Para sorpresa de todo el mundo, el Partido Demócrata ha mantenido su escasa mayoría en el Senado en las elecciones del 8 de noviembre. Todavía quedan pendientes unas elecciones especiales, una segunda ronda, en el Estado de Georgia, este martes 6 de diciembre. El candidato demócrata, Raphael Warnock, había ganado con una escasa ventaja sobre Herschel Walker, un famoso futbolista con el apoyo activo de Trump. Pero ninguno ha conseguido el 50% de los votos que exige la ley en Georgia. Warnock sigue haciendo campaña y, créanme, me manda al menos cinco emails urgentes todos los días, solo porque salgo en las listas de simpatizantes demócratas después de proporcionar unos 300 dólares a Kamala Harris en su breve campaña presidencial.
Donald Trump se presenta otra vez a la presidencia y el demócrata Warnock me escribe mensajes del tipo: “Soy el primer paso para parar a Trump”. La verdad es que no existe nadie mejor que el republicano Trump para estimular la recaudación para los demócratas y sacar su voto. Sus mítines justo antes del 8 noviembre en Pensilvania fueron clave para entregar el estado a los demócratas. Y la figura del expresidente se convirtió en diana para casi todos los candidatos y candidatas demócratas en sus anuncios televisivos.
A pesar de perder el control de la Cámara baja, la mayoría demócrata de 50 escaños (con el voto de desempate de la vicepresidenta Kamala Harris), les permite establecer un “quitamiedos” al Gobierno de Joe Biden. Y es precisamente el Senado que tiene más peso político, bastante más que la Cámara baja.
En el caso de que fallezca un juez del Tribunal Supremo, es el Senado la instancia que tiene que confirmar o rechazar un nuevo nombramiento del presidente. Es el Senado el que confirma a los embajadores. Y a los cargos del gabinete presidencial y los tratados con otros países.
La historia reciente apunta a que Biden (y antes Obama) no puede contar con ningún voto republicano (la rara excepción ocurrió el otro día cuando 12 republicanos se unieron a los 50 demócratas para aprobar la legislación que protege el derecho al matrimonio gay). Ahora este proyecto de ley pasa a la Cámara baja, donde hay bastantes votos para aprobarla). Son las dos cámaras del Congreso (House y Senate) las que tienen que ponerse de acuerdo para aprobar cualquier proyecto de ley, pero ser miembro del Senado es algo especial: todo congresista quiere ser senador.
Fíjense. Si se ganan las elecciones al Senado, son seis años de mandato. Un congresista tiene que presentarse cada dos años, es decir, lo que supone hacer campaña perpetua. Los partidos dan dinero y ayudas a sus candidatos, pero cada congresista gana o pierde según los caprichos de los votantes en su distrito.
Los senadores, en cambio, representan a los Estados (dos en cada uno). Como han tenido tiempo de establecerse y recaudar fondos (para comprar publicidad en televisión, por ejemplo), casi nunca pierden. El único escaño en el Senado que ha cambiado de manos en estas elecciones fue en Pensilvania, donde el republicano dueño del escaño no se presentó, y el candidato republicano impuesto por Trump perdió.
Un caso curioso es el de Chuck Grassley, de 89 años, senador republicano de Iowa elegido por primera vez en 1980. Grassley acaba de ganar su octavo mandato de seis años. Hace tiempo disfruta de un perfil nacional, es un mini barón con su propio feudo.
El mundo de Grassley, y de Iowa, es el maíz. Un mar abierto de maíz. Un cereal que se convierte en etanol, y que por ley, tiene que ser mezclado con gasolina. La protección de esta bonanza de subvenciones para los granjeros iowanos es el trabajo y la preocupación principal del senador Grassley.
Ser senador, es, además, un buen camino para convertirse en vicepresidente (más que en presidente). Sobre todo en el partido demócrata, donde todos los siete vicepresidentes desde la Segunda Guerra Mundial venían del Senado. Cinco de los siete presidentes demócratas también habían sido senadores, incluidos los dos últimos, Obama y Biden.
Y no nos olvidemos, finalmente, de que los dos partidos confían en el potencial de sus gobernadores, como sucedió en los casos de Reagan, Bush Jr. y Bill Clinton. El gobernador republicano de Florida, por ejemplo, ha ganado con holgura sus elecciones esta vez, y se presenta como una auténtica amenaza para Donald Trump. Ron DeSantis solo tiene 44 años, y el vídeo con su mujer y sus tres niños chiquillos después de ganar, me hizo recordar las imágenes familiares de John F. Kennedy y Jackie Kennedy.
Me gustaría seguir escribiendo, pero he recibido unos emails de Raphael Warnock y me tengo que ir.
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