¿Qué hacer con Pekín?



En una edición reciente de The New York Review of Books, el historiador Adam Tooze señala que “si hay algo en lo que está de acuerdo todo el espectro político estadounidense es en la necesidad de mayor firmeza con China”. Tiene razón: en esta única cuestión, los halcones de la guerra, los internacionalistas liberales y los que piensan que la culpa siempre es del otro tienden a coincidir. Han concluido que puesto que Estados Unidos necesita proteger su posición relativa en la escena internacional, hay que disminuir la de China.
Pero esa forma de encarar el problema es errada. Aunque Estados Unidos puede sin duda hacerle mucho daño a China en el corto plazo (de uno a cuatro años) por medio de aranceles, restricciones a la compra de tecnología y otras políticas de guerra comercial, también se haría mucho daño a sí mismo, y al final los chinos serían los menos afectados. El Gobierno chino puede comprar la producción china que antes se hubiera vendido a Estados Unidos para prevenir el desempleo masivo y la agitación social, pero el Gobierno estadounidense difícilmente puede hacer lo mismo para beneficiar a los trabajadores estadounidenses, que se quedarían sin empleo por la pérdida del mercado chino.
En el mediano plazo (de 5 a 10 años), Estados Unidos tendría problemas todavía mayores porque China ya habría empezado a reemplazar a los clientes y proveedores estadounidenses con otros en Europa y Japón. En tanto, a un Estados Unidos recién salido de destruir su relación con China le costará convencer a otros de ocupar su lugar como socio comercial y fuente de inversión. Al final, volverse el tonto irracional del mundo tiene sus costes.
Por eso es totalmente previsible que el intento estadounidense de “endurecer” la relación con China puede acelerar su propia decadencia relativa y en la práctica entregar a China la semihegemonía a la que ya se está acercando. En cuanto a opciones geopolíticas e incluso militares, a Estados Unidos le quedan pocas. Tras más de dos años de conducta unilateral caótica, la Administración de Trump dilapidó cualquier oportunidad de trabajar con otros países para la contención de China.
Tras la inesperada victoria electoral de Trump en 2016, los congresistas republicanos que se decían defensores del libre comercio y del poder blando estadounidense pudieron tratar de imponer límites al nuevo gobierno. Pero en vez de eso han sido acólitos de Trump. Dos años después, las alianzas de Estados Unidos están seriamente debilitadas, incluso más que después de las guerras desastrosas emprendidas por el expresidente George W. Bush. Estados Unidos nunca recuperará el lugar que tenía en 2000 y es probable que ni siquiera consiga recuperar la posición geopolítica, tenue pero todavía sólida, que disfrutaba en 2016.
En cuanto a la opción militar, tal vez la Administración de Trump esté imaginando una nueva guerra fría, con ocasionales conflictos calientes a través de intermediarios. Y sin embargo nadie tiene realmente idea de cómo sería una guerra fría en el siglo XXI. Hasta cierto punto podemos suponer que no implicaría una confrontación nuclear, despliegue masivo de ejércitos regulares, fomento de insurgencias armadas en territorios coloniales o cualquiera de las otras formas de aventurerismo imperial que definieron la Guerra Fría original. La destrucción mutua asegurada todavía descarta (esperemos) un intercambio nuclear o la movilización de fuerzas convencionales, y potencias coloniales, la verdad, ya no queda ninguna.
Cuando se tienen en cuenta todos los imponderables de una ciberguerra, no queda ningún modelo viable en el que basarse. Es de suponer que un conflicto entre grandes potencias sería un ejemplo de lo que el general prusiano Carl von Clausewitz llamó “la política por otros medios”, pero no sabemos a qué se parecería. En vista de estas incertidumbres, es una locura hacer política por otros medios que no sean la política misma.
Entonces, ¿qué debería hacer Estados Unidos para reforzar su posición frente a China?
Para empezar, podría mostrar que tiene un Gobierno más competente y menos corrupto que el de China, que todavía es una democracia sana que respeta el Estado de derecho. También podría tratar de mejorar su sector de tecnología avanzada, recibiendo trabajadores e ideas de todo el mundo y recompensándolos con generosidad. Podría demostrar que es capaz de superar la parálisis política, arreglar su sistema de salud, poner sus infraestructuras a la altura de este siglo e invertir en nuevas fuentes de energía. Podría empezar a limitar por fin la influencia política indebida de los multimillonarios. Podría volver a ser una sociedad en la que todos los ciudadanos disfruten de mejores niveles de vida que sus predecesores, gracias a una distribución equitativa de los frutos del crecimiento económico.
En síntesis, Estados Unidos podría empezar a convertirse en lo que pudo ser si Al Gore hubiera ganado la elección presidencial de 2000, si Hillary Clinton hubiera derrotado a Trump y si el Partido Republicano no hubiera abandonado su patriotismo. Ese Estados Unidos tendría el respeto del mundo y poder diplomático más que suficiente para elaborar un pacto constructivo y estratégicamente razonable con una China en ascenso. Estados Unidos no hallará la respuesta al desafío geopolítico central de este siglo en el extranjero: debe buscarla en su interior.
J. Bradford DeLong, ex secretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley. © Project Syndicate 1995-2019.  Traducción: Esteban Flamini.


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