Palabras en guerra


Las primeras víctimas de una guerra son seres humanos y no la verdad, en contra de ese falso tópico de origen poco claro. Las contiendas, sin embargo, derivan enseguida en peleas semánticas con una trascendencia que va más allá de diccionarios y gramáticas, porque afectan a los sentimientos profundos de quienes las padecen. Mientras Moscú prohíbe las palabras “guerra” o “invasión” tras la entrada de soldados rusos a sangre y fuego en Ucrania, lectores y periódicos han abierto debates terminológicos menos burdos. A veces, las respuestas son claras. En otros casos, la frontera entre política y lingüística resulta discutible, difusa.

Una disputa de calado se centra en si el periódico debe seguir utilizando Kiev —grafía en español que coincide con la transliteración del nombre ruso de esa capital—, o Kyiv, más próxima al nombre en ucranio (realmente sería, Kiyiu). La razón de más peso político para el cambio la aporta la lectora ucrania Yaroslava Pelikhovska: “No es una cuestión lingüística, sino de principios y respeto. Es una transliteración del ruso, el idioma del país que hoy nos mata”. Su compatriota Irina K. insiste: “El idioma oficial de Ucrania es el ucranio, no el ruso”.

Buena parte de los medios anglosajones (The New York Times, Time, Reuters, The Guardian, Associated Press, USA Today…) han modificado recientemente esa terminología y han apostado por Kyiv. Sin embargo, la BBC o The New York Times mantienen Kiev en sus ediciones en español. El motivo es que Kiev es un exónimo, es decir, el histórico nombre de la ciudad en castellano —y en otros idiomas—, al igual que ocurre con Burdeos (Bordeaux), Londres (London), Aquisgrán (Aachen), Amberes (Antwerpen) o Padua (Padova).

También la FundéuRAE apuesta por Kiev como “nombre asentado en español”. Algunos periodistas de EL PAÍS prefieren Kyiv a causa de la guerra. La Vanguardia se ha adelantado casi en solitario en la prensa de habla hispana.

Optar por el cambio incluye fijar o no un límite. La petición de Pelikhovska no se reduce a que escribamos Kyiv, sino que por idéntica razón exige que pongamos Chernígiv y no Chernígov, o Járkiv en lugar de Járkov.

Nuestro Libro de estilo solo contempla Kiev. Sus editores basan siempre las decisiones en argumentos lingüísticos. O casi siempre, porque ese libro también recoge excepciones por motivos políticos. Así, tras señalar que las capitales y provincias españolas deben escribirse en castellano, admite como excepciones Lleida, Girona, Ourense, A Coruña, Gipuzkoa y Bizkaia. ¿Debido a qué? A la “tradición asentada”, dice, y a que Cataluña, Galicia y País Vasco (y después Andalucía) accedieron a la autonomía por la vía rápida del artículo 151 de la Constitución. No parece un argumento de más peso que el esgrimido hoy por algunos ucranios.

Otros lectores se quejan de que el periódico utilice eufemismos. Los ejemplos son escasos, pero han servido para que Dolores Gauna nos critique por hablar de “material militar ofensivo” en lugar de armas. Y Gregorio García Herrero lamenta que aún usemos a veces “la estúpida expresión” de “catástrofe humanitaria”.

Marcos Cortés, por su parte, critica el “batiburrillo” al considerar como “tanque” todo vehículo blindado, confundir misiles con cohetes, bombas con proyectiles diversos o no diferenciar entre misiles balísticos y de crucero, supersónicos e hipersónicos…; o al mezclar estrategia (plan para ganar una guerra) y táctica (tipo de acciones a favor de esa estrategia). O al aludir a “armas pequeñas”, un concepto inexistente en la terminología militar. “Se debería ser más escrupuloso en el uso de palabras sobre elementos castrenses”, asevera Cortés.

Las quejas más numerosas y airadas, no obstante, se han referido a una cuestión menor: decenas de lectores exigen que EL PAÍS sustituya el gentilicio “ucranio”, aconsejado por el Libro de estilo, por “ucraniano”, recomendado por el Diccionario panhispánico de Dudas y la Fundéu porque, según aseguran, está más extendido entre los castellanohablantes.

Pese a que la RAE considera correctos ambos gentilicios, algunas críticas han sido de tono subido: “¿De dónde viene esta obsesión?” (João Luis Cruz da Silva); “EL PAÍS se ha quedado solo en esa práctica quijotesca” (José Antonio del Peral); “Aprecio cierto toque de pedantería” (Antonio Sempere); “No pega y hasta molesta” (Yulia Yershova, de Ucrania).

Álex Grijelmo, subdirector de Edición y coordinador del Libro de estilo, concluía así una reciente columna sobre esa polémica: “Una vez explicado todo esto, ahora solamente queda discutir hasta el delirio, la ofuscación y el enfado sobre cuál de las dos formas es la mejor. Nos puede la pasión”. Pues eso: haya paz.

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