En los últimos años, hemos asistido a importantes cambios en los consensos que sustentan la política económica en Europa. Tras el fracaso que supuso la austeridad para afrontar la crisis financiera hace una década, la pandemia se está gestionando con una lógica diametralmente opuesta: se han desplegado ambiciosos planes de estímulo fiscal con el objetivo de propiciar una rápida reconstrucción económica y una fuerte creación de empleo.
Estos nuevos consensos parten del reconocimiento de los errores del pasado. En tiempos de crisis la autoridad monetaria debe intervenir con rapidez, garantizando la financiación de los Estados miembros. Paralelamente, el sector público debe actuar como motor de arranque de la economía, posibilitando la recuperación de la inversión privada. Una crisis no es momento para recortar, sino para invertir y gastar.
Los resultados de esta nueva política económica son evidentes: España tardó una década en recuperar el empleo perdido en la crisis de 2008, mientras que apenas año y medio después del estallido de la pandemia ya se ha alcanzado el nivel de ocupación previo a esta.
La pandemia ha contribuido así a asentar estos nuevos consensos sobre la política económica que debe utilizarse en momentos de crisis. Pero, además, ha resituado el papel del sector público en la economía, con un nuevo liderazgo en la política industrial que no se limitará a los tiempos de crisis. De hecho, los planes de recuperación de los países europeos contemplan fuertes crecimientos de la inversión pública, al servicio de un cambio de modelo que haga transitar nuestras economías hacia la sostenibilidad medioambiental, la modernización digital y el desarrollo de industrias más productivas.
Ahora bien, este giro que se ha venido produciendo en la política monetaria, fiscal e industrial —y que está sirviendo para elevar los niveles de demanda y transformar la oferta—, quedará cojo si no se acompaña también de un cambio en la política laboral. Reconstruir nuestras economías tras la pandemia exige restaurar un contrato social hoy fracturado tras décadas de políticas neoliberales.
Las personas jóvenes —y no tan jóvenes— en nuestro país ven lastrados desde hace años sus proyectos de vida debido a la falta de estabilidad y seguridad laboral. Además, los salarios llevan décadas creciendo menos que la productividad, disociación que ha supuesto una reducción de su peso en la renta nacional. De hecho, después de la reforma laboral de 2012 en España se ha consolidado un trasvase de 20.000 millones de euros anuales desde las rentas del trabajo hacia las rentas del capital.
No habrá una verdadera reconstrucción económica si salimos de esta crisis sin enfrentar la inseguridad laboral y sin reducir la desigualdad. Y eso no será posible si fiamos esta tarea únicamente a la capacidad redistributiva y de protección social del Estado, a través de impuestos y prestaciones. Si realmente queremos restaurar el contrato social que la austeridad quebró, debemos reformar nuestro mercado laboral para que asegure un reparto equitativo de las mejoras productivas.
Hay quien compara los actuales planes de estímulo fiscal con el New Deal del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, remarcando así la ambición del momento. Sin embargo, el New Deal no se limitó a impulsar políticas expansivas para superar la Gran Depresión. Consolidó además un nuevo contrato social, construido sobre importantes mejoras laborales y una reducción de las desigualdades sociales.
Una distribución de la renta más igualitaria no sólo sería beneficiosa para los trabajadores. También lo sería para las empresas, ya que contribuiría a estimular el consumo de las familias y, con ello, los niveles de actividad económica, reforzando la coherencia de la política fiscal en esta fase de reconstrucción. La economía del país difícilmente puede ir bien si la economía de las familias no va bien.
La ya conocida apelación de Joe Biden a los empresarios estadounidenses para que paguen más a los trabajadores señala un cambio en la política laboral, aún en proceso de maduración. No obstante, esta transformación no se puede sustentar sobre la mera voluntad. Precisa de una nueva regulación que, en el caso de España, termine con el injustificado abuso de la temporalidad, favorezca la estabilidad laboral y promueva el equilibrio en la negociación colectiva.
Una nueva regulación laboral debe buscar asimismo nuevas fórmulas de flexibilidad en el tejido productivo que aseguren la protección, y no la destrucción, del empleo, los salarios y las empresas cuando se reduce la demanda. Frente a los ajustes por la vía de los despidos —mecanismo tradicional en la economía española—, o por la vía de la devaluación salarial —mecanismo que impuso la reforma del 2012—, un instrumento de flexibilidad interna similar a los ERTE resultará mucho más útil para mantener el empleo y los niveles de actividad de las empresas en tiempos de crisis.
Ahora tenemos la oportunidad de aprovechar la reforma laboral que actualmente negocia la vicepresidenta Yolanda Díaz con los interlocutores sociales para incorporar el cambio en la política laboral a las transformaciones ya experimentadas por la política monetaria, fiscal e industrial. Aprovechémosla.
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