¿Patriotas o ciudadanos, qué enseñamos en la clase de historia?


Cuando entro en la clase de historia y veo Lauras y Helenas, Guillems, Marcs y Joans, no tengo dudas sobre qué debo explicar. Cuando se cruza mi mirada con el destello rutilante de Jassem, Basma, Mohammed o Jun Sahn empiezan a tambalearse mis certezas. Cuando veo la sonrisa cómplice de Carlos Eduardo, Rosmery y Ornella María me vence la hidra el escepticismo sobre qué deberíamos enseñar en la clase de historia.

Recuerdo entonces un libro iluminador de Jack Goody, El robo de la historia. Su crítica encendida sobre el sesgo europeocentrista de la historia nos desvela los hurtos de Occidente de los logros de otras culturas y nos convence de que hay que eliminar de una vez por todas las falsedades sobre el próspero Norte y el Occidente industrioso frente al atrasado y bárbaro Oriente y el perezoso Sur. Europa no solo robó la ciencia y la civilización, sino también la democracia y las instituciones, los valores y las emociones, la política, la economía, el humanismo y la moral. Como el pasado pasado está, y yo tan solo me siento responsable de mis propios actos, no se trata de hacer maniqueas defensas del revisionismo histórico, tolerante y complaciente con el pasado de los Nuestros y casi siempre inquisitorial e intransigente con el pasado de los Otros; pero sí deberíamos preguntarnos si tiene sentido una historia nacional y eurocéntrica en un mundo globalizado y mestizo, en nuestras sociedades multiculturales y multiétnicas. Tampoco se trata de creer en un ingenuo primitivismo cultural de buenos salvajes frente a inmorales colonizadores blancos sin escrúpulos ni en una historia que redima de pasado alguno. Todos somos humanos, quizás demasiado humanos, y nada de lo humano nos es ajeno. Como diría Walter Benjamin, inevitablemente la barbarie está alojada en el propio concepto de cultura y no se domesticará a la bestia que hemos sido y que no dejaremos de ser.

La historia, tal como la concebimos hoy, nació como ciencia y como profesión, como asignatura en la escuela, en la Europa del siglo XIX, con el estado nación moderno. No fue ello tanto para promover el ciceroniano historia magistrae vitae, como para contribuir a la formación del espíritu nacional, las mentiras identitarias gregariamente admitidas y al narcisismo nacionalista. Esa nueva manera de entender la escritura de la memoria, más patriotera que patriótica, superaba una manera antigua de escribir historia desde las élites, sobre las élites y para las élites. Se escribía a partir de ahora para la nación, para el espíritu del pueblo, el hegeliano Volkgeist, para el pueblo pero sin el pueblo, con tintes de arrebato nacionalista y ribetes de exaltación patriótica desde tarimas y cátedras o desde el gusto por la conmemoración de efemérides nacionales y por la invención de una tradición. Ese noble y sospechoso sueño, el de una historia científica, objetiva, metódica e imparcial, nació muerto desde el principio, entre otras cosas por ser demasiado patriótica y nacional, y recorrió Europa de Norte a Sur, desde la Alemania de Ranke a la Francia de Guizot, desde la Inglaterra de Lord Acton a la España de Cánovas del Castillo.

La nueva reforma educativa en la que estamos inmersos, más allá de alimentar de nuevo ese espíritu goyesco tan español del duelo a garrotazos, debería ofrecernos una nueva oportunidad para reorientar la enseñanza de la historia, apostando por un patriotismo cosmopolita ‒el habermasiano patriotismo constitucional levantaría ampollas según dónde‒ y una historia global orgullosa del multiculturalismo, que fuese más allá del horizonte europeo o nacional, que hiciese de la memoria histórica un imperativo moral, de los abusos de la historia un mal uso del pasado y que recordase hasta la saciedad qué cara se paga la desmemoria. Puestos a soñar, estaría bien que abordásemos la historia desde el presentismo, para saber qué debemos al pasado, cómo se hallan nuestras vidas engarzadas con las de nuestros ancestros y qué utilidad sigue teniendo la historia para la vida, también cuando preguntamos al pasado sobre inquietudes de nuestro presente.

Es verdad que no es fácil enseñar una historia cosmopolita, incluso siguiendo la estela de los postcolonial studies, a los que ha sucumbido el puritanismo hipócrita de las universidades norteamericanas, algo que nos obligaría a enseñar desde ningún lugar en particular, desde una desubicada e imposible ubicuidad o, como Dios, desde las afueras del mundo. La escritura de la historia reclama siempre un punto de vista, un contexto, una circunstancia y una perspectiva y situación cambiante desde la que escribir y repensar la historia. No es fácil saber qué enseñar en una historia cosmopolita y universal cuando en nuestras facultades se nos ha enseñado empecinadamente historia europea y occidental, cuando se ha insistido tanto y tanto en que la civilización es el producto de la encrucijada entre Atenas, Roma y Jerusalén, donde se han silenciado tantas voces, se han alimentado tantos silencios y se han fosilizado tantas mentiras. Pero estaría bien, más que eliminar la historia nacional de la enseñanza primaria, secundaria o de la universidad, compensar la complacencia por el localismo con una historia global, en la que Oriente no fuese siempre Oriente ni tampoco el Sur el Sur, que las Khadijas y los Youssefs escuchasen en clase de historia que la conquista árabe no solo trajo barbarie, sino también civilización, que los Andrés Orlandos y las Yenifers Marías aprendiesen que sus ancestros amerindios no practicaban tan solo la jibarización y anhelaban ser evangelizados, que los Akiras o los Jiahaos no viesen tan solo un lejano oriente de déspotas crueles, kamikazes o samuráis, que los Abdous o las Aissas vieran una África más allá del corazón de las tinieblas, la idolatría o el animismo.

Quizás solo así, como diría Manuel Cruz, podremos liberarnos de las malas pasadas del pasado. Quizás solo así convertiremos la clase de historia en una clase de ciudadanía y no de patriotismo, en la que la historia nacional y local deberá por fuerza tener su lugar porque es en nuestras patrias y estados nación en donde ejercemos a diario la ciudadanía, y en donde forjamos nuestra identidad, pero sin perder de vista tampoco que el nacionalismo es el peor enemigo de la historia. Debería ser, pues, la clase de historia un espacio ecuménico para una historia global, verdaderamente universal e inclusiva, plurinacional y multicultural, no cortoplacista por doctrinal y por creer en un pasado, un presente y un futuro siempre maleable; una historia cuya utilidad no ciertamente menor fuera acercar las soledades a través del debate, del intercambio de ideas, de hacer de cualquier pasado ajeno un patrimonio común, que fomentara la crítica, auténtico combustible de la historia y de la buena salud de la democracia.

No podemos convertir la clase de historia en un semillero de cides o nibelungos, o en lo que Jo Guldi y David Armitage, en su espléndido Manifiesto por la historia, han denominado una longue durée sucia, a saber, una empobrecida base de datos históricos al servicio de intereses espurios de tirios y troyanos ¿Para qué sirve, pues, la clase de historia? Para recrear un pasado común y no para construir pasados a medida, no para adoctrinar patriotas, sino para formar ciudadanos cosmopolitas.

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