como una fiesta, pero hay rigor en su apariencia ligera. Nos recuerda otras épocas y otras danzas, y tiene el valor de la recuperación de un título no tan perdido, que aspiraba ser un éxito hace más de 80 años.


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