Por qué el táper del chino es lo más pop de la gastronomía española

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El táper chino, ese recipiente de plástico blanco, redondo y con su frágil tapa transparente, es, desde hace décadas, nuestra sopa Campbell nacional. Alguien de entre nosotros con arte, alguien como Paula Bonet o Paco Roca o Cecilia Giménez, debería representar ese envase polisémico y colgarlo de un museo, del Thyssen o el Reina Sofía como hiciera Andy Warhol con la lata de tomate en 1962.

La comida china, y su táper mundano como símbolo revolucionario, componen la primera comida pop que conoció España cuando aquel fulano de bigote tenebroso se murió. España no se hizo pop en la mesa con Karlos Arguiñano o con Ferrán Adrià, sino con centenares de emigrantes chinos de la provincia de Zhejiang a los que todavía no les hemos reconocido la aportación a nuestra historia culinaria. Y ya va siendo hora de ensalzar su táper icónico como nuestro eslabón fraternal con la República Popular.

La comida china fue la primera comida masiva, estandarizada y replicada como una fotocopia que los españolitos y españolitas forjamos con nuestros gustos y monederos entre 1970 y 1990, es decir, entre el sepelio del dictador y los dispendios de Cobi, Curro, Filesa, y lo que Bárcenas y la charanga Real traerían detrás. Antes de las hamburgueserías, de las pizzerías o de los kebabs, antes de las actuales manducas pop con sapidez y estética replicantes, la comida china se encumbró en España como signo contemporáneo de un país redivivo que dejaba de abrazarse a las farolas y las trincheras para arroparse con la constelación europea y las delicias fabriles de la modernidad.

El profeta del cerdo agridulce

Los chinos, cual fenicios mediterráneos, se dejaban de zarandajas nacionalistas para agradar con un disfraz nuestras ansias cosmopolitas. Y ojo, que no hablamos de una cocina cualquiera, sino de la considerada más antigua, amplia, diversa y sofisticada del planeta. La gastronomía que hasta sus eternos enemigos de linde, o sea los japoneses, reconocen como superior en sus mejores obras, caso de la exquisita novela El club de los gourmets (leedla, o echadle un vistazo a la sofisticada serie Flavour Origins, de Netflix).

Chen Diguang abrió en 1977 La Gran Muralla en Madrid y convirtió esa fortificación hostelera en la primera cadena de restaurantes chino-españoles, en la consolidación de un fenómeno que hubiera dejado el mostachín de Franco totalmente ralo de la conmoción. Entre 1970 y 1990, con el laborioso silencio de Confucio, los establecimientos con dragones y linternas colgantes afloraron en ciudades y pueblos, desde donde propagaron el pollo con almendras, el arroz delicioso o los rollitos de primavera en cualquier núcleo poblacional que reuniera al menos 8.000 nuevos demócratas en el radio de acción de sus arados. El mercado se hinchó y, literalmente, se saturó: a finales del siglo XX había más restaurantes chinos en España que regionales. “Hasta el punto de que más de una persona ha pensado alguna vez que se trataba de franquicias, cuando en realidad son pequeñas empresas familiares sin conexión directa”.

Porque son ellos los que han salvado nuestros bares de barrio

“De 2007 a 2009 se cerraron aproximadamente 26.000 bares, cafeterías y restaurantes en España debido, en parte, a la crisis económica y, en parte, a la falta de recambio generacional”, recopilan Joaquín Beltrán y Amelia Saiz. Como ya hicieran en la industria textil, igualmente sin relevo patrio, los empresarios chinos ocuparon el hueco, solo que ahora “manteniendo la oferta inicial, pues la clientela del bar está acostumbrada a un tipo de servicio que no desea cambios, sino mantener sus hábitos”. Los promotores y empleados actuales pertenecen a la segunda generación, han nacido aquí, hablan español, saben relacionarse mejor que sus padres. Son españoles indiscutibles. O casi.

