Pobres provincianos


Qué mal habremos hecho los provincianos a España para merecer tanto maltrato. No contentos con haberle chupado toda la sangre semántica al adjetivo que nos define, hasta dejarlo seco de cualquier connotación positiva o neutra; no contentos con haber hecho de lo provinciano algo aburrido, mojigato, corto de luces, mediocre y hortera; no contentos, digo, con presentarnos como la parte más indigesta y estúpida del país, ahora tenemos que aguantar que los de Vox hablen en nuestro nombre. “Seremos los tribunos de la España de provincias”, dijo Santiago Abascal en una plaza helada de lluvia y banderitas, la misma noche en que agradecía a Alfonso Fernández Mañueco (a su manera, pero lo agradecía) la ocasión que le ha dado para coger por las solapas al futuro Gobierno de Castilla y León.

Pobres provincias. No las ha querido nunca nadie. Salvo las vascas, que van a su aire, el resto se viven como divisiones artificiales (como si las hubiera naturales y prepolíticas). A los nacionalistas les suenan mal, a invento centralista, y a parte de la izquierda, a caciquismo y nepotismo de Diputación. Y, sin embargo, llevan organizando el mapa desde 1833 y fueron un invento liberal, una medida progresista que modernizó la administración y enterró el Antiguo Régimen. Son la división interna más antigua y estable de Europa occidental, y si han durado tanto, tal vez se deba a que son útiles. Las vértebras de esa España invertebrada de la que se dolía Ortega eran las provincias, que organizaban el cuerpo político de la nación y creaban una sensación (tenue y primitiva, pero firme) de ciudadanía. Su diseño es tan bueno que ha resistido casi dos siglos de desprecio y burla generales.

Vox las usa como bandera porque son unas de las tantas cosas que los españoles progresistas hemos dejado a su libre disposición. Nadie ha pensado en ellas, nadie las ha puesto al día en la democracia (eligiendo a las diputaciones por sufragio directo, por ejemplo, en vez de ser una representación de los municipios) y nadie las ha aprovechado para hacer política. Se las ha tratado como trastos viejos y feos y se han podrido en el desván, donde los provincianos acumulamos capas de polvo y rencores. Abascal y los suyos, que huelen el resentimiento a cientos de kilómetros, han encontrado tras estas elecciones otro discurso abandonado del que apropiarse. Un discurso antiautonomista, muy halagador para quienes llevan tiempo con ganas de vengarse de los de la capital cuando llegan el domingo para comer cochifrito. Nos está merecido.

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