Mientras los bomberos intentaban abrir la puerta del apartamento del profesor universitario Pedro Salinas, se escuchaban sus quejidos de fondo en un video que circuló en redes sociales. Al ingeniero de 83 años en estado de deshidratación le diagnosticaron desnutrición y depresión. Estaba junto al cadáver de su esposa, Ysbelia Hernández, de 74 años, bioanalista y abogada de la comunidad de la Universidad de Los Andes, en Mérida, al occidente de Venezuela. El cuerpo de la mujer también tenía signos de desnutrición. Había muerto de un infarto, según las primeras declaraciones de los rescatistas.
La noticia de encontrar a dos profesores universitarios muertos o a punto de morir por desnutrición es verosímil en la Venezuela de 2022. Por ello, pese a que algunos familiares de la pareja desmintieron desde el extranjero que los ancianos estuvieran en situación de abandono y aseguraron que había comida en la despensa de su casa, el caso de Hernández y Salinas, que se recupera en un hospital, se convirtió en el amargo retrato de todo un gremio que sobrevive con salarios de hambre.
Un profesor universitario en Venezuela percibe un salario de entre 3 y 11 dólares mensuales, la remuneración más baja de América Latina. Los de mayor rango, como Salinas, que es una eminencia en ecología, estudios forestales y planificación de áreas naturales protegidas, con formación en el Imperial College de Londres y director de revistas arbitradas, la remuneración puede alcanzar a 20 dólares al mes, una cifra muy lejana al precio de la canasta de alimentos en Venezuela que al cierre de 2021 superó los 400 dólares mensuales para una familia. “Nos han reducido a la indigencia”, reconoce Mario Bonucci, rector de la Universidad de Los Andes, la casa de estudios de la que la pareja se jubiló. “Estamos consternados”.
La Universidad de Los Andes es una de las más importantes del país y es el corazón de la ciudad de Mérida. Mirar sus números da una idea de cómo el sector universitario público ha sido arrinconado. Bonucci procesa a diario una o dos renuncias de personal de la casa de estudios. En cinco años, ha visto reducir a la mitad el número de estudiantes. Con el presupuesto que recibieron en 2021 del Estado cada dependencia de la universidad contó con apenas 295 dólares para funcionar durante un año. No hay comedor, ni transporte, ni becas estudiantiles, ni cobertura médica para los profesores. Hay áreas del campus cerradas por la imposibilidad de mantenerlas. Bonucci señala que están por medir nuevamente la deserción en la planta profesoral, no solo los números, sino el tipo de personal calificado que han perdido, un problema común en todas las universidades venezolanas.
En una reciente publicación de la Academia de Ciencias Físicas Matemáticas y Naturales, el investigador Jaime Requena advierte que son más los científicos que se jubilan y abandonan la profesión que los que cada año ingresan a ella en Venezuela. A la fuga de talentos que ha vivido Venezuela en los últimos años le pone un número: más de dos mil investigadores han dejado el país en dos décadas, refiere el estudio. En medio de la masiva migración que ha empujado a más de 6 millones de venezolanos a cruzar las fronteras huyendo de la crisis, las aulas se han vaciado y han quedado los más viejos, los profesores jubilados, como el relevo, una de las consecuencias menos visibles de la crisis humanitaria que atraviesa el país petrolero.
El Observatorio de Universidades evaluó en 2021 las condiciones de vida de la población universitaria en Venezuela y encontró que 8 de cada 10 docentes de 60 años o más sufre de enfermedades crónicas y a 9 de cada 10 se le dificulta adquirir medicamentos. Dentro de este grupo, 35% come menos de tres veces al día y otro 35% no recibe ningún ingreso extra a su salario del Ministerio de Educación Universitaria. Asimismo, 26% tiene más de tres años sin hacerse un chequeo médico o examen de rutina y 21% nunca logró comprar sus medicamentos.
En la ULA, con ayuda de egresados, se ha recolectado ropa y zapatos para profesores y trabajadores que no tienen ni cómo vestirse. “Cuando se asigna un sueldo como el que tienen los profesores venezolanos, el Estado se desentiende de las universidades”, apunta Bonucci. Desde el año pasado, la organización Brigadas Azules también recoge regularmente comida y enseres básicos para profesores de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, en situación de vulnerabilidad. Esta misma semana corrió una solicitud de ayuda a otro profesor que requería desde medicamentos hasta jabón para su aseo y comida. La solidaridad y las campañas de recolección de donaciones y la ayuda humanitaria internacional que entra a cuenta gotas, son lo que sostiene a gran parte de los venezolanos. Cuando se habla de que 96% de los venezolanos vive en pobreza y de los 9,3 millones de personas en inseguridad alimentaria moderada y severa —datos de Encovi y del Programa Mundial de Alimentos, respectivamente—, también se habla de estos casos, profesionales que se han empobrecido por la voraz pérdida de valor del bolívar en Venezuela.
Al menos cinco millones de pensionados y casi dos millones de empleados públicos, entre los que se cuentan los universitarios, pertenecen al grupo más golpeado por la crisis y escapan a la burbuja de la dolarización que ha permitido la recuperación de algunos sectores económicos el último año. Un duro ajuste ha recaído sobre esta población en los intentos de Nicolás Maduro por maniobrar contra el alza de los precios. En los últimos dos años, el Gobierno ha sacrificado el gasto fiscal y mantiene un salario mínimo integral en 10 bolívares, que llega apenas a dos dólares mensuales, para contener el tipo de cambio y ponerle frenos a la hiperinflación de la que finalmente saldrá el país este 2022, sin que esto signifique un alivio total al alto costo de la vida en Venezuela. Aunque el Gobierno asigna bonificaciones mensuales, son insuficientes para alzar la cabeza en medio de la pobreza.
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