“La persona de origen chino deja de actuar y representar lo chino para convertirse en uno más, aunque su papel todavía sea subordinado, de servicio. De momento, es un paso adelante hacia su carta de ciudadanía indistinguible”. Carta que merecen de largo porque, además de introducirnos en la comida pop, ahora mantienen nuestra gastronomía callejera tradicional. Llevan, en definitiva, dándonos de comer medio siglo (aparte, por cierto, también hacen cocina china de verdad).

La cita y los datos del párrafo anterior son de Joaquín Beltrán y Amelia Saiz López, investigadores de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y autores del estudio Del restaurante chino al bar autóctono. Evolución del empresariado de origen chino en España y su compleja relación con la etnicidad. Léelo también: cuenta más de nuestra sociedad que cualquier programa electoral. Los dos profesores explican con rigor el origen de la triada deliciosa y su posterior expansión, que precisamente empieza con el táper circular. Con nuestra tartera de barro finisecular.

A domicilio y más allá

Los chinos no solo nos proporcionaron la imaginación disparatada de Andy Warhol, sino que propiciaron el segundo atributo de la gastronomía pop: la movilidad. El combo de tápers, con uno pequeñito para la salsa agridulce, los rollitos envueltos en papel de aluminio y apilado todo en una bolsa de plástico, fue nuestra primera comanda a domicilio. La clase media dándose el lujo de no cocinar, comiendo viandas de países lejanos. El servicio en el felpudo resultó doblemente inteligente cuando, a finales de los años noventa, ahítos el ladrillo y pelotazos, acudir a un restaurante-pagoda empezó a tildarse como un hábito desfasado, casi kitsch. Si pedías los fideos con ternera por teléfono, el vecino ese que fardaba en el ascensor de haberse comprado un sifón de nitrógeno no se enteraba de que mantenías tus vicios peregrinos.

El envío, sin embargo, no resultó suficiente para combatir la mala imagen que en España inevitablemente adquiere todo lo que se generaliza demasiado. Somos un país de cabras donde todos nos sentimos pastor. Así que los empresarios del cerdo agridulce empezaron a rebautizar sus locales, cambiando el chino por ‘asiático’, para ampliar el meridiano, y probablemente sabedores de que un escolar hispano no lograría todavía diferenciar en un mapa la ubicación de Camboya y la de Mongolia. El informe Pisa, por cierto, tampoco se elabora en Italia.

El éxito de la mutación llegó con la perversión definitiva de su identidad, con la movilidad más inconcebible en su pasaporte. Intuyeron la incipiente pasión local por el sol naciente y asumieron la nacionalidad rival en sus carteles. Porque la mayoría de los establecimientos japoneses de España los dirigen, en realidad, las mismas familias: “El restaurante de comida japonesa regentado por personas de origen chino es toda una vuelta de tuerca a la etnicidad, pero cuenta con la complicidad del cliente autóctono, a quien no le importa realmente quién le sirve, sino que el servicio satisfaga sus expectativas de diferencia y alteridad a un precio asequible: el japonés es el lugar para comer sushi y el chino para el arroz tres delicias, con eso basta”, explican los dos investigadores de la UAB. Somos así de maravillosamente simples.

El auge de los ‘wok’ responde al mismo artificio -caso del pionero Wok Directo de Málaga, creado en 2004 por Zheng Gouguang con otro formato de cadena-, así como muchos restaurantes vietnamitasa nueva comida pop española sigue en manos de sus inventores, especialistas en encontrar posibilidades para ganarse la vida. En La aventura del tocador de señoras (2001), el detective descerebrado de Enrique Mendoza regenta una peluquería situada frente a un bazar de la familia Siau. Peluquería y bazar: dos negocios que han ocupado las principales diversificaciones del empresariado chino. Una década después, en El enredo de la bolsa y la vida (2012), los Siau le hacen una oferta al protagonista para comprarle su ruinosa peluquería y convertirla en un bar. Y en El secreto de la modelo extraviada (2015), el sabueso agilipollado ya trabaja de empleado para sus emprendedores vecinos.

