EL PAÍS

Operación Libertad de Irak: 20 años de la guerra que minó la credibilidad de EE UU

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Una avalancha de misiles cubrió el cielo de Bagdad. A las 22.16 del 19 de marzo de 2003 (hora de Washington), el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, comparecía en las pantallas de televisión: “Las fuerzas de EE UU y la coalición acaban de comenzar operaciones militares para desarmar Irak, liberar a su pueblo y defender al mundo de un grave peligro”. A esa coalición de la que hablaba Bush pertenecían España y el Reino Unido. Había comenzado la Operación Libertad de Irak. Una guerra —una ocupación— lanzada sobre mentiras y cuyas consecuencias, cuando se cumplen 20 años de aquel momento, aún se sienten en todo el mundo. Entre ellas, un Irak inestable, un Irán reforzado en Oriente Próximo, una pérdida de prestigio de Washington y un aumento de las tendencias aislacionistas en Estados Unidos.

Iba a ser una guerra rápida, aseguraban el presidente, los miembros de su Gobierno y los republicanos neoconservadores que jaleaban la invasión. Coser y cantar: derribar al dictador Sadam Husein; encontrar las (inexistentes) armas de destrucción masiva que un mes antes, el secretario de Estado Colin Powell había asegurado ante la ONU que escondía el régimen iraquí; reconstruir Irak como una democracia ejemplar. Apenas seis semanas después del comienzo de la invasión, y ante un cartel que se jactaba de la “misión cumplida”, Bush declaraba sobre un portaaviones el “fin de las principales operaciones de combate”. Pero aquello no había hecho más que comenzar.

Fueron, oficialmente, ocho años de guerra, que en su apogeo, en 2007, llegaron a desplegar hasta 170.000 soldados estadounidenses. Aunque el fin de la Operación Libertad de Irak se declaró de modo formal en 2011, sobre el terreno, la lucha continuaría. Aún hoy permanecen 2.500 soldados de EE UU en el país árabe; la autorización del Congreso para continuar la guerra sigue en pie.

Mientras tanto, el balance es desastroso: más de medio millón de iraquíes muertos ―la inmensa mayoría, civiles―, y siete millones de desplazados en Irak y Siria, según el proyecto Costs of War, de la Universidad de Brown. Estados Unidos ha perdido cerca de 4.500 soldados y otros 30.000 resultaron heridos, según los datos del Pentágono. Costs of War calcula el coste económico hasta el momento en unos 1,8 billones de dólares (1,7 billones de euros), que se elevarán a 2,9 billones (2,71 billones de euros) para 2050.

“Todo se hizo mal”

Nadie quedó bien parado. Ni un gobierno estadounidense que lanzó una invasión con pruebas exageradas o falsas. Ni unos gobiernos aliados que se limitaron a dar su aquiescencia. Ni un ejército estadounidense capaz de las torturas que se expusieron en la prisión de Abu Ghraib. Ni unos grandes medios que, en vísperas de la invasión y en sus primeros momentos, reprodujeron los argumentos de la Casa Blanca sin un mínimo de pensamiento crítico. “Todo lo que se pudo hacer mal en la etapa tras la invasión se hizo mal”, ha denunciado la directora del Centro para Estudios sobre el Medio Oriente de Brown, Nadje al Ali.

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“Se cometieron errores terribles”, ha reconocido Stephen Hadley, antiguo consejero de Seguridad Nacional de Bush, a la cadena de televisión CNN. “Abu Ghraib fue una mancha en nuestra Administración y no tuvo excusa. Y nos costó [la pérdida de] un montón de credibilidad en el mundo árabe y musulmán”.

El entonces secretario de Estado de EE UU, Colin Powell, defendía la intervención en Irak ante el Senado, en febrero de 2003, en Washington.Chuck Kennedy / Zuma Press / Contactophoto (Chuck Kennedy / Zuma Press / Con)

La decisión de disolver el ejército de Sadam Husein (ejecutado en diciembre de 2006) y dejar a cientos de miles de soldados en la calle; la de purgar la Administración de funcionarios baazistas (del partido de Sadam), y el envío de una fuerza menor de lo que era necesario para alcanzar sus objetivos, entre otros errores, desencadenaron un aumento de la violencia, la corrupción, del sectarismo y de los problemas económicos de Irak. La desconfianza hacia los suníes, que habían apoyado al dictador, y la promoción de los chiíes aumentó la influencia en ese país de Irán.

Todavía hoy, el sectarismo de la sociedad iraquí, que hundió el país, especialmente desde 2006, en una sangrienta confrontación civil, amenaza la vida política con un eterno bloqueo. El Parlamento dio luz verde el pasado octubre al Gobierno del primer ministro Mohammed Shia al Sudani, un año después de unas elecciones en las que el clérigo chií Muqtada al Sadr, gran enemigo de la invasión norteamericana, salió victorioso, aunque sin posibilidades de formar un Ejecutivo de consenso. Los comicios fueron convocados tras las grandes protestas de 2019, protagonizadas en gran medida por jóvenes hartos precisamente de la corrupción sistémica, el desempleo y la falta de oportunidades.

Terrorismo

Las divisiones sectarias, especialmente vivas tras la invasión estadounidense, estuvieron en el origen también del nacimiento de grupos extremistas como Al Qaeda en Irak, que se acabaría convirtiendo en el Estado Islámico de Irak y Levante (ISIS, por sus siglas en inglés), que instauró luego el terror fundamentalista en parte del país y zonas de Siria. En 2014, el presidente Barack Obama, tres años después de la retirada de tropas que él mismo había activado, tuvo que volver a desplegar fuerzas de EE UU en el país. En 2015, ordenó el envío de soldados a Siria, donde hoy día continúan unos 900 militares.

