Postfascismo, caricatura y realidad

Postfascismo, caricatura y realidad

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Los entonces presidentes de Brasil y de EE UU, Jair Bolsonaro y Donald Trump, con las camisetas de los equipos de fútbol de sus países, en la Casa Blanca (Washington DC) el 19 de marzo de 2019.BRENDAN SMIALOWSKI (AFP via Getty Images)

La historia del fascismo es también la de su banalización, ya sea por el abuso en la expansión de su semántica o porque disfruta del extraño privilegio de no ser tomado en serio. Este último fue el diagnóstico de la periodista Masha Gessen sobre la turba que asaltó el Capitolio tras las denuncias de Trump de unas elecciones presidenciales presuntamente “falsas y fraudulentas”, mentira apoyada por muchos senadores republicanos. Para muchos, los tuits de Trump eran inanes. Otros, como Timothy Snyder, hablaron de la posverdad como prefascismo, e incluso el actual presidente Joe Biden entró en las pasadas elecciones alertando de los peligros existenciales de la democracia estadounidense, calificando al movimiento del Make America Great Again de “semifascista”.

Las palabras en política importan, aunque sigamos sin una brújula que nos oriente sobre lo que decidimos banalizar y lo que no. Más o menos coincidimos en señalar que Trump trató de evitar una transición pacífica del poder, orquestó para ello una campaña de mentiras e intimidación y condujo el asalto al Capitolio. Su abuso verbal y su desprecio por el Estado de derecho están bien documentados. Más al sur, el candidato a las presidenciales brasileñas, Jair Bolsonaro, ha dirigido una de las campañas más agresivas que se recuerdan con su oposición al aborto, su proyecto de destrucción sin límites de la naturaleza, la promoción de las armas de fuego, el desprecio por los más pobres y las minorías, la defensa de la tortura y la pena de muerte, la desconfianza hacia las instituciones y, como buen émulo de Trump, el cuestionamiento de los resultados electorales.

Y vayamos ahora a nuestra idealizada Europa. Se despliega ante nuestros ojos un contramodelo iliberal de regresión democrática y restauración de las antiguas jerarquías, abanderado por Viktor Orbán, quien reclama a pecho descubierto el legado del nazi Miklós Horthy, regente de Hungría entre 1920 y 1944. Orbán, por supuesto, tiene sus émulos. La victoria de Georgia Meloni en las legislativas italianas fue calificada por Le Monde como la victoria de “un movimiento posfascista en un país fundador de la Unión Europea”. The New Statesman habló del triunfo del “partido posfascista”, e incluso el Financial Times describió a Fratelli d’Italia como “descendiente del movimiento neofascista”. La Repubblica de Italia explicaba el vínculo entre el partido de Meloni con “ese depósito de memorias y símbolos que es el fascismo italiano”. Apenas un mes antes se hablaba también del vertiginoso ascenso de los Demócratas de Suecia, calificado como “partido nacionalista con raíces fascistas”.

Hay quien piensa que definirlos como “posfascistas” es afirmar que lo que proponen estos partidos es el regreso a las manos en alto, la estética de la esvástica y la visión violenta de la política. Pero caricaturizar lo que ocurre es otorgarle el extraño privilegio de no tomarlo en serio. La realidad es que los anclajes de estos movimientos extremos se basan en concepciones políticas elaboradas. Sus líderes no son títeres, ni representantes de un peligro provisional. Su fuerza aumenta a medida que penetran en las instituciones, como hemos visto con Bolsonaro y Trump, pues se hacen cada vez más influyentes en el corazón mismo del sistema. Para ello, se apoyan en sectores dinámicos de la sociedad y en las iglesias evangélicas y católica. Su pilar son las redes sociales, lo que les permite encontrar un eco extraordinario en todos los niveles sociales. Son, probablemente, el mayor movimiento global que se está produciendo en el planeta. Algunos ya están en el poder. Otros sabrán esperar pacientemente para regresar a él. Sin necesidad de levantar el brazo o de marcar en grupo el paso de la oca. Cuidado, porque llevan tiempo aquí.

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