El triunfo de las tres delicias

¿Quién no ha tenido en el frigorífico algún táper de arroz con daditos de jamón cocido, tortilla francesa, guisantes, gambas mínimas y zanahorias? ¿Quién al verlo no se ha sentido un grumete de Marco Polo? ¿Y quién no ha reutilizado ese táper después de rebañarlo de salsa agridulce o brotes de bambú? El paisaje de nuestras neveras es el espejo de nuestros humores, como bien escribió Manuel Vázquez Montalbán, como bien pintó el estoico Antonio López, como bien describe en sus novelas rocambolescas Eduardo Mendoza. Desde esa perspectiva, el reflejo del táper chino proyecta tanta sociología como la paella golfa para turistas.

Las tres delicias mandarinas del arroz, que en realidad eran cinco -porque hasta el número daba igual en el trampantojo-, elaboradas con ingredientes en absoluto orientales, más su sencillo recipiente universal, sintetizan el tránsito estomacal a la cultura pop de un país que, paradójicamente, no ha logrado todavía convertir su propia cocina en un estándar exportable, como sí han globalizado con furor los italianos o los mexicanos. ¿Por qué no tenemos restaurantes españoles claramente identificables por medio orbe? Quizá porque nos tomamos la comida tan a pecho como el voto: sin ceder un sofrito en lo que consideramos genuino. Y así nos va.

Hemos popularizado la palabra “tapas”, pero no unas tapas representativas que se reconozcan por igual en Perú, en el Tibet, en Japón o-en-la-Isla-de-Pascua. Nos echamos las manos a la calva cuando vemos las recetas de nuestra aldea adaptadas allende nuestras fronteras. Somos incapaces de crear nuevos símbolos, porque todavía desperdiciamos las sobremesas discutiendo sobre la bandera.

Para crear nuestra primera comida pop, pues, hubimos de recurrir a una estratagema, a un autoengaño social, a una doble nacionalidad; a algo que no entendíamos como propio, aunque fuera más idiosincrásico que el cachopo. Un cocinero chino tuvo que atender al gusto y a las ensoñaciones internacionales del cliente español para alumbrar nuestro primer menú consumista. El resultado: una gastronomía surgida de la fragmentación y la descontextualización, del juego y la frivolidad. Un divertimento de masas, de rápida manufactura y barato; despreciado por los académicos, pero exitoso. Y un icono, con su infalible táper de plástico blanco. O dicho en tres palabras: pura cultura pop.

¿Quién fue el primero?

Nuestro primer chino abrió en Barcelona con el nombre Gran Dragón, supuestamente en 1958. Aunque este marchamo sigue siendo motivo de controversia: Shangai, en Rota, inaugurado en 1968, dice haber llegado el primero. Madrid, en 1974, vio abrir las puertas de El Buda feliz, nombres sacados de una película de Bruce Lee, pues no en vano algunos sitúan el inicio de esta emigración en el rodaje en 1963 de la película 55 días en Pekín, que trajo a las afueras de la capital a la mitad de los inmigrantes chinos de Europa, para hacer de extras. El primer chino que “emigró directamente a España” fue el mencionado Chen Diguang, responsable del menú manufacturable en cadena e hijo Chen Tse-Ping, a su vez marido de la vedette Manolita Chen.

Estos pioneros fueron la semilla de los restaurantes homogeneizados que en breve proliferarían, absorbiendo la llegada de compatriotas con un oficio fácil de aprender y rentable. El 5 de febrero de 1978, El País Semanal dedicaba su portada a El dragón silencioso. Chinos en España, constatando la implantación de una nueva comunidad. En ese reportaje aparecía otro de los nombres responsables de nuestra primera comida pop: Peter Yang, sacerdote promotor del Gran Dragón e inventor, según la leyenda, del rollito de primavera local, distinto y mucho más grande que el original. La colección de nombres se completa con Miguel Shiao, autor de Recetario de cocina china, con diez ediciones entre 1976 y 1989 y una ampliación en 1990.


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