Nueva ley de educación: del jardín ideal al bosque

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Cada vez que se habla de la aprobación de una nueva ley educativa, yo recuerdo las clases de mi bachillerato. En ellas, una profesora manchada de tiza nos explicaba cómo el trasfondo de muchos cuadros de la iconografía cristiana era un maravilloso jardín, impecable, limitado en sus confines, de sembrados lineales y arbolado pulcro. Era el jardín cerrado, el hortus conclusus que recreaba el paraíso original, un espacio gozoso donde cualquiera se imaginaría eligiendo un fruto fresco de la rama, desconectado del ajetreo exterior, protegido de los vaivenes de la realidad al mismo tiempo que limitado en una cuadrícula separada del entorno.

Una reforma educativa es siempre una tensión entre aquello que se tiene y aquello a lo que se aspira. Por eso hay algo que conecta estas disposiciones legales con los jardines de la idealidad. Las leyes tasan en horas y asignaturas el conocimiento; todo lo que se cree necesario para el ejercicio profesional futuro se convierte en una asignatura del presente; esto es una ecuación prospectiva con muchos riesgos, pero se dan por asumibles. Todo aquello de cuya rentabilidad inmediata se duda se acaba convirtiendo, como mucho, en una simpática optativa. En el hortus conclusus de la normativa, la optatividad es amplia, muy completa, con asignaturas más originales y otras más tradicionales. En el bosque real de la aplicación en los centros de secundaria y bachillerato, la mayoría de esas optativas no es ofertada: no pueden constituirse grupos suficientes, falta el profesorado, se reduce el catálogo… La realidad termina afectando a la idealidad del jardín de las asignaturas.

Ese es el coladero por el que el latín y el griego amenazan con escurrirse para siempre de muchos institutos españoles. La cultura clásica es esa que nos enseñó a saber traducir la expresión hortus conclusus y a sacarle su raíz bíblica, la que nos legó las historias que hoy con otros nombres nos narran las películas, la que nos mostró por primera vez a seres humanos libres, desesperados, maníacos, sobrepuestos a la tragedia o devorados por ella… En la misma ley que nos habla de la necesidad de enseñar creatividad y comprensión lectora esa tradición se relega a la optatividad y a la decisión de los centros. Por decenas de optativas que se planteen, la cultura clásica no se impartirá si no se incluye en más cursos como obligatoria. Si no hay alumnos suficientes, no se repondrá su profesorado; si no se repone, no se volverá a ofertar. Este sábado, profesores y alumnos afectados por este nuevo pisotón a las lenguas clásicas se manifiestan en Madrid, creo que con razón.

Las cambiantes leyes educativas y sus subsiguientes regulaciones en la aplicación autonómica tienen una idealidad tan pictórica que terminan siendo insolentes. Una legislación articulada así, como construcción de un precioso hortus conclusus, es una forma de hablar de educación sin salir de la cuadrícula, una manera de huir de las realidades más problemáticas de los centros: docentes enterrados en burocracia, los institutos rurales agujereados por la itinerancia de su profesorado, centros que querrían ofertar estudios consistentes y no una amalgama de materias que cambia de año a año según la plantilla que haya a disposición… En este terreno de la educación, labrar con la realidad es más efectivo y difícil que imaginarse un jardín ideal, pero muchos no quieren mancharse la mano de tiza.

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