La falsedad de los datos con los que justificó la invasión de Irak, junto a la desastrosa gestión y la retirada sin gloria del país ocupado, asestaron un duro golpe a la credibilidad de Washington. Estados Unidos ha perdido estatura moral e influencia en Oriente Próximo. La ocupación “desinfló el mito del poderío militar de Estados Unidos, dejando hecha trizas la reputación del país después de la Guerra Fría como la única superpotencia, capaz de imponer su voluntad mucho más allá de sus fronteras”, escribe Joost Hiltermann, director del programa para Oriente Medio del International Crisis Group, especializado en la resolución de conflictos.

Manifestación en Santa Mónica Beach, en el Estado de California, contra la invasión de Irak, el 15 de febrero de 2003.Lionel Hahn / Zuma Press / Contactophoto (Lionel Hahn / Zuma Press / Conta)

En el terreno interno estadounidense, la guerra de Irak agravó la brecha ya existente entre los votantes republicanos, partidarios de la guerra, y los demócratas, más escépticos. La gestión de la ocupación lo absorbió todo, desde recursos económicos a la atención política, mientras otros problemas pasaban desapercibidos: entre ellos, los fallos en el sector hipotecario estadounidense que acabaron desencadenando la crisis financiera global de 2008.

El gasto de la guerra

Costs of War calcula que “el gasto federal en las guerras [de Irak y Afganistán] hubieran creado al menos 1,4 millones de puestos de trabajo más si ese dinero se hubiera invertido en educación, sanidad o energías limpias”. La financiación del conflicto “enteramente mediante la deuda”, apunta el proyecto, “ha contribuido a una mayor proporción de la deuda nacional con respecto al PIB y a una subsecuente subida de los tipos de interés a largo plazo”. “Ningún acontecimiento desde el final de la Guerra Fría ha influido tanto en la política de Estados Unidos como la invasión de Irak. Es justo decir que sin la guerra de Irak probablemente ni Donald Trump ni Barack Obama hubieran sido presidentes”, opina Andrew Peek, del think tank Atlantic Council.

El cansancio que generaron los conflictos de Irak y Afganistán entre la población fue un factor clave en la victoria del demócrata Barack Obama en 2008. Con el tiempo, la hartura ante la guerra ―y la globalización― se fue transformando en una corriente ideológica más aislacionista. Los afectados por la crisis financiera y por la falta de perspectivas veían en sus televisiones a unos líderes que no resolvían sus problemas, pero sí dedicaban generosas cantidades a conflictos muy lejanos.

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Con un discurso que predica el “América primero”, facciones populistas como el Tea Party, en primer lugar, o unos años más tarde el trumpismo, fueron ganando en atractivo hasta la llegada del magnate inmobiliario Donald Trump a la Casa Blanca en 2017.

Hoy, esas consecuencias siguen ahí. El país mantiene aún 2.500 soldados en Irak y sigue aprobando partidas para la lucha contra el terrorismo en la región. “Estados Unidos seguirá fortaleciendo y ampliando nuestra alianza en apoyo de la seguridad, estabilidad y soberanía” del país árabe, declaraba el secretario de Defensa, Lloyd Austin, en una visita sorpresa este mes a Bagdad. Austin fue el último comandante de las tropas estadounidenses en la Operación Libertad de Irak antes de la retirada en 2011.

Soldados de EE UU junto a un coche bomba que acaba de explotar, en Abu Ghraib, el 3 de abril de 2005.JEROME DELAY (AP)

La pérdida de prestigio de Washington en la región quedaba en evidencia la semana pasada, cuando Irán y Arabia Saudí ―otrora aliado incondicional― anunciaban un acuerdo diplomático tras años de enfrentamientos y bajo la mediación de China, el gran rival actual de Estados Unidos.

La autorización del Congreso

Trump vuelve a ser candidato. Él y otros aspirantes a la Casa Blanca, declarados o potenciales, en el Partido Republicano, como el gobernador de Florida Ron DeSantis, han expresado su oposición a continuar la actual ayuda militar para otro conflicto exterior, la invasión rusa de Ucrania. Mientras, la autorización del Congreso que dio base legal a la guerra de Irak, sin fecha para terminar, sigue vigente, abierta a permitir la participación estadounidense en otras acciones militares. Aunque su futuro es incierto.

El Senado quiere rescindirla, para evitar que en el futuro, algún gobierno pueda lanzar otra intervención remitiéndose a ella: Trump la invocó para aprobar el ataque con un dron en Bagdad que mató al entonces líder de la Guardia Revolucionaria iraní, Qasem Soleimani, en 2020. Una votación preliminar la semana pasada obtuvo una mayoría de dos tercios favorable a la cancelación de la orden bélica. Los senadores prevén votar esta semana el proyecto de ley para abolir la medida. “La gente está cansada de guerras”, alegaba el líder de la mayoría demócrata en la Cámara alta, Michael Schumer.

Pero aunque la medida logre el visto bueno del Senado, no está claro que vaya a prosperar. Debe recibir también luz verde de la Cámara de Representantes, bajo control republicano. Y el presidente de esa institución, Kevin McCarthy, ya ha declarado que se opone a ella.

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